Letras
El llavero

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A eso de las diez de la mañana, no había entrado nadie en la casa de antigüedades. Muy pocos turistas circulaban por la calle Defensa; mi socio y yo, por experiencia, sabíamos que, pese a tener nuestro local frente a la plaza Dorrego, lugar neurálgico del barrio de San Telmo, aquella iba a ser una mañana muerta. Dejé una marca en la página del libro que estaba leyendo y me fui a dar un paseíto por la plaza.

El día era muy frío, aunque por suerte no había viento. En el rincón que forman Aieta y Bethlem, vi a Tito (así lo llamaban todos), que había elegido aquel sitio para sentarse en uno de los muretes que bordean la pequeña plaza. Allí procuraba calentarse un poco bajo el sol.

Tito se ganaba, más mal que bien, la vida cuidando los autos que estacionaban en los alrededores de la plaza. Provisto del paño anaranjado que viene a ser la enseña de los de su oficio, a cambio de unas monedas ayudaba a los que estacionaban sus vehículos y vigilaba que nadie los dañara; algunas veces, cuando yo venía en mi viejo auto me convertía en su cliente. De noche, Tito se guarecía bajo algún alero.

Hacía años que ejercía aquella actividad, y se había convertido en un personaje característico del barrio San Telmo. De figura alta y delgada, daba instrucciones con voz ronca a los conductores. Andaría por los sesenta y tantos, aunque aparentaba más. Una costumbre suya me había llamado la atención: muchas veces, cuando se sentaba en la plaza para descansar un rato o comer un exiguo bocado, sacaba un llavero y contemplaba largamente, una por una, sus llaves. A veces tomaba una como acariciándola y entrecerraba los ojos.

Muchas veces me había preguntado qué uso le daría a un llavero un hombre que no tenía casa. Aquella vez pensé que, si entrábamos en conversación, Tito me lo explicaría; así pues, me senté a su lado y lo saludé.

—¿Qué tal, Tito? Fría la mañana, ¿no?

—Fría, ya la creo.

—¿Tomamos un café? Yo invito.

Llamé con un gesto a un cafetero ambulante. Mientras bebíamos la infusión, señalé el llavero que Tito conservaba en la mano y le comenté:

—¡Qué lindo llavero!

—Sí que es lindo —dijo, tendiéndomelo para que lo pudiera ver.

Tomé el llavero, una medalla de plata que en una de sus caras mostraba un libro abierto y, contorneando éste, la inscripción Muñoz y Cía. Artes Gráficas. Del otro lado, en caracteres góticos, decía 25 años.

—Me lo dieron cuando cumplí veinticinco años en la imprenta —explicó Tito.

—¡Ah! ¿Así que usted fue gráfico?

—Toda la vida... La imprenta Muñoz estaba acá no más, en la calle Perú. En Muñoz se hacían muchos libros, hasta para fuera del país. ¿Sabe? Cuando empecé a trabajar, allá por los sesenta y tantos había muchas imprentas en el barrio. Y también linotipias, y talleres de fotomecánica, y editoriales... Uno caminaba por San Telmo y se oían las máquinas que imprimían o componían. A unas cuadras de aquí estaba la Biblioteca Nacional; más de una vez lo vi a Borges, que era el director. Yo tenía un apartamento cerca de la Biblioteca, en la calle Bolívar.

—De modo que tenía bastante trabajo, ¿verdad?

Había mucho trabajo, y del bueno; si hacía horas extras, me las pagaban, tenía vacaciones pagadas... La verdad, daba gusto trabajar entonces. Todo eso se acabó. Ahora en San Telmo sólo hay restaurantes y tiendas para los turistas —dijo, señalando los locales que circundan la plaza Dorrego.

—¿Era tipógrafo?

—Hice de todo... Entré de aprendiz, jovencito, fui sacapruebas, aprendí a componer, a armar galeradas y más adelante páginas... ascendí, llegué a jefe. ¿Ve? Ésta es la llave de mi escritorio. Ésta, la del armario donde guardaba los diccionarios y otras cosas. Esta otra, la de mi oficina (yo tenía un despacho, un poco chico, pero era para mí solo).

Tito se quedó mirando en silencio las llaves que me había mostrado. Le ofrecí un cigarrillo y le pregunté:

—¿Se jubiló en Muñoz?

—No pude... Don Alberto Muñoz ya estaba viejo y achacoso, y no se dio cuenta de que sus socios lo estaban robando. El caso es que mis aportaciones se las comieron, y no pude jubilarme. Don Alberto murió a los seis meses de entregarme en persona el llavero, y unos años después la imprenta cerró. La fundieron.

El resto de la vida de Tito había sido una patética barranca abajo. Cerrada la imprenta, sin que le pagaran indemnización por despido, empezó a realizar trabajos sin relación de dependencia, no siempre continuos. A fines de los años ochenta, las cosas se habían puesto muy difíciles. Para afrontar la prolongada enfermedad de su mujer, hipotecó el apartamento, que habían comprado esforzadamente mediante un crédito.

—Era un apartamento no muy grande, pero para un matrimonio sin hijos estaba bien... ¿Ve? Éstas eran las llaves.

Al no poder pagar la hipoteca, Tito perdió la vivienda; al principio, se alojaba en pensiones, pero la falta de trabajo le impedía pagar los alquileres, y finalmente fue a dar a la calle.

—A mi edad, nadie me tomaba para trabajar, y además me desactualicé con la tecnología. Ahora todo va con computadoras, ¿vio?

Tito señaló el paño anaranjado y prosiguió:

—Así que tuve que empezar a cuidar autos para ganar algo.

Le ofrecí otro cigarrillo. Tito aceptó, me dio las gracias y agregó:

—Seguro que usted se pregunta para qué conservo unas llaves que ya no me sirven para nada.

Dio una pitada, estuvo silencioso unos segundos y por fin dijo:

—La verdad es que yo mismo no lo sé... Cuando tenía buen trabajo, casa y mujer, no hacía ningún caso de mi llavero. Después, a medida que iba perdiéndolo todo, comprendí que el tener un llavero en el bolsillo es lo que hace que uno sea...

Se quedó unos segundos, buscando la palabra, y siguió:

—No sé... Que uno sea alguien. Cuando cerraba la puerta de mi oficina, cuando llegaba a casa y abría la puerta, yo era alguien. Una persona. Esas gentes sin techo que usted ve por todas partes no son personas del todo. Son como las hojas que caen de los árboles.

Un automóvil se disponía a estacionar sobre la calle Defensa. Tito se levantó, guardó el llavero y, tomando su paño anaranjado, concluyó:

—Bueno, voy a ver si trabajo un poco. Muchas gracias por el café y los cigarrillos. Que tenga un buen día.

* * *

Hace casi un año desde aquella conversación que tuve con Tito; nunca más lo volví a ver. Pocos días después, exactamente el 9 de julio de 2007, fecha de la Independencia nacional, hizo un frío desusado en Buenos Aires. Por primera vez desde el año 1918, nevó en la ciudad. Los porteños celebraron alborozados el fenómeno. Varios sin techo murieron de hipotermia; Tito fue uno de ellos.

En este momento, estoy por salir a trabajar. Me pongo el abrigo, la bufanda y los guantes y cierro la puerta... Miro mi llavero; en él tengo las llaves de mi piso, del auto y de la casa de antigüedades. Antes no me detenía en él. Ahora siento que, con un llavero en mi bolsillo, soy alguien, una persona.