Sala de ensayo
Carlos MarxEl marxismo, entre el poder y la libertad

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Con el advenimiento del período del Renacimiento en Europa fueron reabiertos los estudios humanistas; bajo ese signo se refundó en Florencia, Italia, la Academia neoplatónica. Se inició así un histórico camino en el que se planteó la reapropiación del mundo por el hombre y su razón; un mundo que durante un milenio había estado dislocado de su terrenalidad por los valores transmundanos, fijos y axiomáticos de la Religión y la Teología.

Fue a la burguesía, como clase revolucionaria en ascenso, que correspondió el privilegio de ese desempeño de carácter “histórico universal”: comenzar el proyecto de terrenalización del pensamiento, del arte, la ciencia y el resto de las instituciones humanas. Desde presupuestos como estos el espíritu del Renacimiento, encarnado en la Modernidad, inició la tarea de un arte y un pensamiento concebidos a la medida del mundo. Un mundo representado por medio del arte y un arte, novedosamente naturalista y ciudadano, construido según los parámetros de la razón y hecho posible por las nuevas técnicas emergidas, las cuales alcanzarían, científica e instrumentalmente, al resto de las formas de vida.

Si colocamos el comienzo del Renacimiento a fines del siglo XV, con el descubrimiento de América, la primera revolución francesa y la consolidación del poder de la burguesía en el siglo XIX, pareció cumplirse un tránsito ideo-cultural en el que la burguesía logró hacer efectivo su proyecto universal de dominación política y económica.

El Estado moderno obtuvo su primera forma política con el absolutismo, el cual, dotado de un enorme afán centralizador, fue el resultado de la antigua alianza del despotismo monárquico y la oligarquía del dinero. La posterior aparición del parlamentarismo republicano y del concepto jurídico-moral de autogobierno, consecuencias principales de las revoluciones francesas y la revolución norteamericana, determinó uno de los modos en que se expresó, en desarrollo, la lógica de la contradicción en tiempos de la construcción de la Modernidad burguesa. Por su parte, el triunfo en los países más desarrollados de la propiedad privada sobre la sociedad medieval, feudal y estamental, determinó la lógica de la contradicción entre las organizaciones obreras, sus grandes luchas y el mismo modo capitalista de producción.

El periplo seguido por el realismo en arte, iniciado en los albores de la Modernidad, remarcó los puntos de una compleja contradicción que habitaba en el seno del pensamiento moderno entre el conocimiento de la realidad y los modos más adecuados (estéticos, ideológicos) de su representación. Y todo esto aparece como parte del ciclo histórico iniciado en Europa con la llegada del Renacimiento, en el que alcanza su configuración la Modernidad liderada por la burguesía, la clase más revolucionaria que ha conocido la historia.

El Renacimiento fue originalmente un movimiento de restauración de los viejos valores que tuvieron su centro, hace más de dos mil años, en la antigua Grecia y se expandieron por la cuenca mediterránea. Ideales que no sólo tenían un carácter estético, sino que hablaban, desde el libre horizonte de la filosofía especulativa, de restablecer el orden político de la ciudad-Estado ateniense. Es decir, la libertad y la participación directa en la gestión política por parte del hombre-ciudadano.

Aunque para lograr este giro fundamental de la humanidad estaba directamente implicada la reorientación de la psicología de los individuos hacia una causa terrenal, la cual hiciera de la razón práctica el móvil de la readecuación del hombre al mundo, a sus problemas contingentes y a la vez reales; los cuales lo condicionaban para prestar mayor atención a los temas básicos de la existencia económica, la vida política, los contextos sociales e institucionales en los que constantemente se expresa cualquier actividad humana.

Existe una anécdota, citada en uno de sus más importantes ensayos por el marxólogo francés de mediados del siglo pasado, Louis Althusser, que el ocio de mis días me impide ir a revisar. Por tanto, de esa anécdota sólo diré lo que recuerdo: un antiguo rey de la ciudad de Atenas, una vez vencido junto a su pueblo por ejércitos terrestres mucho más poderosos, propuso a los atenienses cambiar radicalmente de elemento, renunciar al dominio sobre la tierra y establecer un gran imperio en el mar. Con esta gráfica digresión Althusser buscaba ilustrar el cambio de orientación del pensamiento operado en Carlos Marx. El marxismo era también un cambio de elemento pero, en este caso, de alcance cósmico, se trataba de cambiar radicalmente la orientación de las investigaciones del hombre, dejar de subordinar su psicología al cielo y establecer de un modo eficaz la actividad sobre la tierra.

