Artículos y reportajes
“Costumbres del alcaucil”, de Fernando SorrentinoDiario de Lector
El libro se reserva el derecho de admisión

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El lector que escribe un diario recibe un obsequio: un libro para niños. Dicen.

“A partir de 11 años”, aclara la contratapa. El lector que escribe un diario revisa su DNI y se da por admitido: tiene más de 11. El lector que escribe un diario se pregunta si hubiera comprado el libro de haberlo encontrado en el estante de una librería: seguramente frente a semejante advertencia —“a partir de 11 años”— se hubiera sentido desadmitido, porque hubiera entendido “para gente de alrededor de 11 años”. Y hubiera sido una lástima. Realmente hubiera, pero no hubo.

El libro es de Fernando Sorrentino, se llama Costumbres del alcaucil y es ése el primer cuento: el lector que escribe un diario considera de buena educación seguir el orden de lectura propuesto por el autor o el editor, sobre todo por tratarse de un libro para niños “a partir de 11 años”. El cuento empieza con una frase que lleva a un lado —el pasaje Ohm— y sigue por el latín. De allí se dirige a la más aséptica prosa símil libro de biología destinado a la secundaria, para, en un momento dado, dispararse hacia el delirio. La prosa empieza a multiplicarse absurdamente como las cabezas de los alcauciles y la deriva lleva a remembranzas hercúleas e hydricas (¿hydrantes? ¿hydrófugas?), botánicas y esperpénticas, lo que sin posibilidad de retorno desemboca en la palabra máxima de todas las esdrújulas: cómico. Al volver la vista atrás, se ve la senda por la que se llegó al punto final: ¿dónde quedó el pasaje Ohm? Lástima, piensa el lector que escribe un diario. Le hubiera gustado conocer algo más de él. O que se lo guardaran para otro cuento. ¿Estará en otro cuento?

“Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”, piensa el lector que escribe un diario, es el mejor título, aunque “En defensa propia” sea el mejor cuento. En el primer caso, todo el cuento está contenido en el título que tiene, además la virtud de desenvolverse en la boca, palabra por palabra, introducción/nudo/desenlace. Es un título/cuento masticable, piensa el lector y trata de memorizarlo entero, repitiéndole con placer en voz cada vez más alta, hasta conseguir integrarlo en una melodía pegadiza que no lo abandonará en todo el día, mientras se duche, cocine, mire la tele o repiquetee los dedos buscando conjurar la maldición de la musiquita de los contestadores.

La técnica del encadenamiento perpetuo (¿deriva semiológica? ¿principio de acción-reacción? ¿cuento de la buena pipa?) deslumbra al lector que escribe un diario y piensa en la ficción como un enlace permanente de situaciones a las que se les puede poner sangría y mayúscula para empezar pero no punto final.

Finalmente, los escorpiones llegan en el último cuento con una estética de videojuego. Pero el lector que escribe un diario es viejo y no le gustan los videojuegos. Quizás porque no los entiende, quizás porque no están entre los límites desde los cuales mirar el mundo, que se le termina más allá de la última letra de una frase, porque, después de todo, no es más que un ser de ficción fingiendo que escribe un diario. Que viene a ser algo así como construir un mundo paralelo, con caminos diferentes a los de la realidad (si es que existe tal cosa), igual que intentan hacer los videojuegos, las estrategias editoriales para vender libros a chicos o a grandes —difícilmente a ambos— y los escritores que nos plantan en una calle extraña al principio de un cuento.