Antonio Mora
Me encuentro con el poeta Antonio Mora y le digo que por fin conocí a Pregonero, el pueblo donde nació el poeta.
El poeta se alegra:
—¡Qué bueno! ¿Y viste la placa que pusieron donde yo nací?
Yo le respondo que no porque no sé en qué casa nació.
—¿Y qué dice la placa? —le pregunto.
—Dice: “Expendio de Licores Nº 135”.
Pancho Massiani y Eugène Ionesco
Una noche el escritor venezolano Francisco Massiani conversaba con un desconocido en un bar de París. La conversación era de lo más animada. En uno de los viajes de Pancho al baño fue abordado por otro venezolano que también estaba en el bar. El otro venezolano le preguntó a Pancho si sabía con quién estaba hablando. Y Pancho respondió sinceramente que no. El venezolano le informó que se trataba nada más y nada menos que del famoso escritor Eugène Ionesco.
Al saber la noticia, Pancho medio se sacudió, salió inmediatamente y preguntó a su contertulio que si era verdad que él era Ionesco.
A lo que Ionesco respondió:
—Es verdad, soy Ionesco, pero vamos a seguir conversando como si no lo fuera.
Fontanarrosa
Uno de los personajes más conocidos del recientemente fallecido caricaturista argentino Fontanarrosa es Inodoro Pereyra.
Un día, Pereyra se encontraba tomando tragos y un amigo le reclama:
—Es que usted es muy vago.
Inodoro se defiende:
—Vago no, quizá algo tímido para el esjuerzo.
Erasmo Fernández
Laura estaba de cumpleaños. Su hermano, Alejandro Oviedo, y los poetas David González Lobo, Leonardo Ruiz Tirado y Erasmo Fernández querían regalarle algo pero no tenían dinero. Ezra Mo, como le decía Alejandro al poeta Erasmo, propuso entonces robar unas flores del cementerio El Espejo, que quedaba cerca. Así lo hicieron.
El Cementerio El Espejo en esos tiempos era un lugar de descanso para los poetas, de descanso no eterno. Los poetas entraban y salían como si se tratara de su casa. Era un lugar, digamos, con cierta familiaridad, para no decir “De ambiente familiar” porque sería demasiado.
Llegada la noche, el poeta Erasmo escaló los altos muros del camposanto y seleccionó con marcado esmero las flores más bonitas, las más resplandecientes, mientras afuera los otros poetas le “cantaban la zona”.
Luego, los sonrientes poetas llegaron a la casa de Laura con un ramo gigantesco. Erasmo ni se veía. Entonces Laura y su mamá empezaron a buscar varios jarrones para poner tantas y tan oportunas flores mientras improvisaban una gran fiesta.
Lamentablemente la cumpleañera descubrió pronto la procedencia de tan magnífico ramo por culpa de una de las flores. Una cala bellísima. La flor que más brillaba a la luz de la luna.
Era de plástico.
Roque Dalton
El poeta salvadoreño Roque Dalton tenía un excelente humor. Algo que no aceptaba la dictadura y algo que no entendieron sus propios camaradas. Por su lucha, por su poesía y por su humor lo asesinaron.
Roque contaba este chiste:
Un borracho está en una fiesta y tiene muchas ganas de bailar pero no encuentra pareja. De pronto divisa a lo lejos a una señora gorda que tiene un vestido morado que le llega a los pies y un sombrero que le hace juego con el traje. Se dirige inmediatamente a ella y le pide que le acepte una pieza. La señora levanta la nariz y le dice que no. El borracho insiste. Le pregunta que por qué no quiere. Entonces la señora le responde enfáticamente:
—No acepto bailar con usted por tres razones esenciales: la primera, porque usted está muy borracho; la segunda, porque los músicos se fueron hace como media hora; y la tercera, porque yo soy el Arzobispo de San Salvador.
César Dávila Andrade
El gran poeta ecuatoriano César Dávila Andrade vivió durante un tiempo en Mérida, invitado por ese otro gran escritor ecuatoriano, Alfonso Cuesta y Cuesta. Luego Dávila Andrade se residenció definitivamente en Caracas, donde murió. Sus versos reflejan un gran dolor, el de sus hermanos indígenas.
