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El despojo

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Mediodía del sur, absoluto y ardiente. En el trayecto, se vende coco de agua, dulce de Paya, plátano barahonero, mango banilejo...

—¿Nos detendremos en las dunas? —preguntó Fifa.

—Ay, chica, no, el despojo en la playa es lo primero (sonrisa bondadosa) —dijo Helen.

Zelda, sentada a su lado, asintió. A Emiliana le daba igual. Fifa, ni modo, estuvo de acuerdo, ombligo que se mira a si mismo, lentes de sol y pañoleta de seda comprados en una venta de garage en Québec, año ’72.

A un lado de la carretera, aparece un camino. Uno como otro cualquiera, sin ningún letrero que indique a dónde va.

—¿Qué habrá yendo por ahí? —pregunta Helen, curiosa, y algo en su cabeza le ordena desviarse, a pesar de que la playa se encuentra transitando en línea recta. Pero al instinto hay que ponerle atención, así que frena, echa hacia atrás, y gira en dirección a la vereda, levantando un polvo rojizo y luminoso que le recuerda a Fifa una visita que hizo hace años a una zona desértica de no se acuerda cuál país, y sin querer fue a parar a una aldea peligrosísima llena de... pero mejor se calla, porque se siente molesta. Se está perdiendo la democracia en este grupo, piensa. El despojo es lo primero, acaba de decir Helen, y de buenas a primeras vira hacia este camino, porque le da la gana, sin consultar a nadie, sólo porque algo en su cabeza se lo dictó. Mi opinión ni la de las demás cuenta, uno no puede decir nada porque se trata de ti, Helen Montero, le reprocha en silencio la bruja radial, sentada en la parte trasera junto a Emi.

Aunque total, no era ella la que estaba gastando varios galones de gasolina en aquel paseo. A lo mejor esto formaba parte del despojo, ir por este camino escabroso que la yipeta de la Montero alisa, y da la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que una yipeta como esa anduvo por allí.

Iban sin saber hacia dónde flotando en una nube de polvo, con el aire acondicionado a toda capacidad, protegiéndolas de la candela exterior. Media hora después se detuvieron en una capilla de piedra, tan rústica, que parecía hecha a mano por los moradores. Pero cuáles moradores, dónde están, no hay nadie, sólo cambronales y espinas y un silencio peor que sepulcral. Alrededor, los pocos árboles, siniestros y torcidos, crecían sin la recompensa de la lluvia ni el más mínimo oasis donde renacer, y la brisa, más que brisa, era un gran soplo de fuego.

Se quedaron las cuatro metidas en la yipeta, mirando la capilla reverberar bajo los rayos solares, como un santuario alzado a mitad del infierno, hasta que Helen, orgullosa de su descubrimiento, hizo que se desmontaran. Ya sabía ella que cuando un lado de su cabeza le decía “vete por ahí, Helen”, por ahí es, chicas.

—En esta capilla es donde comenzará nuestro despojo, ¿qué opinas tú, Zelda? —preguntó la mujer de negocios esotéricos a su compañera de asiento.

—Me parece bien, Helen —contesta la terapeuta, quien hasta el momento no ha dicho casi nada, metida hasta el tuétano en sus adentros, secuestrada en sí misma, indiferente al mundo que le rodea.

Fifa, en cambio, se sintió maravillada con esa capilla en un lugar sin verdor donde apenas puede uno creer que subsistan las piedras. Se acordó de una capilla parecida que alguna vez visitó en un viaje que hizo a Guanajuato... ¿Guanajuato queda en un desierto?, se pregunta, ombligo en la mirada, macuto donde se apresta a echar piedras de diferentes tamaños para ponerlas de adorno en su casa, porque en tiempos de crisis todo lo que salga gratis lo tenemos que aprovechar.

