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La marca de nacimiento

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Cuando Nora era muy pequeña, papá y mamá se quedaban a solas contemplándola durante horas porque se sentían felices solamente por el hecho de estar juntos. Parecía un claro indicio de la armonía que reinaba en su hogar, pero, para los amigos de la familia y para los familiares, esta actitud puramente contemplativa resultaba un tanto extraña. Todos tenían la opinión de que se desatendían, dentro de la casa, otras actividades importantes y algunas obligaciones imprescindibles. Los allegados comprobaban con temor que Nora tardaba en tomar contacto pleno con el mundo sencillo y austero que la estaba esperando y sentían, también con temor, que los padres no parecían conscientes de ese retraso. Más bien, al revés, los dos estaban entusiasmados con la forma de ser de la niña, con su notable ensimismamiento. Creían detectar en el mutismo de su hija una marca de singularidad más que una deficiencia sicológica.

La niña habló tarde y poco y, cuando ya estaba a punto de terminar su desarrollo corporal sin otros contratiempos de salud, se quedaba todavía por largo rato pensativa, sin apenas moverse, mientras papá y mamá la contemplaban en un momento íntimo que se prolongaba toda la mañana o toda la tarde. Los dos creían descubrir en la pose distante y ensimismada de su criatura un modo de ser muy particular, una marca de sensibilidad extrema. Papá disimulaba e iba al cuarto de baño o al despacho, cuando lo que deseaba de verdad era seguir adivinando sin interrupciones, ya que no por sus palabras, por sus siguientes gestos, el camino que la joven iba a tomar, las ideas que le daban vueltas en la cabeza mientras permanecía en silencio. Eran momentos en los que la niña parecía llamar a una puerta desconocida; era el comienzo de algo que podía resultar desconcertante y que podía surgir de repente de su gesto de pausada concentración, y los dos estaban allí para reconocerlo en cuanto se manifestara. La admiraban y le hablaban en un susurro apenas cuando ella estaba delante; intentaban acercarse con el mayor sigilo a un distanciamiento que resultaba espectacular. Y, cuando no estaba delante, trataban con gran calor el tema de hasta dónde podría llegar su pequeña.

Pasaron algunos meses más y Nora fue al instituto después de aprobar sin dificultades todos los cursos. Hacía en clase lo imprescindible y, enseguida, regresaba a su ámbito familiar. La fascinación iba creciendo en los padres, que ya no se ocupaban solamente de seguir mirándola, sino que iban más allá y atendían también a lo que pudiera hacer fuera de casa. Nora los atraía hacia su órbita cuando se adentraba en esos prolongados silencios, cuando estaba como detenida a las puertas del gran suceso que no se podían perder. Pero podía suceder también que la manifestación de esas posibilidades innatas ocurriese con todo su esplendor en el instituto o en la calle. Nora tenía las manos y el rostro muy blancos; los ojos, en vivo contraste, negros, por lo que la intensidad de su mirada se acentuaba debido al color muy oscuro de las pupilas y a una inteligencia natural que les parecía fuera de toda duda. Papá y mamá deseaban que la relación entre los tres fuera más normal, algo más cómoda, pero quizás sólo se sintieran felices en esos ratos de ocio ajeno a todo lo que no fuera la contemplación. Papá dudaba a veces de que la adolescente pudiera encontrar a un hombre que tuviera la necesaria paciencia para seguirla en su mundo aparentemente impenetrable, en sus prospecciones especulativas, que disfrutara con sus excesos de activa meditación. Y opinaba que, si por una rara causalidad encontraba al compañero idóneo, tendría que ser alguien que viniera desde ese lado misterioso dentro del que Nora sabía manejarse como nadie.