Dávila Andrade bebía seis meses y pasaba seis meses abstemio. Abstemio totalmente. Ni un vinito. Sin embargo, sus amigos poetas lo recuerdan fundamentalmente por los seis meses de trago.
En una oportunidad le publicaron un poemario en Caracas y unos traviesos editores, que conocían la afición del poeta por el trago, le cambiaron un verso que afectó profundamente al poeta. Un poema suyo empieza diciendo:
“Ahora sé que me dieron esta alma en medio de una batalla”.
Y los malvados editores le pusieron:
“Ahora sé que me dieron esta alma en medio de una botella”.
Floriano Martins
Un día Hermes Vargas fue invitado como traductor de portugués al Festival de Poesía de Valencia. Adhely Rivero le puso como tarea traducir al poeta brasileño Floriano Martins.
Una noche de tragos, Hermes se olvidó de la tarea y, además en medio de la borrachera, empezó a hablar en brasileiro.
Entonces, al poeta Floriano, quien habla portoñol, le tocó traducir a su traductor.
Humberto Febres
Un día salen de Barinas, en un Renault, los poetas Humberto Febres y Alberto José Pérez, rumbo a Mérida. A la altura de Altamira de Cáceres se detienen y compran dos botellas de brandy Martell.
Por el camino se toman una botella y empiezan la otra. Al pasar por la Laguna de Mucubají un camión se les lanza encima y Humberto da un volantazo hacia el cerro, el carrito sube, se voltea en el aire y cae.
Con el carro patas arriba, los poetas salen con dificultad. Afuera una asustada viejecita reza arrodillada. Entonces Humberto toca a Alberto José y le pregunta preocupado:
—¿Y la botella?
Le Comte Bleu
Un día, Alcides Rivas, Le Comte Bleu, invita a tomar cerveza a los poetas Avílmar Franco y Arnulfo Quintero.
Empiezan a pedir cerveza y cerveza y como a las tres de la mañana el mesonero les pide que paguen la cuenta porque va a cerrar.
Ninguno de los poetas tenía dinero pero esperaban que el Comte pagara porque era el que había invitado.
Efectivamente, Alcides se metió la mano en el bolsillo, sacó una piedrita blanca de río, se la entregó al mesonero y le dijo:
—Tome, buen hombre, este diamante, páguese la cuenta, y quédese con el vuelto.
El mesonero se molestó, llamó a la policía y se llevaron presos a los tres poetas.
Luis Beltrán Guerrero
Luis Beltrán Guerrero vivió varios años en Buenos Aires. Allí estudió un doctorado, y tuvo como compañeros de estudio a otros venezolanos, entre ellos al poeta Carlos César Rodríguez.
Una noche Luis Beltrán Guerrero asistió a una cena con escritores argentinos. Durante la comida nadie habló. El poeta venezolano estaba extrañado pero pensó que sería por educación.
Luego de cenar pasaron a otra sala y allí empezaron a repartir vino. Beltrán Guerrero pensó que, con los tragos, aquellos escritores, grandes luminarias de las letras latinoamericanas, se iban a destapar a conversar.
Sin embargo, a pesar de las copas, los escritores permanecían en silencio. Luis Beltrán no entendía lo que sucedía, así que se fue a la cocina y le preguntó a un mesonero la razón por la cual los escritores no hablaban. Parecían mudos. El mesonero le dio una explicación que no dejó lugar a dudas.
—Es que, como todos son genios, todos son intelectuales brillantes, no hablan porque temen que los plagien.
Lira Sosa
En un bar de París bebían Aníbal Nazoa, Guillermo Sucre y otros poetas. Cuando llegó la hora de pagar se dieron cuenta de que no tenían suficiente dinero. A alguien se le ocurrió buscar al poeta José Lira Sosa, quien también vivía en París y mensualmente recibía un dinerito. Encomendaron a Aníbal Nazoa para que fuera a ver al poeta y pedirle prestado algunas monedas que les faltaban para pagar la cuenta.