Pero qué lugar tan desolado, pensó Emi. Ni casas, ni gente, ni ruidos, ni nada. Escalones arriba, hace hambre. Cierto que durante el trayecto, la más joven del grupo se ha comido todo lo que le brindaron, pero ella es así, siempre tiene hambre. Y no era que en su casa no le daban comida cuando chiquita. En casa de su abuela de crianza siempre apareció qué comer. Como una especie de milagro, a veces, pero aparecía. El hambre de Emiliana parecía más bien ancestral. Zelda opinaba que era un hambre psicológica producto de algún vacío emocional. O un hambre de tipo estructural, como la de la cara del San Martín de Porres que encontraron dentro del santuario.

—Ay, pero qué maravilla, yo sí estoy fascinada —exclama Fifa—. Este sí es un San Martín de Porres auténtico, un San Martín de Porres pobre de verdad, gracias Helen por traernos aquí, esto no se ve todos los días, qué San Martín de Porres tan bello, ¿y qué es lo que dice en este letrero? Ah, que echen sus contribuciones para la comunidad en la alcancía de hierro (ríe y bate los hombros), y yo que pensaba pedirle al santo por mi propia prosperidad, que bastante bien me caerían unos chelitos en este momento, unos cuartos caídos del cielo para pagar la mensualidad de mi programa radial, San Martín de Porres (lo mira directo al ombligo), ¿tú me estás oyendo, verdad?

Helen descubre que en la parte trasera de la capilla hay un confesionario. Se vuelve loca recordando sus vidas pasadas en las que fue monja de clausura. Toma su celular y le pide a la bruja radial que le tire una foto arrodillada allí, en aquel confesionario hecho de piedras, con las manos unidas y la cabeza baja, y Zelda haciéndolas de confesor. A Emiliana le pidieron que posara a un lado de la escena, con cara de mendiga.

Se divirtieron un rato intercambiando poses. A todas les corría el sudor, a pesar de las pañoletas, los sombreros, los lentes de sol y las botellas de agua mineral, y todavía faltaba más de media hora hasta llegar al mar. Ya se iban, cuando Helen comentó que no podían marcharse sin antes hacer su contribución monetaria en la alcancía de hierro colocada a los pies del santo de los pobres. De no hacerlo, podría perseguirlas de por vida un mal karma. Sacó un talonario de cheques de su elegante carterón de ir a la playa, e instó a las demás a que hicieran lo mismo, pero Fifa se le rió en la cara.

—¡Pero yo estoy para que me den a mí! —dijo.

Zelda alegó no tener dinero menudo, “y ni sueñen con que Emiliana disponga de un solo centavo”, pero la muchacha, por dignidad, introdujo las manos en los bolsillos de sus jeans a ver qué aparecía, instante mágico en el cual algo cambió dentro del solitario panorama circundante. Como salidas debajo de las piedras, comenzaron a brotar pequeñas y estrafalarias criaturas, tres aquí, cinco allá. Fifa calculaba que la mayoría no sobrepasaba los siete años de edad, o tal vez carecían de edad porque se la había borrado por siempre la penuria. La miserable comparsa infantil se lanzó en primer lugar sobre la mejor vestida, la de las uñas pintadas de rojo, la de la cara de reina, la de la sonrisa bondadosa, la que se veía más rica, aunque ante sus ojos todas parecían ricas, cuatro ricas visitando al santuario de los pobres, pero muy especialmente esa, la del talonario de cheques y el carterón playero, y en un acto instintivo, sin pensarlo dos veces, se aferraron a Helen en un ruinoso afán de pedir algo, “doña deme algo, doñita deme algo, mire señora, usted misma, mujer, señorita, lo que sea, deme algo”.

Hasta entonces, Emi juraba que la pobreza era una cosa maloliente que repollaba en los callejones citadinos alimentándose de sí misma, algo al menos húmedo y mugriento, pero vivo; su propia abuela contando los chelitos, su propia pobreza de recursos buscándosela a costillas de una esperanza, no esta escena infrahumana hecha de piedras, polvo y nuevas pieles envejecidas blandiendo las manos con ansia entre la brisa caliente. Creía que el hambre era la zozobra estomacal de unas horas, de un instante, no una cosa alojada por siempre en las pupilas. Creía que el hambre verdadera se encontraba lejos, propiedad de un grupo de etíopes; o cerca, marca de fábrica de los haitianos que salen en los noticieros. ¿No había escuchado decir que a pesar de la tan cacareada crisis, la economía del país se encontraba saneada? De ser así, entonces, ¿qué rayos eran la crisis, la economía, la pobreza, la sa-nea-ción?

