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Dos filamentos

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Cerca de la media noche del sábado pasado una serie de disparos quebró el silencio de las horas finales del día. Primero fueron dos detonaciones, luego, el macabro ritmo de las armas automáticas continuó su eco hasta el fondo de los peines quemando las últimas balas, seguido del chirrido de los cauchos de un auto que se perdió a alta velocidad por las sombras. Todos, que no recuerdo ahora lo que celebrábamos en casa de los vecinos, reaccionamos con cautela. Aquello fue bastante cerca de la urbanización. Salimos despacio hasta el portón y a unos quinientos metros estaban los dos cuerpos. Fernando había salido primero que nosotros y estaba más cerca de ellos, no hacía diez minutos que Carlos, su único hijo, le había pedido el carro para ir hasta una fiesta bien cerca, casa de unos amigos. Afortunadamente no fue su turno. Los desarmados vigilantes de las urbanizaciones y hasta los que custodiaban la casa de un alto funcionario no salieron de sus garitas sino hasta escuchar el ruido de la gente que ya estaba en la calle. Fue necesario aguantar a los niños que con extrema curiosidad y con los ojos bien abiertos querían conocer de cerca lo que había acontecido. En la acera los cuerpos de dos jóvenes anónimos yacían ensangrentados. Los nervios de uno de ellos aún le hacían sacudir una de las piernas, pero ya eran parte de otro mundo. Nadie sabía si era un ajuste de cuentas entre malandros, si fue la policía con sus especiales técnicas para reducir la delincuencia o si era otro crimen de las nuevas mafias de los cupos petroleros, dispuestos a matar por un trabajo donde laborabas seis meses en el año para vivir disfrutando los otros seis y que ya se habían cargado unos cuantos. Lo cierto es que eran dos vidas perdidas que por azar o por milagro alguna vez crecieron nueve meses en el vientre de una madre, fueron paridos con dolor, amamantados de pecho y criados de niñez feliz o laboriosa hasta hacerse hombres, amados por sus familias o por alguna mujer, de la misma manera que sus verdugos. No pasarían de treinta ambos, uno más joven que el otro.

Los primeros en llegar fueron el periodista y su fotógrafo, sabuesos que huelen primero que nadie a los muertos. Tomaron varias fotos, un par de notas, unas preguntas a los vecinos y listo, cosas de rutina. La patrulla llegaría una hora después para decir que esto ya no era asunto de ellos y que ya le correspondía a la policía científica levantar los cadáveres y comenzaron a llamar por la radio y sólo se quedaron para evitar que los perros de la calle se abalanzaran sobre los cuerpos. Una garúa pertinaz comenzó a caer en la madrugada y nos retiramos. Por la calzada corrió un par de hilos de sangre llevados por el agua de la lluvia que nos siguieron hasta el portón de la urbanización. De allí siguieron los dos filamentos hasta caer en el agua del arroyo, desde allí el flujo los fue llevando en forma paralela, sin tocarse el uno al otro, hasta el río. Ya en el cauce bordearon los cúmulos de boras amontonados en las orillas, esquivaron los peñeros de los pescadores que partían hacia el mar. Al amanecer tocaron el oleaje donde se mezclaba el agua dulce del río y la salobre del mar. Mientras, en un lugar ya distante llegaba la furgoneta de la policía científica al sitio de los acontecimientos, de la misma bajaron dos funcionarios. La frecuencia de su trabajo los hacía parecer autómatas. Uno de ellos, el más alto, tomaba las fotografías desde distintos ángulos y acercamientos. El otro, bajo y gordito, se puso los guantes de látex y comenzó a buscar los orificios de las balas para luego llenar una forma sobre la tabla de anotaciones.

—Mañana viene el ministro —dijo el más bajo.

—Sí, ya lo sé —respondió el alto—, otra vez a ponerse el disfraz y a darse golpes de pecho por la revolución.

—¿Y el aumento?

—Ni lo menciones, todavía no hay elecciones.

—Aumento sólo para los militares, en Bolivia.

—¡Qué mierda!

Los dos funcionarios dibujaron con tizas el borde de los dos cuerpos sobre la acera, montaron los cadáveres anónimos en un par de cestas y luego en la furgoneta, se quitaron los guantes de látex y los dejaron tirados al lado del par de charcos de sangre, los perros callejeros luego se los llevarían en las fauces.

Con la luz de la mañana los dos hilos de sangre se habían hecho bastante largos, jugaron a hacer rizos en el oleaje de la playa para luego adentrarse en aguas más profundas de la bahía. Los bancos de peces danzaban alrededor de aquellos extraños filamentos de un rojo brillante que no acostumbraban ver entre el lastre de los buques petroleros anclados y a la espera de su porción del negro pastel del petróleo. Un par de tiburones se acercaron, buscando inútilmente la fuente de aquel olor que los atrajo. Cruzaron cerca de un barco libio fondeado, de donde aún manaban los restos de vacas importadas que sólo alimentaron el insaciable apetito de la burocracia. Las aguas se hicieron azules y verdes más adelante, hacia los lados de las islas. En una de ellas el yate solitario de aquel gran empresario que conocía como nadie la manera de manejarse con cualquier tipo de gobierno, para él, al fin y al cabo, sólo eran políticos y ya tenía en su cartera casi todos los grandes contratos de la zona. En la proa de la lujosa nave, como invitado especial, el funcionario, sentado sobre una silla de extensión, con una mano llevaba el habano de la boca hasta reposarla en la pierna, con la otra daba una mirada rápida a los diarios, a un lado de los periódicos un vaso de whisky de mayoría de edad. En el agua, su empleada de turno nadaba con unos hilos dentales que poco dejaban a la imaginación. En la última página del diario que tenía en sus manos la foto de los dos cadáveres resaltaba sobre otros crímenes de menor encabezado.

—No sé hasta cuándo van a seguir estos diarios con esta guerra mediática, mi jefe no quiere saber nada de esto, se arrecha si se lo mencionan —dijo el funcionario al empresario.

—Pero por qué sigues leyendo esa porquería, lee el mío —en la última página del otro periódico una chica en traje de baño sonreía con pícara mirada hacia al lector.

—Vamos a tener que seguir comprando más imprentas —dijo el funcionario.

—Me parece una excelente idea.

Por la escalera del yate subió la empleada de turno, del agua cristalina emergió el voluptuoso cuerpo de quien ya era presidenta de una fundación benéfica aun sin contar con una preparación adecuada. Sobre su cabellera rubia dos mechas de color rojo resaltaban a la luz del mediodía.

—Mi amor, se te está cambiando el color del pelo por el que le encanta a mi jefe —le dijo el funcionario—, eso me parece magnífico.