Al llegar al edificio, Aníbal empezó a gritar:
—Poeta Lira Sosa, poeta Lira Sosa...
El poeta se asoma al balcón:
—¿Qué pasa?
Aníbal le pregunta:
—Mira, ¿cómo estás de dinero?
Y, enfático, el poeta Lira Sosa le responde:
—Ávido.
Prieto y el padre Montaner
Un día van en un avión Luis Beltrán Prieto Figueroa y el padre Montaner. Conversan animadamente y disfrutan del trago que les ha servido la azafata. El avión de pronto entra en una zona de turbulencia y entonces el maestro Prieto se persigna.
Al verlo el padre Montaner, quien era muy amigo suyo y de buen humor, le dice:
—Y tú, ¿no que eras ateo?
Y Prieto le responde:
—Sí, yo soy ateo, pero allá abajo.
Andrés Bello
Le leí alguna vez esta anécdota a José Ignacio Cabrujas. Parece que don Andrés no se parecía en nada al santón de la biografía que durante muchos años pretendió meternos por los ojos el doctor Caldera. Don Andrés, además de poeta y fundador de naciones, era travieso.
Un día llega don Andrés a la casa, se toma un par de vinos y se dirige a la biblioteca. De pronto se percata de que su esposa ha salido de compras y que la muchacha del servicio, que es muy bonita, está sola. Es conocido que don Andrés era aficionado al amor de las muchachas que trabajaban en su casa. El poeta se toma otro vino y se lanza a la conquista. En eso llega la esposa y los encuentra en la cocina. La esposa molesta le dice:
—Andrés, estoy sorprendida...
Y Don Andrés, siempre tan preocupado por la precisión del lenguaje, la corrige:
—No, el sorprendido he sido yo. Tú estás estupefacta.
Pichirre
Un día están Adriano González León, Mary, su esposa, Salvador Garmendia y Rodolfo Izaguirre, tomando unos tragos en un bar de Sabana Grande.
A la hora de pagar, que eran como 15 bolívares, todos pusieron algo de dinero menos Adriano a quien se le engatilló el dedo en el bolsillito pequeño del pantalón.
Mary, al ver que Adriano se está haciendo “el policía de Valera”, para no poner dinero, le dice en valerano:
—Sacá, Adriano, sacá.
Alfredo Sadel
En una oportunidad Alfredo Sadel se presentó en la Casa del Escritor. Había muy poca gente pero Alfredo cantó amorosamente para los asistentes, entre los que estaba el poeta William Osuna.
Un borrachito que pasaba por el lugar, al ver a Alfredo, se detuvo y entró. Se restregaba los ojos y no lo podía creer. Cuando regresó a la calle se puso a hablar solo:
—Qué arrecho, ese carajo canta como Alfredo Sadel, habla como Alfredo Sadel y es igualitico a Alfredo Sadel. Me está cayendo mal la bebida.
El centenario de Vallejo
Cuando César Vallejo cumplió cien años de su nacimiento, el poeta Gregory Zambrano, otros amigos y yo organizamos en Mérida una semana para analizar la obra del poeta peruano. Entre los invitados estaban Luis Navarrete Orta, Guillermo Rodríguez Rivera y otros escritores latinoamericanos.
En la noche de la clausura, después de un recital poético, nos fuimos a un bar donde tocaban son cubano. Se llamaba algo así como el Caribe Sweet. A medida que avanzaba el ron, nuestra mesa se fue convirtiendo en la más bulliciosa y el dueño del establecimiento vino a preguntarnos qué celebrábamos. Le dijimos que el centenario de Vallejo, y seguimos conversando entre nosotros.
Al rato, el presentador de la orquesta en vivo saludó la mesa donde estábamos y pidió al señor Vallejo, que estaba cumpliendo cien años, que se levantara. Para no hacer quedar mal a nadie, Luis Navarrete Orta, quien era el más viejito y el más bromista, se levantó y dijo que él era Vallejo, razón por la cual recibió el aplauso y la felicitación de todos los concurrentes.
Club difícil
El narrador Rafael Victorino Muñoz creó en Valencia un club donde sólo pueden entrar escritores que además sean deportistas y abstemios.
