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Las torcazas también llegan a la tercera edad

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TorcazasA las cuatro de la tarde, a veces, acompaño a mi señora a visitar a su madre en la mansión que la enfermedad y la vejez le prodigaron. Es una casa antigua en el Barrio San Antonio, declarado Patrimonio Arquitectónico de Cali. Largos corredores abrazan con sus verjas de madera el jardín verde y florido en su interior. Sobre el costado hay una gruta sobrecubierta de piedras gordas que dejan ver el intestino gris de tierra.

Mientras las horas tercas mueven sus manos casi paralíticas en el reloj, unas vecinas revolotean su saludo sobre el borde de la tapia que separa en dos el Hogar Santa Clara. Con paso sin afán recorren el jardín, mientras sus compañeras de arrugas se mueven en silla de ruedas.

Cinco torcazas han bajado a charlar sobre la hierba fresca. Vienen vestidas como monjitas de gris con pintas blancas. Tienen su cabeza cana y su pico blando. Sus patitas con uñas casi amarillas llevan en andas el cuerpo leve en busca de arenillas, migas de pan y granos de arroz. Miran y miran a todo lado. Allá está Flor, allí, el arquitecto con su pliego abierto, en la esquina se sienta Bertha. Margarita, la periodista, tiene su cabello liso atado con una moña que le regalaron ayer. Pasan las nanas con su uniforme verde. Hay gran movimiento en la casa porque ya se acercan las 5 pm y huele a comida.

Las palomas bajan su pico hasta la tierra y siguen buscando el alimento en este Hogar. Las pajarillas lucen contentas y no desesperan porque su mesa jamás se destiende. En la fuente lavan sus plumas, su cama está lista en el alero y bajo sus alas hay calor para dormir hasta la mañana. Tienen la suerte de tener un hogar muy ancho para pasar en paz sus últimos días. No se preocupan pues su Destino está asegurado.

Si ustedes vieran estas viejitas y a estos viejitos. Unos con dientes, otros con su boca sin sierra blanca, unas bajitas muy encogidas, otras delgadas como ramitos de limoncillo, todos y todas abuelas y madres, abuelos y padres. A unos les llegan visitas todos los días. Vienen sus hijos y nietas y los acarician con su sonrisa y los abrazos. A ellos nada les falta y la vida los rodea igual que en casa. A otros sólo les basta la buena cara y el cuidado de los responsables de este Hogar humano.

Sus ojos ven las torcazas picar la tierra y sacar la comida que la Naturaleza guarda para ellas todos los días. Vuelan y toman agua, unas con otras asean su vestimenta. Tal vez sean abuelas pero sus polluelos no los visitan y para ellos no hay medicinas. ¡Felices son las torcazas que pueden valerse sin necesidad de padres o hijos! ¡Dichosas son las torcazas porque se mueren de viejas en el alero donde vivieron! Bienaventuradas las torcazas porque ellas solas hacen recambio de plumas y no necesitan la limosna de una aspirina de papá gobierno.

Las dos parejas de torcazas y su solitaria acompañante se retiran a su nido de “secas pajas” a las seis de tarde. Se recostarán una junto al otro y antes de cerrar sus ojos, echarán la última mirada a sus vecinas de edad, y les brindarán su postrer arrullo como señal de apagar la luz en su cuarto. A las seis de la mañana, de seguro, otra vez su arrullo saludará el nuevo día y alistarán su vuelo para visitar a las damas y abuelos en el Hogar Santa Clara.