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Ilustración: Eric KittelbergerBilingüismo, identidad y transculturación

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Transculturación, ¿el transportarse de una cultura a otra? ¿La asimilación del individuo por la cultura predominante? ¿La habilidad de nadar entre dos aguas? ¿Es deterioro, desintegración, dominación por absorción, proceso natural, alienación de la cultura de origen, adaptabilidad, enriquecimiento, o alquimia fenomenológica de la supervivencia? Aunque haya meditado mucho sobre este tema no he tenido la oportunidad de articularlo, mi intención ahora es la de explorarlo en términos de mi evolución personal, como puertorriqueña criada en la Isla pero que ha dado fruto creativo y profesional mayormente en los Estados Unidos.

Nunca pensé que al trasladarme a los Estados Unidos a finales de los años setenta mi estadía se convertiría en una tan larga. A raíz de los disturbios ocasionados por la huelga en la Universidad de Puerto Rico (que eventualmente resultó en la eliminación del ROTC —servicio militar del recinto), decidí considerar la posibilidad de terminar mis estudios en los Estados Unidos. Unos amigos de mis padres les habían dado un enorme catálogo de universidades en los EEUU y me puse a mirarlo y a contemplar la idea de aprender muy bien el inglés y alejarme de la Isla por unos dos años, ya que la situación política me parecía una herida emocional abierta —y yo sin saber bien hacia dónde se inclinaba mi corazón. Graduada de la Escuela Libre de Música en Hato Rey, y con grandes ansias de libertad y autosuficiencia, no podía distinguir entre mi independencia personal y la política. Solicité entonces a varias universidades y de Livingston College de Rutgers University (en New Jersey), me llegaron noticias de beca y trabajo a medio tiempo. Además, me aceptaban todos los créditos de la Universidad de Puerto Rico. Así que empaqué mis libros y hasta algunos trastes de cocina indispensables (porque no sabía cuán fácilmente los podría encontrar): una tostonera, el pilón y la maseta, y una “grequita” para el café bien fuerte. Todavía recuerdo la voz interior que me decía: “Allá voy, a la boca del lobo, que Dios y la Virgen me protejan”. Tal como se habrá dicho mi abuela paterna, doña Úrsula Rodríguez (QEPD), varias décadas anteriores a la mía; ella se iba a trabajar a una “factoría” en los “Nueva Yores”, y yo a las extrañas aulas de un lugar desconocido.

Al principio me costó mucho acostumbrarme al clima, el idioma, las comidas, la música de fondo, y contaba los días que faltaban para cuando pudiera regresar. Por momentos pensé que no terminaría la licenciatura, pero cuando mis hermanas también se trasladaron a los EEUU, poco a poco hasta me hacía de la idea de continuar los estudios hacia el doctorado en literatura hispánica y comparada. Pasaron los años entre libros de biblioteca y esporádicos viajes a casa, terminé estudios en Rutgers y luego me fui a la Universidad de Kentucky, donde me otorgaron una beca que me permitía sacar la maestría y el doctorado mientras enseñaba español a nivel universitario. La vida en Kentucky se me hizo más amena, probablemente por estar más acostumbrada o por entender mejor ciertos aspectos prácticos de la vida norteamericana. Si en New Jersey sentí el desprecio del racismo, en Kentucky me convertí en algo exótico: no era ni blanca ni negra y allí todavía no se conocía mucho a los hispanos. Rodeada de un ambiente universitario y un buen programa graduado, mis sensibilidades se fueron perfilando. Reanudé mi estudio del italiano, tomé clases de arte, religión y filosofía además del riguroso plan de estudio y trabajo. También hubo un interesante lapso, me fui a Guatemala por un año y estudié teatro en la Universidad Popular, fundada por Miguel Ángel Asturias, donde tuve una productiva y cálida estadía. Regresé a los EEUU para reanudar los estudios graduados y hubo aún otro lapso, esta vez a España por un año, para hacer investigación para la tesis, y eventualmente obtuve el doctorado en literatura de la Universidad de Kentucky. Desde entonces he enseñado español, cultura y literatura en varias instituciones en los EEUU: primero Berea College, en Kentucky, seguido de Eastern New Mexico University en Portales, Nuevo México, en donde encontré gran afinidad con los mexicoamericanos. En busca de verde y agua me fui a la lejana y fría Minnesota y después de una breve estadía en Vermont, ahora me encuentro enseñando en el Hostos Community College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), donde oigo el español a diario y convivo rodeada de diversas culturas trasladadas a este vértice del continente.