—¡Cierro mi aura! —dijo en voz alta Helen, mientras se visualizaba inmersa en una burbuja impenetrable, pero su automático cierre de aura no impedía que aquellas criaturas continuaran brotando de entre las piedras como auto-reproducidas, con su cara de no niños y su desnudez famélica, llenos de mala energía, olorosos a esa pobreza bien pobre que da náuseas contemplar, “así que vayámonos de aquí enseguida, chicas, que nosotras no tenemos la culpa de este karma”.

Fifa dice que contemplar tal escena le parte el alma, “pero imagínense, es poco lo que uno puede hacer, salvo enviarle mucha luz divina a esta gente, aunque a lo mejor un día nos animemos a hacer una colecta para traerle comida, ropa y medicinas en nombre de nuestro Club de la Espiritualidad”, ombligo bizco que intenta tocar a sus amigas en el centro mismo de la compasión.

Zelda opina que llevar de cada año un día unos cuantos trapos y dos o tres cajas de alimentos es tan sólo un paliativo inútil a esa situación, ya que así siempre habrá pobres en el planeta, además, no podemos convertirnos en un club de la caridad ni contribuir a que en este país la gente no trabaje, aparte de que no es recomendable involucrarse con el karma ajeno; por lo que siguen saliendo por debajo de las piedras más criaturas hambrientas, hasta el punto de que la Montero decide bajar de prisa y de un modo tortuoso y sin elegancia las escalinatas, tanto como se lo permiten las criaturas que como a una diosa parecen suplicarle vida. La negociante esotérica sigue bajando de prisa, pero le sale al encuentro, de frente, otra rumba de miserables, esta vez, mujeres preñadas ya casi ni en los huesos a las que apenas se les distingue el vientre porque el resto del cuerpo es sólo un espejismo, seguidas de ancianas de encías desnudas y pelo enmarañado color cal, que se abalanzan a sus bellos pies y la tocan, pidiéndole únicamente algo.

Qué desastre de mundo, se dijo Emiliana, con ambas manos metidas en los bolsillos, mientras Fifa le espantaba a Helen los niños y las mujeres con su pañoleta, so, so, so, como si fuesen gallinas. Zelda se colocó unos lentes de sol, dispuesta a hacerse la ciega. Ya ella fue comunista en su juventud, y sabía muy bien de qué se trata todo esto. La visión de ese grupo de miserables sólo servía para confirmarle que lo suyo no era hacer trabajo social ni nada parecido, sino el acompañamiento espiritual, pero a otros niveles. Y ahora más que nunca se sentía dispuesta a ir en pos de su meta, que bien que se lo merecía, no sólo por ella y su karma, sino también por el karma colectivo, por tanta gente que necesita apoyo para trascender más allá de la materialidad, por lo que debía transmutar esta y cualquier otra visión negativa que le restase energías. Estaba convencida de que su destino era distinguirse como algo más que una simple terapeuta del Tercer Mundo. Deseaba convertirse en una moderna chamana reconocida a nivel mundial, así que desde ese instante, bajando en silencio por entre las escalinatas, se encaminaba resuelta a serlo.

Qué mierda de mundo tan insensible, se repetía a sí misma Emi. Qué dura realidad. A quién coño será que pertenece. Quiénes la fabrican. Cuál es su raíz. Cómo aliviarla. Cómo matarla, incluso. Sintió un estrujón en el pecho, algo que se le restregaba dentro, removiendo una cosa pesada, como si de repente su alma, liberada de una vieja coraza, sufriese un súbito estirón. En cuestión de segundos, tocó fondo. Pisó tierra. Perdió el hambre. Tragó en seco. Vio la sed de socorro en los ojos de aquella pequeña multitud, y supo que sus amigas del club tenían razón, daba vergüenza que en sus 28 años de existencia no había hecho nada significativo, salvo vivir para sobrevivir y para que haya más gente, más bocas, más estómagos en el planeta, mientras tantos seres ahí cerca carecían de todo.