Durante diez años ha sido su único miembro.
Renato Rodríguez
Me invita Renato Rodríguez a su apartamento a cenar. Prepara una pasta exquisita. Es un especialista. Por ello escribió un libro llamado Viva la pasta. Enseñanzas de don Giusseppe.
Junto con la comida tomamos un vino que continuamos de sobremesa. Renato me confiesa que se va de Mérida. El apartamento donde vive es muy grande para él solo. Se toma un trago y me lo dice a su manera:
—Qué hago yo con tres baños y un solo culo.
Pérez Prado
Al final del primer reinado de Carlos Andrés Pérez vino a Venezuela Toña La Negra, Dámaso Pérez Prado, Lucho Gatica y otros artistas latinoamericanos. Carlos Andrés le dio condecoraciones a toda la farándula venezolana.
Enver Cordido no recibió la condecoración pero se fue a la fiesta en La Casona. Allí había de todo, whisky, champaña, caviar, y el Gocho saludando a todo el mundo.
Enver estaba con un grupito de cineastas, Mauricio Wallerstein, el Toco Gómez, Virgilio Galindo y Alfredo Lugo. Conversaban y tomaban trago. Cerca de allí había otro grupo donde estaban Toña La Negra, Lucho Gatica y Pérez Prado. Enver y el Toco abandonaron a los amigos y se metieron en el grupo de los músicos.
El Toco se va pero Enver se queda hablando con Pérez Prado y con Lucho Gatica. Les dice que desde muchacho él es un admirador de los dos, y que además tiene todos los discos en su casa.
La fiesta fue declinando y los taxis para los invitados habían salido a llevar a los primeros pero tardaban en regresar para recoger a los demás. Enver, que tenía carro, se ofreció a llevar a Lucho y a Pérez Prado al Hotel Tamanaco. Por el camino, Enver les dijo que si ellos querían podían tomarse un traguito más en su apartamento y allí les mostraba los discos y escuchaban un poquito de música. Los músicos aceptaron encantados y cogieron para el apartamento de Cordido, que en esos días estaba casado con la actriz María Gracia Bianchi.
Al llegar al apartamento, destaparon una botella y pusieron música de Pérez Prado, al comienzo con bajo volumen pero a medida que avanzaban los tragos subía el volumen del mambo.
Al rato, Lucho empezó a ponerse un poco triste, confesó que estaba quedando sin voz, y entonces Pérez Prado lo tranquilizó:
—No te preocupes, tú, Lucho, yo te pongo unos ejercicios y vas a cantar igualito o mejor que antes, la verdá.
Entonces propusieron escuchar a Lucho. Enver, efectivamente, tenía discos de los dos y ahora fue la voz de Lucho la que dio la hora en aquella madrugada de Caracas.
En eso va amaneciendo. Ya algunos vecinos habían llamado por teléfono, molestos. Lucho lloraba escuchándose a sí mismo. Echaba el cuento de cada canción, dónde la había grabado, con quién, sin parar de llorar.
Finalmente, como a las diez de la mañana, Lucho estaba cansado y quería irse al hotel. Apagaron la música y salieron.
Los vecinos que, en contra de su voluntad, habían escuchado música a todo volumen desde la madrugada, estaban furiosos y les gritaban improperios.
—¡Desconsiderados, sinvergüenzas, borrachos!
Pérez Prado, que andaba vestido con un frac plateado, con el sol aquel traje brillaba como una pantalla y alumbraba todo el edificio. Preguntó qué sucedía, y Enver le dijo que no se preocupara. Pérez Prado entonces adelantó una teoría sobre la posible razón que tendrían los vecinos para estar molestos.
—Óyeme, tú, no será el traje el que ha molestado a los vecinos tuyos. ¿Qué tú crees?, ¿de verdá?
Alcohólicos Conocidos
Adriano dejó de beber por un corto tiempo y se inscribió en Alcohólicos Anónimos. Se puso antipático. Se dejó el pelo largo en rulitos, andaba con un bolso que llamaban “maricómetro”, y unos lentes redondos. Enver Cordido para fastidiarlo lo llamaba “La Pequeña Lulú”.