Durante todos estos años que llevo viviendo y trabajando en diferentes regiones de los Estados Unidos no he cesado de pensar en temas como el bilingüismo, el sentido de identidad personal, la creatividad artística y el biculturalismo. Desde mis años en Puerto Rico escribía, y todavía escribo, mayormente poesía, y mayormente en español, aunque también en inglés y algunos “en bilingüe”. Gran parte de mi ser se ha mantenido siempre “en guardia”, a la defensiva, y de la boca del lobo he llegado a ver sus entrañas, sentir el latir de su sangre, reconocer la individualidad de sus seres y hasta entender sus particulares expresiones verbales. Pero ha sido así mediante un latente proceso que todavía ando por definir y renombrar. Indefectiblemente a nivel personal tenemos que conceptuar y reconocer lo que sea nuestra identidad individual, social y comunitaria, y en términos de lo que hacemos y de lo que son nuestras funciones. En el caso particular de los “híbridos culturales” con diversos trasfondos geográficos, lingüísticos, filiales y culinarios, se multiplican los recursos y las expresiones que enriquecen y complican la esencia de la identidad. Por eso, al considerar la literatura y la gama de expresión artística puertorriqueña no me sorprende encontrar una dinámica fuerza que muta, transforma y busca renombrar el universo que nos rodea. Aunque todos formamos parte de varios grupos culturales, ya sea por el idioma que hablamos, el lugar donde vivimos, nuestra formación académica o la falta de la misma, la estratificación socioeconómica, nuestra edad, género y nuestras preferencias, en términos generales, la experiencia cultural compartida por los hispanohablantes en los Estados Unidos es la del bilingüismo y por extensión el biculturalismo.

En más de una ocasión he tenido la oportunidad de hablar con alguna persona que firmemente mantiene la opinión de que en realidad no existe el bilingüismo y que en el caso del biculturalismo se trata más bien de una confusión y una pérdida de identidad cultural. Estas personas no niegan que alguien pueda hablar y escribir correctamente dos o más lenguas, sino que afirman que no existe una verdadera interiorización o apropiación de las lenguas aprendidas en comparación a la lengua materna, que se aprende desde la niñez y que está impregnada de valores afectivos y hasta inconscientes. Yo no refuto que éste sea el caso de muchos que aprenden una segunda lengua con motivos prácticos y habiendo alcanzado ya una mayoría de edad, especialmente si el conocimiento de la segunda lengua no incluye una verdadera inmersión en el contexto cultural de esa lengua y su uso se limita a específicas circunstancias de trabajo, viaje o intercambio casual con hablantes “nativos”. No hay duda de que existe un correlativo entre el nivel de dedicación al aprendizaje de una lengua como segundo idioma y el nivel que efectivamente alcanza esta persona. Esta situación la vemos a diario nosotros los que enseñamos lenguas: el estudiante que se empeña, se esfuerza y estudia más, tiene mayor éxito que el que hace lo mínimo en su intento. Cuál es, entonces, la situación del mexicoamericano, del puertorriqueño que vive en los Estados Unidos, o del cubanoamericano, que se ha criado escuchando español en casa, entre amigos y parientes pero que vive rodeado de la influencia de la cultura norteamericana y quien aprende oficialmente el inglés en la escuela. Esta es una de las preguntas a considerar al hablar de bilingüismo y biculturalismo del hispanohablante de la sociedad estadounidense. Probablemente cada uno de nosotros podría contestar desde una perspectiva personal y particular, según sean nuestras experiencias y convicciones, y seguramente coincidiríamos de acuerdo en algunos puntos y posiblemente diferiríamos en otros.

Por mucho tiempo, y a manera de autoafirmación, yo me refugiaba en la noción de una sola lengua propia. Buscaba afincarme en mi lengua original y sentía la necesidad de establecer unas fronteras que mantuvieran una clara identidad cultural frente a la presión de un mundo angloparlante con sus costumbres, expectativas y diferencias. No me parece exagerado decir que para una persona boricua esta percepción está acentuada por el contexto político de una pequeña isla que ha pasado de colonia española a territorio estadounidense (como botín de guerra), a la situación política todavía indefinida del término de “Estado Libre Asociado” (“Commonwealth” en inglés), y que las Naciones Unidas ha definido como colonial. En mi caso particular, el temor a la preponderancia de la lengua y la cultura angloamericana podría compararse a la presencia de un espía que, a hurtadillas y buscando ganar mi confianza, estaba listo para aprovechar la ocasión de infiltrarse, minar mi entereza, induciéndome a la traición, ya fuera por convicción o por haberme cansado de mantener la retaguardia. Puedo pensar en dos razones para ese “estado de sitio” lingüístico-espiritual: el trasfondo histórico-político de Puerto Rico y mi profesión como profesora de español en los Estados Unidos; para sobrevivir y afirmar la identidad, tenía que preservar la pureza del idioma y la cultura en que nací. Poco a poco, sin embargo, fui descubriendo otra vereda lingüística que ofrecería un sin número de posibilidades y combinaciones donde podía residir “el ser”.

