Artículos y reportajes
Puntos de fuga

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Antes que nada convendría hacer aquí una precisión, una advertencia acaso con respecto al enunciado de este libro, La tristeza del eco; he de advertirles que no se dejen influenciar por la melancolía que este título entraña, no hay eco (o ecos reconocibles) en esta voz que lo sustenta, aparte, claro está, de las citas que abren los diferentes apartados del mismo. Existe en estas páginas una modulación personal, una radical madurez que sabe atrapar y seducir al lector en los sucesivos y reflexivos planteamientos concebidos desde el punto de fuga de la extrañeza. Las palabras existen, al margen de toda verbal imaginería, como sustancia poética y esencia, fuera también del artificio retórico, sólo en función de esa voz, personal, reconocible, no de los ecos.

Aunque aparentemente este libro señale lo que a otros autores contemporáneos seduce y, lo que ya en su tiempo, atrapó a Baudelaire: (“Un relámpago, luego la noche”) la condición urbana del paseante extrañado, el deambular existencial del extranjero, siendo a la vez uno y múltiple, por laberínticos y difusos espacios donde realidad y sueño se entremezclan. La idea del viaje; un no-lugar, una tierra de nadie, un vacío de tintes urbanos, aunque la naturaleza en ciertos poemas también se halle presente, donde de pronto todo puede acumularse o revelarse. Hasta aquí un recurrente motivo de la modernidad o posmodernidad, como se quiera. También nos hallamos ante una ortodoxia verbal, de concisión y limpidez de forma, junto a una potente estabilidad lingüística que sabe muy bien conducir al lector a través de la cartografía sabiamente trazada por la palabra poética. Madurez, por tanto en un autor joven y autorizado, de alguien que sabe manejar expertamente las herramientas del lenguaje contenido.

De ahí nuestra particular extrañeza cuando constatamos que es el primer libro que Àlex Chico publica, aunque sepamos bien de su sólida formación universitaria. Álex es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Salamanca y doctorando en la Universidad de Granada donde prepara una tesis sobre la relación entre el cine y la literatura. Y su vinculación con la revista de humanidades, Kafka, de la que es codirector, aparte de ejercer la enseñanza de literatura en un instituto aquí, en Barcelona y ser asimismo autor de artículos diversos y de crítica literaria en varias publicaciones.

Dividido en tres apartados o capítulos, con citas de autores que ayudan a una mayor comprensión en el iniciático recorrido, La tristeza del eco es un poemario en apariencia (subrayo la ambigüedad del término) circular donde la extrañeza o el desarraigo, el amor y el retorno, remarcan la trayectoria utópica de un personal itinerario. La búsqueda hacia la identidad que se hurta, la necesidad, después del conocimiento, de una nueva forma de pureza expresiva, la constatación de que todo ha sido ya nombrado por las generaciones anteriores a través de los siglos: eco de ecos, la tristeza de no poder hallar la palabra primigenia que devuelva el sueño fundacional de los orígenes, el lastre de los restos del pasado o, como Sísifo, la piedra que una y otra vez transportamos o el palimpsesto que se reescribe a perpetuidad, la búsqueda del añorado paraíso en la intocada luz de la escritura. Ser de nuevo analfabeto y poder crear, fundar el nombre señalando la vida en cada cosa... La imposibilidad de la génesis, de la emoción única en plasmar algo no dicho, nuevo, esencial o no contaminado por palabras eternas o por palabrería (Palabras, Polonio, palabras, palabras). En esa búsqueda donde, como en este caso, el poeta se implica sabiendo de la impotencia y la intemperie para finalmente retornar, cerrando el anillo, al silencio sonoro —“Debes escuchar nuevamente el silencio / la soledad sonora en la que habitas”— comenzando de nuevo lúcido y sin falsas expectativas sabiendo que un espacio-otro será el mismo espacio y que una ciudad representará otras muchas ciudades y que un poema remitirá siempre al Poema. Al eterno Poema... ¿Dónde entonces radica la esencial heterología de esa fuga o elipse, de ese juego de espejos que subyace en el fondo o trasfondo del libro? Sencillamente en que el poeta necesita de ese emocional alumbramiento, que no deslumbramiento que es concepto distinto.

La poesía de Álex Chico llega envuelta por un lenguaje exacto y contenido, de imágenes muy nítidas, poesía de equilibrios ajena a luminarias o alharacas, y ahí, desde esa contención percibimos el trasfondo del misterio que la palabra oculta.

Pese a la tersura y concisión en el lenguaje y a la nada críptica exposición del discurso poético, desde los inicios ya nos damos cuenta de que nada es lo que parece. Hay secuencias de planos y contraplanos que desorientan al lector, en este caso el compañero atento y receptivo que sigue las previstas o entrevistas huellas. “Detrás del muro hay siempre otra muralla” —nos advierte Chico. Como las matriuskas cada imagen contiene otro silencio. Otro hurtado secreto tras una nueva clave. Ya los primeros versos de apertura encierran la complejidad de un conflicto. Otro enfoque distinto del trayecto: “Lo más extraño del viaje / —dice— es no saber hacia dónde se regresa”, y en ese enigmático “se regresa” observamos que la búsqueda se dirige hacia el interior y que una palabra puede dejar de serlo y convertirse en fuga o ser vacío. La paradoja reside en que el límite del lenguaje puede muy bien señalar lo ilimitado.