La observaban con atención y estudiaban, entre los amigos que la niña traía, a los posibles candidatos a novio aunque ella no demostrara especial interés por ninguno de los invitados, ya fuera rubio o moreno, enclenque o tan desenfrenadamente atlético que se rozara con el marco de las puertas; ya fuera hombre o mujer. A todos los amigos y compañeros, les brindaba cobijo espiritual o lo que necesitasen sin hacer distinciones. A cada uno por un motivo y a todos en conjunto, los llevaba al domicilio familiar y los atendía con la misma solicitud. Papá y mamá no adivinaban preferencia por alguno de esos invitados que, nada más llegar, ocupaban con timidez las sillas más próximas a la puerta de la calle y que, otro día, tomaban posesión de un asiento más céntrico, que se acomodaban de uno de los dos sillones.

No hubo tampoco momentos culminantes durante el curso de acceso a la universidad en el que, al contrario que la mayoría de los estudiantes, Nora se sintió reforzada en su interés por los estudios o por algunas asignaturas en especial. Los amigos que traía a casa eran otros, pero seguía comportándose con ellos de la misma manera exquisita e igualitaria mientras hacían los deberes. Al parecer, los desconocidos acudían a la vera de Nora atrapados por el mismo hechizo que padecían los padres. Los padres intentaban de lejos oír las conversaciones, atisbar los pasos de la misteriosa adolescente, pero, por supuesto, la dejaban hacer a solas con su amigos la mayor parte del tiempo. Otro cambio de situación a destacar fue cuando Nora se marchó del pueblo para estudiar la carrera, es decir, cuando tuvo que abandonar la vida en familia. Sin repetir ningún curso, ni siquiera asignaturas sueltas, había alcanzado la preparación necesaria para acceder a la universidad después de haber sido, en definitiva, una estudiante de notable alto. La separación del entorno que le había resultado tan cálido la llenó de desasosiego; pero, con el tiempo, el campus universitario constituyó para Nora todo un estímulo y ejerció para ella una determinante atracción. Los padres recibieron por carta la noticia de que se sentía plenamente acoplada al nuevo hábitat: el césped era llamativamente verde y regular en los espacios ajardinados, los edificios de las distintas facultades resultaban a la vez construcciones brillantes y funcionales dentro de un entorno, sobre todo, armonioso. Por las avenidas amplias, fluía el río de los jóvenes estudiantes mezclados con los profesores, y todos eran activos, emprendedores, educados. Y en medio de ese ajetreo estudiantil, Nora se tropezó con Jacinto, que estudiaba segundo curso en la misma facultad.

Mamá y papá recibieron la noticia de que la pequeña estaba interesada por un hombre algo mayor, un muchacho formal y buen estudiante, por lo que sintieron a la vez un profundo descanso y una insatisfacción honda. Les parecía lógico que la pequeña se enamorara, que más tarde se casara, pero también les suponía un pequeño desengaño la confirmación de esa esperada contingencia. Lo insospechado y fuera de lo normal no acababa de producirse; más bien todo lo contrario; de manera que no pudieron evitar un fuerte desánimo por separado y a la par, como si hubieran perdido ya para siempre la oportunidad única de la revelación. Nora ya no se consumía interiormente; la gran promesa se desinflaba y ambos se sentían desaprovechados, frustrados. La joven estudiante se sentó sobre el césped al lado de Jacinto para hablar de todo un poco antes de entrar a la siguiente clase. Hacía calor en el campus; las tardes eran plácidas bajo un sol espléndido por el amplio conjunto de edificios nuevos interrumpido por los numerosos espacios ajardinados. Por el espacio universitario, se notaba una armonía especial, un brillo característico, una luz pletórica, cuando todas las fuentes sonaban a la vez junto al murmullo de los chopos y de los sauces que caían sobre el estanque. Ella estaba entregada a la relación con el novio y ya no cabía esperar que reaccionase en otro sentido, en el otro sentido. Nora estaba completamente tendida sobre la hierba y Jacinto la fue a besar allí mismo, sobre el césped que cubría el hueco entre dos de esas monumentales construcciones.