—¡Van a hacer que la pobre Helen se tropiece! —rió Fifa, con la intención de quitarle dramatismo al momento, que ella gracias a Dios, a su edad sabe de sobra que cada quien es pobre a su manera, lo importante es no reflejar esa pobreza también en lo espiritual.

—Apúrense, chicas —atacaba la Montero, buscando de prisa la llave de su yipeta, con miedo a que la turba fuese capaz de caerle a pedradas, que quizás el hambre les daba fuerzas para eso y más.

Ante la vista de Emi parecía una total afrenta la yipeta del año color oro colocada en el mismo trayecto del mediodía del sur.

—Vámonos, chicas —volvió a gritar Helen ya casi a punto de meter la llave en la máquina y abrir la puerta, pero una anciana insiste en impedirle el paso pidiéndole en un hilo de voz que le dé algo, “algo o la mato”, parecía reclamar con la mirada a pesar de su voz indefensa, seguida de una docena de mujeres decrépitas de vejez, preñez y hambre, gritando “linda dame algo”, y la sujetan por donde pueden, con ganas de comérsela viva, mientras Helen responde dando un portazo sin sonrisa alguna, con un seco no hay.

&&&

Lograron salir con vida del lugar. Llegaron a la playa. Cuando se sentaron en círculo de espaldas al mar deseosas de iniciar por fin el despojo, el sol de las dos de la tarde les acribilló las espaldas, las penetró por entre los sombreros y los cráneos, calentándoles el cerebro, como bien exclamó Fifa, que parecía una extraterrestre, con el pelo hacia arriba, y los lentes de sol en las narices, metida en aquel bañador florido, comprado en Portugal durante una barata de invierno, año ’68.

—Este sol está mortal —dijo Helen.

Decidieron romper el círculo y recoger sus motetes. Azuzadas por la arena caliente, se metieron en una enramada a medio construir, donde por lo menos hacía sombra. Pero qué le pasa a Emi que se ve tan pensativa. La más joven del grupo quisiera caminar, irse lejos. Tanta pobreza la dejó chocada. Pobreza no. Nada. ¿Por qué Dios lo permite? No, no es Dios quien lo permite... ¿somos nosotros? Había oído hablar de ese y otros temas en varias de las tantas reuniones de este Club de la Espiritualidad al que casi forzosamente pertenecía, pero nada la había sobresaltado tanto como la tétrica visión de aquel gentío hambriento.

Había leído varios libros de autoayuda, pero ninguno la preparó para esto. Ahora sólo desea marcharse. Las demás no estarán de acuerdo, y no tiene en qué irse, así que calla. A su alrededor, Fifa y Helen hablan del pescado acompañado de ensalada verde y plátanos maduros fritos que venden por acá. Parecen animadas, incluso Zelda, a quien le asienta bien ese aire de renovada y adorada esfinge, ese salitre encendiéndole los párpados, sentada sobre un banco de madera, mirando el mar, que ya no le fascina, y sólo logra recordarle que nació aquí, justo aquí, en esta isla de la que definitivamente tenía que marcharme, en busca de su verdadera proyección, pues todo aquí era ya pan comido para su conciencia. Pensaba pues, como primera parada de su nuevo sendero espiritual, emprender un viaje sagrado al Macchu Pichu, o algo así. Se alejaría de aquí con tal de satisfacer su deseo de encontrarse con la misión trascendental y única de la que se sabía merecedora. Helen, a su lado, se puso un hermoso pareo, y se movía de aquí para allá, muerta de la risa, dando gracias a Dios por su riqueza.

—¿Cómo vivirán los pobres? —bromeaba la mujer de negocios esotéricos, y la sonrisa bondadosa se le disolvía en voluptuosas carcajadas. Por primera vez en su vida, las dos voces en su cabeza se pusieron de acuerdo al preguntarse: ¿la vida es un carnaval?