Entonces llegaba Adriano al Vecchio Molino, con su nuevo look, y empezaba a caminar por detrás de los amigos que estaban bebiendo. Hablaba en voz alta para que lo oyeran:
—Cómo es posible, perdiendo el tiempo aquí, en lugar de estar escribiendo, en lugar de estar pintando, en lugar de estar haciendo películas...
De todas maneras, los poetas de la República del Este no le hacían caso.
Al finalizar su mitin antialcohólico, pedía un “piloto”, que consistía en aguaquina, amargo de angostura, un limón y hielo, pero sin alcohol.
Un día, Adriano se ganó un premio, le dieron un reconocimiento muy importante, y llegó al Vecchio a pedir licor. Cuando ya tenía bastantes tragos encima llamó al poeta Bonafina, el hermano de Doris Wells, quien lo llevaba y lo traía a todas partes.
—Venga acá. Llévame a Alcohólicos Anónimos.
Como a la una de la madrugada llegaron. Adriano tocó la puerta y salió un señor medio dormido:
—¿En qué podemos ayudarlo, hermano?
—A que me borren de esa mierda.
Cuando los vieron regresar, dijo Marcelino Madrid:
—Más vale borracho conocido que alcohólico anónimo.
Entonces los amigos recibieron a Adriano como al hijo pródigo.
Ecologista literario
Antonio es un lector voraz. Su vida está en los libros, libros que a veces tienen una puerta falsa, una salida de emergencia: los bares. Cuando no está leyendo está tomando, pero nunca ambas cosas porque no le gusta combinar licores.
Un día lo veo caminar con dificultad. Los postes y las paredes se le atravesaban con impertinencia. Yo lo alcanzo y, para acompañarlo un rato, le pregunto qué está leyendo últimamente. Casi no podía hablar. Su mirada se perdía en la cercanía de la acera.
Me puso una mano en el hombro, no sé si para agarrarse o para ser más enfático, y con preocupación me dijo:
—Los unicornios están en peligro de extinción...
Héctor Seijas
Estaba el poeta Héctor Seijas, con sus tragos, roncando en un recital, y se le acercó la chica de protocolo para despertarlo amablemente:
—Disculpe, poeta, ¿está dormido?
—No, señorita, no estoy dormido. Estoy durmiendo.
La niña se queda un poco cortada y le pregunta:
—Ah, ¿y no es lo mismo “dormido” que “durmiendo”?
Y el poeta, que estaba medio fastidiado porque lo habían despertado, respondió:
—No, como no es lo mismo “estar jodido” que “estar jodiendo”.
Nuevo género literario
Le preguntaron a Julio Valderrey que si era verdad lo que Fragui contaba sobre él en las Poeterías y Julio dijo con toda precisión:
—Bueno, una mitad es mentira y la otra mitad, la mitad más grande, es literatura.
Carlos Yusti y Néstor Rojas
Coincidieron un día en Maracay para recibir un premio los poetas Carlos Yusti y Néstor Rojas.
Luego de la ceremonia los poetas se fueron a un bar. Había allí mujeres de todos los colores, pero los amigos en ese momento sólo querían conversar sobre literatura.
Las chicas, sin embargo, ante la escasez de clientes, a cada momento interrumpían que si “papito, me das un cigarro”, “papito, me brindas un trago”, y los poetas no podían conversar con tranquilidad.
Entonces Yusti llamó a las mujeres y les dijo algo al oído. Enseguida las chicas se alejaron soltando una carcajada y no se volvieron a acercar durante toda la noche.
Néstor sorprendido le preguntó:
—¿Qué les dijiste?
—Nada, que nosotros éramos gays y estábamos perdidamente enamorados.
Alvar
Un día hay una conferencia sobre la lengua española en Madrid y en el panel están Alfredo Bryce Echenique y otros escritores. Bryce tiene unos tragos encima y está dormido.
El presentador dice:
—Ahora vamos a darle la palabra al presidente de la Academia de la Lengua, el doctor Alvar.
Al escuchar que dicen Alvar, Bryce se despierta y sale gritando de la sala:
—Al bar, al bar...