No hay tregua ni respiro, la infancia se conjura en “el color que no se escapó de la memoria” o en “la luz invernal de las ventanas” pero esa “nostalgia transparente” que resbala como lágrima o sueño, aunque se halle traspasada por la sensibilidad emocional del recuerdo, será también otro ilusorio espacio fronterizo, algo mental y fugitivo, y el poeta nos mostrará otra “imagen imprecisa de sí mismo”, puesto que la nostalgia que lo habita, o la ciudad que habita, sólo está en la palabra formada, como todo, como la ciudad misma, o como la memoria, de fragmentos dispersos.

Lúcido, consciente de su propia emboscadura, sabe que ese árbol transplantado le permite ver alguna vez el bosque, que algún rayo de sol focaliza una nueva pureza en la palabra viva e ilumina de pronto las entintadas sombras con una nueva marca, un nuevo referente, un nuevo hito abriendo otro camino que alguien transitará a su vez iluminándolo.

Frente a la perfección del círculo, la liberadora, inesperada elipse, dos figuras geométricas, en este caso literarias, que él se encarga de remarcar: “Ahora la elipse es espacio / fundado en mi memoria” dice en el poema “Círculo” y, en “Elipse”, por el contrario, afirma invirtiendo la imagen: “Paseo hasta aquí conciliando una huella, / más allá de las constantes / que han fundado mi vida / como un espejismo y, claro está / como otra mentira”.

No hay duda de que en este juego de contrastes nada hay de azaroso ni casual si no es en la aventura del espíritu, Álex Chico demuestra conocer bien los postulados de Kepler al oponerse a Galileo, la subversión del orden en la elipse que envuelve a Caravaggio o a Bernini, donde las palabras vacilan, el juego erótico, el movimiento, lo lúdico, la ausencia de la serenidad, frente al reposo del orden clásico del que hablaba Aristóteles en su Metafísica, presente en ese círculo, superador del caos o del propio tiempo, el orden circular, y la borgiana esfera, por otra parte esfera de Pascal, blancura de la página mallarmeana, movimiento y ausencia, reflexión y ruptura. Todo cabe en un todo, en el vacío transitable, en el silencio y la palabra, en la Poesía. Solitaria y de todos, asequible y esquiva, parecida al amor como subraya el poeta, para el lector avezado, entre líneas, en la parte central de La tristeza del eco.

Coexisten diversos procesos —aunque el libro se cierre con el magnífico “Epílogo” del poema final, en un todo unitario. En este recorrido se halla la desconfianza hacia el lenguaje, hacia la palabra misma, hacia la creación, hacia la semántica: oficio y herramienta con que expresar lo puro, lo que brota de fuente más recóndita, lo que nace de sí: lo inapresable pero también la confianza en la conciencia creadora. Paradójicamente el verbo también puede alzarse como emblema de lo que surge en territorio aún virgen, en las redes electivas y en las “correspondencias” que Gracián propugnara, está el abrazo, la unión que el círculo proclama, roto, en la fuga de la elipse hacia el olvido. Exiliada y a tientas avanza la palabra, cercada por los ecos, ex céntrica, condenada a ese vértigo incesante de murmullos, de divagar por este laberinto o por esos espacios de fugas discontinuas. Lo mismo que el viajero, consciente de saberse nómada y fronterizo, sin paz de fondo herido o vulnerable.

Tras las sombras atraviesa el poemario una límpida luz; esa serenidad que irradia siempre lo reflexionado, lo que el silencio oculta y cede la palabra, el lugar que intuimos. Una voz que se escucha y que se escuda en esa radial secuencia de las dobles lecturas de las distintas perspectivas dentro de un mismo ámbito. El ser más que el decir, y el ritmo interno formado de conocimiento y de sensibilidad, de incertidumbre y lucidez, de desconcierto y afán de plenitud. Como en uno de los cuadros de Hopper, miramos la clara transparencia de un espacio, y al solitario ser humano que lo puebla, pero nunca sabremos nada de su interior, de esa mirada absorta que no nos corresponde que está cerca, y tan lejos, del que mira.

La conciencia esencial de la voz distanciada —y tan cercana— que aporta el transeúnte solitario que percibe, entre la sombra gris y acristalada, casi como condena, La tristeza del eco.

 

Poética

Escribir es defenderse del lugar que se habita. La única manera de resguardar la habitación vacía. Y de protegerse, al cabo, de uno mismo. Porque en ese diálogo a oscuras se establece una comunicación con lo que ya no somos, con lo que fuimos.

Escribir es ocupar un espacio desconocido por sobradamente cercano (Hay también lo invisible, Gil Albert). Un diálogo en penumbra con la frontera. En esos márgenes que delimitan la incierta presencia de la memoria.

La escritura es, al final, un pequeño ejercicio de resistencia. Una respuesta a esos sapos reales en jardines imaginarios (T. Capote).

No sé por qué escribo, pero sé que sería mucho peor si no lo hiciera (Auster).

 

Ciudad del hombre

me pregunto
por qué sé describir tan justamente
ese país en el que nunca he estado.
Juan Antonio González Iglesias

Volvería a este lugar
si lo hubiese habitado.
Buscaría mi exacta conciencia,
recordando nuevamente mi rostro
en cada esquina.
Ocuparía el atardecer
para que la ciudad me retomara,
rescatándome desde la tierra,
si pudiera,
como a un hijo suyo.
Si perteneciera a este paisaje,
plegado entre los valles que la concentran,
la voz de algún pariente me reconocería,
y volvería a hablar conmigo.
Yo me sentiría un ser prolongado,
asumido entre su especie.

Pero nunca he habitado este lugar,
mi paso por aquí no es más que un espejismo.
No he construido esta tierra,
ni puedo ocupar —es imposible— el silencio que la nombra.
Las aguas que la circundan no me pertenecen
y las voces que creí escuchar de mis parientes
anuncian, en otra ciudad, el final de este viaje.

(de La tristeza del eco).