Fifa, que aunque parezca difícil de creer no miraba hacia el ombligo a nadie, estaba determinada a abandonar el grupo para montar tienda aparte. Ya no se sentía protegida en este Club de la Espiritualidad. Demasiados egos juntos queriendo coger a Dios por una pata. Ella bien puede fundar su propio club, pues Fifa Cruz también tiene un nombre dentro de la historia de los aportes a la espiritualidad en este país, caramba. Basta con llamar a unas cuantas amigas suyas, y hasta es probable que incluya a algunos varones en la lista, por qué no. Sería de lo más interesante incluir hombres en su nuevo grupo espiritual. El yin y el yang unidos en un verdadero grupo para la reflexión y el crecimiento, dentro de un ambiente protegido, donde cada quien se sienta a gusto. Las reuniones serían en su casa, por supuesto. Hoy mismo, cuando termine todo este asunto del despojo, hablaría con Emiliana para que la ayude a convocar en estricto secreto la primera reunión. Emi que se ve tan rara y decaída es porque tampoco le interesa pertenecer a este club. A Helen que se quede sola. Sí, se llevaría a Emiliana. Al fin y al cabo, fui yo quien la traje a este grupo, pensaba la bruja radial.

Helen insistió en que prefería comer y luego hacer el despojo. Así lo hicieron. En el restaurante playero donde almorzaron, ella y Fifa comieron hasta irse de boca, con unas cuantas cervezas bien frías incluidas. La música se oía a todo volumen; eso, y la llegada de numerosos paseantes, montados en carros públicos, yipetas, guaguas, motoconchos, camionetas, convirtieron aquello en un ruidoso berenjenal.

“Así es el mundo”, pensó Emiliana. “Ruidoso y elemental”. Nunca había sacado un pie de esta isla, es cierto, por tanto, no tenía elementos de comparación, pero para ella, el mundo, donde quiera y como quiera, era el mundo. Quería desasirse de él, huirle, y al mismo tiempo entregárselo todo, poco o mucho de sí. Pensar sólo en sí ya no le parecía aceptable. Dar lo mejor de sí al mundo, sin pertenecerle, era en ese instante su mayor necesidad. Despojarse de sí, claro, cómo no lo había pensado antes, era su verdadera vocación, su razón de ser, y al fin lo había descubierto. Ayudar a los más necesitados. Volcarse en su desgracia. Proteger la inocencia. Cuidar a los ancianos. Dar de comer a los enfermos. Ingresaría a alguna congregación, una Orden religiosa, una oenejé o un grupo de voluntarios donde necesitaran gente que ayude, sin importar sacrificios. No le resultaría difícil, acostumbrada a vivir de lo que aparezca. No era, sin embargo, un impulso místico lo que la arrastraba, sino un deseo inmediato de saciar la más pura y simple solidaridad. Ya había jangueado demasiado alrededor de toda la geografía nacional, y nunca soñó con fama ni fortuna. Nada la ataba a ningún lugar, ni una pareja, ni un hijo, ni un trabajo. Podía pasarse la vida entera jangueando, y hasta el momento, estaba convencida de que esa era su tarea en la vida: janguear. Sin embargo, ¿no le apetecía más colocar su granito de arena a fin de poder aliviar tanto dolor ajeno?... ¿O quizás toda esta crisis de conciencia no era más que un capricho, una inútil y pasajera necedad producto precisamente de su falta de oficio?

Se vieron obligadas a partir antes de lo previsto. La playa se puso fea, llena de tígueres e intranquilidad. El despojo fue hecho, no del modo previamente calculado por Helen, sino como lo fueron dictando las circunstancias, los ánimos, y la Naturaleza. Se encapotó el cielo y se desató una brisa incómoda que alborotó al mar y levantó la arena. Bajo truenos y relámpagos, con los primeros goterones de lluvia cayéndoles encima, las cuatro integrantes del Club de la Espiritualidad salieron corriendo hacia sus respectivos destinos, despojadas.