Aproximadamente a fines del siglo V a.c. Platón, en las páginas finales de La República, comentó que la humanidad de su tiempo estaba entrando en el país del olvido, en la “Lethe”. Estábamos, según Platón, dejando atrás una auténtica teoría del conocimiento. ¿Cuál teoría pudiera ser esa, si no la que emana del “conócete a ti mismo” que según la tradición había sido esculpido en el pórtico del templo oracular de Delfos? Tal parece que a partir del siglo V a.c., colindando con el comienzo de la decadencia de Atenas, el hombre había caído paulatinamente en el olvido del hombre. Pero no sólo del olvido del hombre como individuo, como subjetividad y sensibilidad en particular, sino del hombre como género, como ser social, concretamente como ciudadano del Estado político.

La Religión en Occidente, en los primeros siglos que sucedieron a la crisis de la civilización griega, significó el desarrollo progresivo en el hombre de la abstracción, la aparición de un estado de conciencia originado en la intimidad individual, la subjetividad manifiesta, “el descubrimiento psicológico del alma” y la creación de la filosofía y la dogmática metafísicas. La humanidad en Occidente, con la cristianización del Imperio Romano, se sumergió en un complejo proceso histórico de variada significación cultural, en un tipo de sociedad de ideal teocrático, donde las fuerzas y técnicas productivas se mantuvieron por siglos casi estacionarias.

Indudablemente que la Modernidad representa una transformación dramática de orientación psicológica y de actividad gnoseológica, con respecto a la realidad y con respecto al período anterior: la Edad Media. Aunque un proceso, un cambio audaz de elemento, que, en cuanto histórico, no suministró al pensamiento burgués de forma inmediata la teoría requerida, la toma de conciencia necesaria que permitiría la actualización del pensamiento con relación a los eventos que estaban produciéndose de forma novedosa en torno suyo, para desde ellos deducir consecuencias lógicas.

La crítica a la Religión, como cuerpo del nuevo pensamiento filosófico que emergía, apareció en Europa en una fecha relativamente tardía. A fines del siglo XVIII se inició una interpretación del cristianismo como fenómeno histórico; la cual comenzaba por delimitar sus orígenes para situarlo y comprenderlo dentro de los límites de lo histórico. Y sobre la base de esa delimitación gnoseológica, establecer y desarrollar su crítica. La historia se convertía así en el espacio teórico sobre el cual se podía ejercer eficazmente la crítica a la Religión. El concepto de Dios dejaba de ser un concepto ajeno y superior a la historia, que operaba sobre ella de un modo absolutamente trascendente. Por el contrario, era un concepto determinado históricamente, sometido a las leyes del devenir y las necesidades materiales e intereses de los hombres; criatura primogénita del pensamiento especulativo y del dogma de las instituciones eclesiásticas.

Sobre la base de la crítica a la Religión se inició el pensamiento del Marx joven. Él más tarde comprendería que todo cuanto sucede, sucede en la historia, dominado, por tanto, por la lógica del cambio y el devenir; es decir por la dialéctica. Que por consecuencia la historia se convertía en el espacio providencial en que las cosas podían ser sometidas convenientemente al análisis, a la crítica, al proceso intelectual de su interpretación. No era posible de otra manera. Las categorías lógicas, creadas en el pasado por el pensamiento clásico, adolecían de un mal supremo: eran comprendidas de una manera estática y axiomática, desvinculadas de la experiencia práctica, y, sobre todo, completamente ajenas a las leyes del desarrollo. Con Marx la historia se convierte en la más importante de las disciplinas sociales.

Opino que lo más irruptor en el marxismo no es tanto la tesis de que la socioeconomía puede determinar cualquier acontecimiento, como que cualquier interpretación, para ser efectiva, debe situar su análisis dentro de la lógica del devenir. Estas verdades fueron, en cierta medida, condicionadas por la crítica a la Religión elaborada por el pensamiento premarxista. Pero Marx tuvo la capacidad de generalizar el concepto de la historia hasta convertirlo en producto universal del hombre; de su trabajo; de toda su actividad sobre la Tierra. Pero a la vez el hombre es el habitante privilegiado de la historia, sometido por ello a las leyes, en algunos casos contingentes y en otros esenciales, de su propio desarrollo. Desde la crítica a la Religión Marx pasó a la elaboración de una teoría general de la historia, la cual debió llamarse con más exactitud: “Materialismo (dialéctico) histórico”. Y la parte de león de esta teoría fue la “Crítica a la economía política (del capitalismo)”.

