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Ceremonias de interior y Carreras delictivas

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Esa vieja y extraña costumbre de la buena literatura... esconderse.

“Carreras delictivas”, de Juan Sebastián Cardenas, y “Ceremonias de interior”, de Ignacio Ferrando

Es común por estos días, al menos si consideramos el caso colombiano, encontrar publicidad que invita a cultivar el hábito de la lectura. Bogotá, como sabemos, fue distinguida el año anterior con el título de capital mundial del libro. La publicidad en este sentido, como sabrán o imaginarán, abunda. Se diseñaron estrategias. Se programaron jornadas de lectura. Se organizaron encuentros de escritores. Se fortaleció la red de bibliotecas. Se repartieron libros, en calidad de préstamo, en las estaciones de Transmilenio. La sobrina de un amigo, a quemarropa, me contó que quería empezar a leer y me pidió que la aconsejara; por dónde comienzo, fue exactamente lo que preguntó, y se quedó callada sin dejar de mirarme. En ese momento pensé en la eterna disyuntiva de muchos de los ávidos lectores: leer clásicos de la literatura o leer a escritores contemporáneos. Muchos, por política, son reacios a leer la obra de un escritor sólo por el grave pecado de estar vivo; la buena literatura, dicen, como los buenos vinos, sólo aflora luego de que el tiempo haya cumplido su riguroso trabajo de decantación y añejamiento. Yo, aunque he sido muy ecléctico en mis lecturas, descubrí en ese momento que en cierto modo había restringido mis lecturas. He leído clásicos así como contemporáneos; sin embargo, me he privado de leer a todo aquel que no esconda bajo su gabardina un premio de renombre o que arrastre tras de sí el eco plausible de la crítica. Eso sí, he leído los manuscritos de todos mis amigos.

Aunque suena coherente que el tiempo actúe como el más refinado de los filtros para llevar a nuestras manos un producto cuya percepción de calidad ha salido airosa en más de una generación, las letras no son las uvas de un viñedo y las obras, mucho menos, el vino que se añeja en el interior de un barril. Un buen vino depende no sólo del tiempo de añejamiento, también de la variedad de la cepa (Cabernet Sauvignon, Merlot, Syrah, Malbec, Tempranillo y centenares más); también son importantes la zona geográfica donde reside el viñedo (en Europa, por ejemplo, la inclinación del sol hace que sean pobres en alcohol y polifenoles) y el material del barril donde se añeja. Para no ser muy prolijo en sustentar mi analogía, basta decir que de similar manera ocurre en la literatura. No sólo son buenas aquellas obras que han sido bendecidas por el paso de los años. Sin embargo hay un elemento en común que ha regido gran parte de la historia de la literatura y que, muy sutilmente, se asemeja al vino confinado en el barril: esa costumbre de esconderse, al menos por algún tiempo. Cuántas obras de gran valía literaria han sido descubiertas, y reconocidas como tal, muchos años después de ser escritas; incluso cuando ya sus autores no tenían la posibilidad de disfrutar ese reconocimiento. Cuántas obras, muchas más aun, dignas de ser conocidas y estudiadas, se quedan desperdigadas en menos de 200 ejemplares de pequeñísimas editoriales. Por estos mismos días, y por diferentes razones, llegaron a mis manos dos libros de cuentos. Ceremonias de interior, de Ignacio Ferrando, español, asturiano; Carreras delictivas, de Juan Sebastián Cárdenas, colombiano, payanés. Antes de entrar en detalles sobre lo que encontré en estas dos colecciones de relatos, puedo decir que los dos tienen en común su juventud y el hecho de tener a España como país de residencia. El primero, aparte de otros grandes certámenes de la literatura en los que ha sido ganador, a finales del año pasado su cuento “Trato hecho” fue distinguido con el primer puesto en el concurso Juan Rulfo; Juan Sebastián, por su parte, alguna vez comentó sobre su reticencia a participar en concursos literarios. Ni Ignacio ni Juan Sebastián tienen sus libros en el mejor lugar de las principales librerías; hay que buscarlos, casi con igual dificultad. No por ello, sin embargo, sus obras carecen de importancia. Por el contrario, he encontrado en estas colecciones buena literatura. Sus cuentos se disfrutan. Sus personajes y sus historias permanecen en el subconsciente, como esa anécdota de adolescencia que, de vez en cuando, aparece trayendo consigo el recuerdo de un buen momento. En estas obras veo trabajo, talento, dedicación; se insinúan ya cojones de escritor. Editorial Castalia fue la encargada de editar el libro de Ignacio, como ganador del XVI premio Tiflos de cuento y donde el jurado afirmó intuir un promisorio futuro en las letras para el ganador. Castalia, especializada en obras clásicas de la literatura castellana e hispanoamericana, es un sello editorial que ocupa un importante lugar en el lote de punta del sector editorial español en el ámbito de empresas independientes. La editora madrileña, sin embargo, no descuida su labor de promoción de nuevas figuras en el panorama narrativo actual. Universidad de Antioquia hizo lo propio con Juan Sebastián; no en reconocimiento a algún premio, lo hizo como una apuesta, pues esta casa editorial es reconocida en Colombia por su refinado criterio literario. Lejos de obedecer a probados modelos comerciales, son juiciosos académicos lectores quienes deciden los proyectos en los que se embarcan. Editorial Universidad de Antioquia es una extraña especie de apostador, que apuesta lo que sea sin detenerse a esperar el resultado; una especie de náufrago que tira una botella al mar y se interna nuevamente en la isla, donde quiere, a toda costa, seguir permaneciendo.

