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Sin vuelta porque quise

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Les voy a relatar exactamente lo que sucedió, pero por favor no piensen que soy caprichosa. La verdad es que esa idea me bullía en la cabeza desde hace tiempo y cuando pude ponerla en práctica mi alborozo era genuino.

Aquel día fui a la oficina normalmente para no despertar sospechas, pero tuve buen cuidado de decir a todos que me sentía mal por si acaso. Ya antes de salir de la casa me había tomado dos aspirinas para un dolor de cabeza imaginario que me atormentaba desde la madrugada. Sin embargo, a pesar de todas esas precauciones, a mediodía me sentí peor, por lo cual decidí hablar con mis familiares de mi próxima muerte.

Los preparé mentalmente para que tuvieran resignación y les di una lista de mis deudas para que se encargaran de pagar a todos los que allí figuraban, después del supuestamente lamentable hecho.

Yo tenía mis dudas, y esa noche no pude dormir pensando si sería verdad que me querían tanto y si me llorarían, así que me fui sintiendo más enferma a cada instante y en la madrugada decidí morirme.

Me puse la bata de encajes que me hacía ver tan elegante y me dejé el pelo suelto para que armonizara con el efecto general, sin olvidar perfumarme delicadamente como hacía siempre.

Hechos todos estos preparativos me dije “ahora muérete” y me dejé ir hasta que oí que alguien abría la puerta de mi habitación.

Quise protestar, pero mi cuerpo estaba tendido en la cama y yo observaba desde algún rincón en lo alto, como si fuera otra persona.

De inmediato la casa se llenó de gente, y el ataúd blanco, como yo lo deseaba, fue traído y me acostaron en él.

Perdí la noción de las horas. A veces me iba para regresar luego, sin que pudiera controlar este fenómeno. Comencé a sentir miedo de que las cosas me salieran mal, pero era tan emocionante ser el centro de atracción que decidí quedarme allí un ratito más.

Ya sé que están pensando que soy loca, pero no es eso. En realidad yo sólo quería comprobar si mis amigos me estimaban, y si habría alguien que llorara por mí cuando me muriera.

Ahora estaba conmovida; me habían cubierto de rosas rojas y hablaban en voz baja diciendo que yo había sido muy buena y que no debí morir en la flor de mi juventud. Mucha gente alababa mis virtudes y recordaba mis maldades con benevolencia, disculpándome. Todos estaban de acuerdo en que yo había sido una gran pérdida para el pueblo.

En vista de todo esto, decidí regresar y darles la alegría de mi vuelta, así que les dije “aquí estoy, no he muerto”... pero no me oían; “estoy viva, estoy viva”... pero todos seguían sin fijarse en mí y veían el cuerpo en el ataúd lamentándose.

Y llegó la hora del entierro.

Quise impedir que me llevaran, pero no pude hacerlo. “Fue una broma”, les grité, pero nadie me hacía caso.

Y me llevaron a la iglesia. Y vino un cura y dijo la misa. Y la gente daba el pésame a mis familiares.

Todo era ahora absurdo. Mi cuerpo estaba encerrado en el ataúd y yo estaba afuera sin poder recuperarlo. Se lo llevaron calle abajo para el cementerio, y yo angustiada iba detrás llorando por mí, confundida con mis dolientes. Era yo también otra doliente mía, quizás la más desesperada. Ellos lloraban por mí, y yo, convertida en algo indefinible hacía eco del dolor de todos que era ciertamente mi propio dolor. Nadie me veía. Nadie me oía.

Y así, llegaron hasta la fosa donde tiraron mi cuerpo dentro de aquella caja que sería mi cárcel.

Iban a enterrarme, y yo estaba viva.

Quise levantarme pero no podía. Mi cuerpo dentro y yo afuera.

Y sentí cómo las tapias de cemento fueron colocadas sin misericordia sobre mí. Me enterraron de verdad. Sin vuelta, porque quise, me habían arrebatado mi cuerpo.