Al estar expuesta a otras influencias se multiplicaban las posibilidades de afirmar mi individualidad, me liberaba de patrones heredados y forzados, siempre y cuando me mantuviese en el estrecho camino de una cultura y un solo idioma predominante. En realidad, parte de mi decisión de ir a estudiar y vivir a los Estados Unidos era obtener una nueva perspectiva desde donde separar e identificar aquellos rasgos culturales que venían bien a mi persona, y abandonar otros que me resultaban limitantes, y en el caso de ser mujer, asfixiantes. Sin embargo, descubrí que no tenía que dejar de ser quien originalmente era, sino que podía diferenciar, seleccionar de entre ambas culturas e idiomas, mientras que personalmente “me re-creaba”, me enriquecía y se me abrían nuevos horizontes. Tengo que reconocer que es mucho más fácil hacer esta aseveración que llevarla a cabo, día a día. El aceptar el inglés como una manera alterna de expresión, y no como el instrumento de opresión que temía, fue una actitud clave en el proceso de mi enriquecimiento personal. Descubrí que hablar otra lengua me permitía un distanciamiento objetivo y emocional que facilitaba mi proceso analítico y diferenciador. No existían en el nuevo ámbito las trabas ni los tabúes conocidos, que se opusieran a mi crecimiento emotivo y psicológico, ni tampoco tenía que suscribirme a otros nuevos; en cambio, iba poseyendo una lengua que podía manipular en cierto sentido, más objetivamente, y que me ofrecía nuevos instrumentos de trabajo. Tal como lo es para el músico que se familiariza con la música de otros países u otras épocas, para el artista que explora con nuevas técnicas y medios plásticos, o para el tenista que incluye la natación en su entrenamiento, para afirmar su persistencia y relajar los músculos.

Una vez que pude adentrarme culturalmente al contexto del inglés en los Estados Unidos, que los chistes que compartían mis amigos también me hacían gracia, que podía soñar en la otra lengua y que llegué a comprender más a fondo el valor afectivo y a veces moral de ciertas expresiones y llegar a usarlas, es cuando me di cuenta de que existo entre dos (o más) culturas y múltiples maneras de expresar la totalidad de mi ser... y vi delante de mí un nuevo mundo de posibilidades de expresión. El expandir mi conocimiento del inglés dentro de un contexto cultural no se tradujo a una pérdida o empobrecimiento del español, porque lo he continuado hablando, leyendo y estudiando. Es verdad que a falta de uso se adormila cualquier talento o función que no pongamos en práctica: este es el caso del pianista que no toca sus escalas, del dibujante que no ejerce su profesión o del tenista que deja de jugar regularmente. Sin embargo, nos queda siempre una base a la cual se puede volver en cualquier momento y una fundación sobre la cual pueden construirse nuevos teoremas y combinaciones, nuevos edificios lingüísticos y posibilidades de expresión. Playas existenciales a las que podemos regresar y recrearnos.

Al hispanohablante en los Estados Unidos que tiene olvidada o adormilada la lengua heredada, yo le animo a considerar las implicaciones de reforzar y expandir su conocimiento del español, esa lengua de refranes y dichos de los antepasados, esa lengua que tiene olores a recao, cilantro, nuez moscada y canciones de otros parajes, esa lengua que ofrece un nuevo mundo de ensueños y también contradicciones, esa lengua en la cual puede refugiarse a veces y encontrar nuevas formas de expresión y posibilidades personales. Si, en cambio, tiene usted raíces más profundas en el español y todavía titubea, lucha y se defiende del inglés, le reto a que ponga a prueba su más fiel capacidad expresiva para lanzarse a descubrir otros universos emotivos y verbales. Le invito a cruzar el “río grande”, el ancho mar que le separa del otro idioma, porque en realidad no existen fronteras inalcanzables, sino en el alma, y pudiera ser que se recree de otras maneras y en otras playas.

De vuelta a las preguntas iniciales sobre la transculturación, resta examinar qué rasgos de mi cultura de origen quedan arraigados. En mis primeros viajes de regreso a Puerto Rico hubo quien me tildó de “asimilada” y se empeñó en hacerme sentir en que allá yo no pertenecía, por estar acostumbrada a otras formas de comportarse y de ser “americanas”. Sin embargo, para los estadounidenses no he dejado de ser hispana y muchos esperan que represente a todos los de mi raza. Mi caso no es uno de escape, o de absorción por la otra cultura, evidencia externa no existe: no me he desteñido el pelo ni la piel, no he cambiado mi nombre ni he hecho por perder mi acento hispano, ni el corazón me ha traicionado. Tampoco he permitido que el miedo ni el aislamiento hayan impedido mis logros profesionales. Soy boricua y todavía está presente en mí el profundo sentido de pertenecer a una gran familia isleña, y a la mía propia, y todavía mi sentido primordial de responsabilidad es hacia ellos. Todavía me rigen el sentido de dignidad y respeto por la vida y valoro la bondad como la máxima expresión humana. Todavía desconfío del sistema que pretende funcionar como máquina perfecta, y me incomoda depender de sus procedimientos impersonales. Me rige un profundo sentido de espiritualidad, aunque también lucho contra la pasividad del “si Dios quiere” y “la divina providencia”. Hija de María he sido, para rechazar la suprema autoridad del marido y reconocer la tensión entre padres e hijas. Estos son los datos, saquen ustedes el cuento.