Entrando en las obras, debo decir que en cada uno de los cuentos de estos dos autores se ve un trabajo riguroso, una labor decantada, una disciplina persistente pero sosegada poco proclive a turbarse por la presión de publicar que tanto inquieta a los jóvenes escritores; ese deseo de existir en el mercado editorial.

En los cuentos de Ignacio, que es profesor de escritura creativa, es evidente un refinado cuidado del lenguaje, un conocimiento de la técnica literaria en que se apoya para la consistente creación del perfil de cada uno de los personajes, para la dosificación de la tensión a lo largo del relato y la disposición cuidadosa de los símiles con que recrea las imágenes. Ignacio, y esto es ya una ventaja, se preocupa por mostrarle al lector también a qué huelen las cosas, cómo se presentan los sonidos (elásticos, acolchados, secos); es decir, apela a un juego de seducción del lector arribando a él por todos los sentidos que tiene a su alcance. Otro aspecto que juega a su favor, es que en varias ocasiones nos deja una inquieta sensación de que el narrador sabe mucho más sobre la historia o los personajes que lo que nos revela; de esta forma, abre una puerta a la imaginación del lector para que éste asuma, intuya, cuestione y trate de asimilar lo que le urge entender. En cuentos como “Doble salto mortal”, el lector se entrega al ejercicio de comprender el extraño mecanismo que tuvo que activarse en la cabeza de Thomas Solvein, avezado trapecista, para decidir lo que decidió estando en el trapecio. El autor, entre balanceo y balanceo de Thomas, nos revela la vida de este hombre que, desde la altura del columpio, ve a la mujer que abandonó años atrás cuando, en una noche de certezas e incertidumbres, huyó tras de un circo que peregrinaba por los pueblos sin explicación alguna. “Tenerte entre las manos” nos cuenta la obstinación de un capitán por seducir a la mujer de un soldado suyo que murió en la guerra, y quien siempre compartió con él las fotos donde posaba desnuda su novia analfabeta y que ésta le mandaba para apaciguar el ánimo exaltado luego de un combate. “Yarbird” nos presenta la entrega de un hombre, que modela Venus de Milo, a su sueño de tocar el saxo con la maestría requerida para enamorar a su vecina, manca de los dos brazos, interpretando Yarbird Suite desde la terraza del edificio en donde viven. En “Incomprensión” vemos cómo un hombre intenta escapar de la confinación a que lo ha sometido su amante entomóloga, repentinamente convertida en araña mientras hacían el amor. Sin embargo la ficción, en su estado más puro, nos llega en relatos como “Otro artista del hambre”, con la visita de Franz Kafka a una feria del libro moderna; o “Incapaz de verla morir”, donde un viejo escritor logra desarrollar una técnica para destilar realidad de las obras literarias y revive así a la bella Anna Karenina. Ceremonias de interior contiene doce cuentos de considerable valía literaria. Un aspecto, sin embargo, que no quisiera pasar por alto, es poner de manifiesto mi percepción en cuanto a que, en ocasiones, y quizá por el apego de Ignacio a la academia, se ve desvanecerse esa espontaneidad, esa intuición natural que debe tener todo narrador a la hora de dejar que su relato fluya; a veces, se siente que la técnica hala para un lado cuando el cuento quiere irse por el otro, así al final converjan.