Lo paradójico es que Marx, con sus vigorosos y radicales enunciados, se mantenía dentro de la órbita del gran movimiento histórico que la burguesía en ascenso desatara en el mundo. La elaboración de una teoría histórica, enfrentada a la filosofía clásica, y la proclamación de un ateismo filosófico de corte materialista dialéctico, enfrentado a la dogmática eclesial, no eran otra cosa que nuevos y revolucionarios elementos puestos en juego dentro un programa histórico-general de terrenalización del pensamiento y las instituciones humanas, políticas y civiles.

Con la llegada de la Modernidad estamos en presencia de un complejo proceso, largo, variado y contradictorio, de humanización de la vida y la cultura, el cual tiene como centro al mundo entendido a escala del hombre. Aunque si lo entendemos dialécticamente podremos entonces considerar que un proceso positivo de desarrollo mantenido puede, en algún momento, llegar a engendrar consecuencias opuestas.

La burguesía como clase social en ascenso histórico (portadora en principio de un proyecto universal de redención, que implicaba a todas las clases y capas sociales) no sólo alcanzó a desatar fuerzas inauditas (intelectuales, científicas, tecnológicas) sino que puso en el crisol de la transformación universal su gigantesca voluntad de poder, negando al final su propia capacidad revolucionaria —al pretender conservar el orden por ella misma constituido—, convirtiéndose de hecho en baluarte de la contrarrevolución mundial. Ese doble movimiento, el primero muy visible (la industrialización, la expansión del comercio, la mejora sustancial de la calidad de vida en ciertas áreas del globo, las importantes libertades públicas...), el segundo, en tiempos de Marx todavía parcialmente en la sombra (la explotación económica, la maquinización del hombre, la conversión del hombre en mercancía, la aparición de extensas áreas geográficas profundamente empobrecidas y la alianza en el Tercer Mundo de las transnacionales con las oligarquías políticas y terratenientes), tendría que arrastrar a la humanidad a un serio conflicto de alcance universal, a una aguda contradicción hasta ahora insoluble representada por la sempiterna oposición del capital y el trabajo.

Si ilustramos gráficamente la llegada impositiva del mundo burgués con el símil de una gran pleamar histórica que se extendió como un profundo proceso de cambio, podemos decir que Marx prefirió quedarse del lado crítico de la marea ascendente. El proyecto sin límites de la burguesía parecía continuar, pero los humanistas pensaron que era mejor detenerse para condicionar críticamente el ingente desarrollo sobre una plataforma ética y racional.

Por su lado, la crítica marxista a la propiedad privada sobre los medios de producción no trata de forzar a ultranza la negación de este modelo socioeconómico, aparecido en algún momento del movimiento dialéctico de la historia. De lo que se trata, en primer lugar, es de abrir, en nombre de la dialéctica del materialismo histórico, una investigación para conocer la estructura interna de la propiedad como agente esencial del proceso capitalista de producción. Y lo que se descubre es un sistema de relaciones que implica al propietario, al obrero, a los costos de producción. A la venta del producto según los precios que impone en el mercado la competencia. En segundo lugar, sobre la base de estos análisis, Marx desarrolló un concepto, tomado previamente de la escuela de economía inglesa (Ricardo) que puede denominarse “teoría del valor” fundado en la realidad empírica de la plusvalía. Es decir, fundado en el valor que produce el obrero con su trabajo y del que no es convenientemente retribuido. Y en tercer lugar, es necesario especificar que la lógica de la producción de tipo capitalista (la progresiva reducción de los costos) es la que determina que el salario del obrero se encuentre proporcionalmente invertido al aumento de su trabajo, la producción y la misma ganancia del capitalista.

El capital es, según Ricardo y Marx, trabajo acumulado, cristalizado. Una crítica efectiva a la economía es desde luego una crítica al capital, y una crítica al capital es una refutación de la Modernidad en su sentido burgués. Libertar al trabajador es, según Marx, entenderlo como productor universal, superando con esto los límites impuestos a su libertad por la propiedad privada. Y si aceptamos que el trabajo es algo consustancial a la esencia del hombre, el trabajo que lo obliga a una injusta retribución económica, lo determina negativamente como portador de una esencia alienada, donde se encuentra separado de los resultados de su propia producción, de su propia humanidad; apartado de su verdadero lugar sobre la tierra y ajeno a una plena gratificación social. Es como se ve una vindicación del hombre que quiere además reinscribirlo en el devenir histórico, en el que pueda llegar a ser inteligible, y por ello realizable, su preterida esencia.

La economía política del capitalismo tiende a cancelar en el hombre su esencia real. Y es que la revelación de una esencia omitida en el individuo por el capitalismo deviene históricamente en agente terrenal de su libertad. Estos son conceptos extraídos del Marx joven, del Marx que entendió la historia y la economía como fundamentos reales e intransferibles de la actividad y la conciencia humanas. La investigación de estas disciplinas se convirtió en vehículo teórico para una redención de la humanidad que pasaba por la emancipación del trabajo y la toma de conciencia política con respecto a la historia.

