Letras
Dos relatos

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Prodigiosa condena

El aire danza con tus cabellos y extiendes los brazos mientras el aura dibuja tu camino. Tus problemas se dispersan entre las olas de viento y notas la fría sensación a seda, al desfilar por aquellas nubes. Amas demasiado esa pasión de libertad, incentivada por el cantar sublime de las aves, que marca el ritmo de tus palpitaciones y las sosiega. Sientes como el repertorio de estos artistas emplumados (tus compañeros en los cielos) purifica los compases de tu corazón.

Disminuyes la velocidad, aterrizas. Como un títere eres manipulado de manera dócil hasta los pies de su cama, la de tu amada. Casi mecánicamente, comienzas el ritual de todas las noches: te arrepientes de los errores, acaricias su pelo, la besas en la mejilla. Sientes el salado gusto de tu llanto y la miras con los ojos inundados en lágrimas. En esos momentos olvidas la magnificencia de tu experiencia en el aire y recuerdas lo triste de morir.

 

La Misión Divina

Desde lo lejos le llegan los gritos desgarradores de la persona que más amó, como un souvenir de su pena, sin saber si son fruto de su imaginación. La naturaleza misma, en un estallido de rebeldía contra su creador, parece haber asimilado la tristeza del evento. Se arrodilla sobre el pasto de aquel lugar desolado en el que se encuentra. Todavía siente el calor de sus propios labios en su mejillas.

Entonces se pone de pie, se dirige hacia el árbol más grande y lo abraza entre llantos. Lamenta lo sucedido, pero más lamenta que la verdad muera junto con él. Se para sobre una piedra. Enlaza la soga al árbol. La abraza a su cuello. Relaja los pies sobre el aire. Sus músculos se contorsionan unos segundos, minutos, quién sabe.

El alma ya se desploma del cuerpo, su puño se abre bruscamente y deja caer la bolsa que nunca quiso aceptar, pero que recibió para cumplir su promesa. Las monedas chocan contra el suelo, como en una vil metáfora de su antiguo trabajo.