En Carreras delictivas, de Juan Sebastián, hay una clara entrega del autor al propósito de encontrar la forma adecuada para cada uno de los cuentos. Se evidencia también una fuerte madurez para afrontar el proceso de construcción de las historias; éstas son, a todas luces, largamente meditadas. La lectura de los cuentos deja esa agradable sensación que deja ese buen conversador de reunión, el narrador de sala que puede hablar por horas y todo el tiempo nos mantiene expectantes, seducidos por el uso del lenguaje, las inflexiones de la voz, la postura seria que, sin embargo, no está exenta de humor fino abordado desde diferentes frentes. Un narrador que no se detiene a contemplar el efecto que causan sus palabras, sea risa o conmoción; alguien que sabe que sólo está ahí para llevar el cuento hasta el final. En los cuentos no hay mucho trabajo concentrado en delinear el perfil del personaje; el autor no lo necesita, pues éste va aflorando, de una manera asombrosamente “fácil”, de la historia, de cada una de las acciones que los individuos acometen, de los impecables diálogos. Es decir, se deriva de la historia que, como dije antes, nunca se detiene. Juan Sebastián Cárdenas, gran virtud de él, no se deja seducir por la posibilidad que como buen narrador tiene a su alcance, de caer en descripciones demasiado morosas o prolijas, contemplaciones que no le aporten a la historia en situaciones donde bien podría aferrarse a su madera de escritor y salir muy bien librado. Las tramas de los cuentos son, también, inteligentes y arriesgadas; no asoma algún tipo de complejo cuando el autor decide experimentar. En cuentos como “Fechorías y simulaciones del archifamoso hampón señor ‘Mediabola’ ” nos encontramos con un par de sujetos embarcados en la difícil empresa de descifrar un extraño dialecto desarrollado por una siniestra banda criminal; en “Informe disciplinario”, quizá donde el autor muestra de manera abierta toda su capacidad para el humor, el rector de una prestigiosa institución nos devela la forma en que, magistralmente, en uso de sus facultades y haciendo acopio de toda su experiencia, ha logrado contener una inesperada epidemia de piojos. En “Procopio Catamuscay”, un joven atraviesa el océano para regresar a su país a asistir al velorio del perro de su abuelo; sin embargo, decide aprovechar el viaje para conocer a un viejo músico, alcohólico y demente, quien lo ha inquietado después de la lectura de un libro suyo. El hombre, cada vez más desquiciado, le revela una insólita historia, que con los delirios del alcohol parece permear la realidad. Quizá el punto donde Juan Sebastián logra hacer converger varias de las virtudes que nos ha espoleado a lo largo de los cuentos, es el último. En “Combustión espontánea”, un hombre, traductor de libros de autoayuda, sufre un desmayo que desemboca su monótona, pero apasionada existencia, en la vida de una mujer y su perro tuerto, rodeados por el inverosímil fenómeno de la combustión espontánea. Completan el libro dos cuentos más con que el autor consolida una gran primer obra literaria en su carrera.

Pese a que la lectura de los cuentos es un ejercicio fácil y agradable, en algunas ocasiones el autor hace uso, apoyado en un lenguaje algo inusual para el lector común, de una retórica compleja desestimulante. Sobre todo si ésta se encuentra al inicio de los cuentos.

Ignacio Ferrando sigue entregado a su proceso de escritura y, sin duda alguna, no tardará en entregarnos una nueva obra o sorprendernos con un nuevo gran premio como es ya una costumbre. Juan Sebastián, me he enterado, acaba de reeditar su libro de cuentos con 451 Editores, editorial española; es posible que esto, para bien de todos, logre acercar muchos lectores más a él. La sobrina de mi amigo, si aún mantiene vivo su interés en la lectura, debería estar terminando el Libro de las maravillas de Nathaniel Hawthorne.

La experiencia de leer a estos dos jóvenes autores, que permiten intuir grandes cosas para sus carreras literarias, afirmó en mí la idea de que la buena literatura, pese a su obstinación por esconderse, también es posible encontrarla hoy en día siendo un poco aplicado. No se trata de leer y de leer en espera de una pesca milagrosa; se trata de no erguir un muro infranqueable sin justificación alguna, se trata de no juzgar a priori, de mantener uno de nuestros ojos acucioso.