Pues Marx, con su crítica, hizo bajar de su sitial cualquier noción falsamente trascendente (ahistórica) que fuera correlativa a la organización política de los hombres (el Estado) y a cualquier formación económica (la propiedad privada).

La economía política mantuvo la tendencia de mantener en sus formulaciones, en la lógica operativa del capital, en el hecho de ser cuerpo propiciatorio de la alienación y enajenación humana —al despojar concientemente al individuo de los fundamentos de su realidad social e histórica—, la misma capacidad de abstracción, entendida como factual desterrenalización, como la que padeciera el hombre sometido al mito de la Religión.

El Ateísmo Filosófico de Carlos Marx es una subversión declarada de la idea de Dios. Su planteamiento más radical fue enunciado por el pensador Ludwig Feuerbach, en otras ocasiones citado por mí y que reza aproximadamente así: “Devolvámosle al hombre aquellos atributos que él le entregó erróneamente a Dios”. La terrenalización de la idea de Dios significa su subversión, pero ahora radicalmente explicada por Marx desde los ámbitos de la historia, la socioeconomía y como crítica al capital.

La superación del dilema del materialismo y el idealismo tiene una respuesta de orden dialéctico, que entrega a la conciencia funciones extraordinarias donde la realidad se convierte en atributo fundamental de la condición del hombre; recreada por el trabajo y la interacción comunicativa. Para el joven Marx la realidad no es otra cosa que un sistema de relaciones propiciado por la actividad incesante de la conciencia, donde la objetividad adquiere su sentido y configuración más real mediante la idea. Pues lo que sucede es que hay una patente historicidad de las ideas que estudia el nacimiento y evolución de las mismas. No son las ideas figuras intangibles de un principio cósmico descendido a la Tierra, por el contrario, son el resultado privilegiado de la producción histórica y socioeconómica.

El Marx joven dejó escrito en sus tesis de doctorado que las tesis que han tratado de demostrar la existencia de Dios, lo que paradójicamente han hecho es demostrar la existencia —omitida— de la autoconciencia humana. Luego, la desmitificación política de la conciencia —producto insobornable del devenir histórico—, es la realización, en el propio individuo, de su programa de liberación. Ya que la historia es el espacio privilegiado donde el hombre ha sido llamado a develar en desarrollo, como máxima contribución social, su verdadera esencia.

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En torno a Marsilio Ficino, protegido de los Médicis, tuvo su sede, en villa Careggi, hacia la segunda mitad del Cuatroccento, la Academia neoplatónica. Uno de los diálogos socráticos preferidos por los contertulios reunidos en la Villa era “El Banquete” donde se expone, por boca de varios personajes, la teoría del amor universal.

Creo que los modernos podemos pensar con J. P. Sartre que uno de los gravámenes que nos plantea la autoconciencia con respecto a la libertad de elección que aquélla nos provee, es la angustia. La importancia del código moral y de una intelección de la vida que nos haga elegir, actuar y expresarnos correctamente, representan, en la práctica, un gran vacío para el hombre moderno. Y uno de los problemas existenciales más agudos que plantea el marxismo, es que, en aras de un proyecto universal de redención, condena en el hombre su radical individualidad y puede llegar, en el caso de “los comunismos de Estado”, a colocar la psicología del individuo en manos de la nomenclatura ideológica.

Pero Marx concibió a la clase obrera como portadora de un programa general de democratización política y emancipación económica, que renunciaría a sus intereses como grupo humano, se suicidaría incluso como clase y convocaría a una reunión universal fundada en el amor y la fraternidad colectiva. La raíz neoplatónica de este planteamiento es inocultable.

Aquello que pensamos no tiene necesariamente porque ser real. Sin embargo, el espacio de representación de la realidad, creado milenariamente por la cultura (el arte, la escritura...) tiende a develar esencias fundamentales para el hombre y su lugar de inserción sobre la Tierra. Aunque todavía no sabemos hasta qué punto nuestros instrumentos cognoscitivos son fieles, o no, a la humana aventura de la representación en nuestras conciencias de la realidad del mundo. Por tanto, la tarea de la transformación revolucionaria lleva consigo un coeficiente tan profundamente subjetivo, que debemos comenzar a sospechar que esa realidad, que con tanta pasión nombramos, es porción intrínseca de nuestro ser, de nuestros sueños, de nuestras más caras y hermosas esperanzas.