Sala de ensayo
Álvaro MutisEl agua pesada, lodosa y muerta en Ilona llega con la lluvia, de Álvaro Mutis

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Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en sueños oceánicos.

(Herman Melville, Moby Dick)

Verdaderamente, el hombre es una corriente impura y cenagosa. Hay que tornarse Océano, para poder recibir tal corriente turbia y cenagosa sin contaminarse de su impureza.

(Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathustra)

El núcleo de la poética de Álvaro Mutis es Maqroll, personaje principal de sus múltiples historias. Estas historias están caracterizadas por una misma materia: el agua, elemento superlativo en la imaginación de Mutis, la materia orgánica de la que derivan sus imágenes y ensoñaciones.

Maqroll es un ser del agua, siempre a punto de “tocar el fondo del pozo” (Mutis, 2007, p. 39), de hundirse en el “pantano” (p. 45). Carece de una forma definida, de descripción física, su origen es una incógnita y su procedencia es incierta. Es un personaje que se hace a la mar para vivir en su inconstante e impredecible estar. Su filiación con el océano le permite sobrevivir calladamente, sin alarmar su naturaleza hipocondríaca. Habita en lo profundo de su inconsciente, en el límite exacto de lo pasivo y de lo activo, en comunión con el universo, siempre “conquistando el elemento más extraño a su naturaleza” (Bachelard, 1978, p. 247), haciéndolo su patria.

En Ilona llega con la lluvia, la segunda de las novelas cortas que conforman la trilogía sobre los primeros viajes de Maqroll, el agua es el elemento madre que pesa sobre la ensoñación interna, íntima, del personaje. Éste, al contemplarla, solo, rememora su pasado y el desenlace de sus últimas travesías. En estas experiencias oníricas el agua aparece de dos formas. La primera, bajo la imagen de añoranza y anhelo del océano, de lo lejano que ha quedado atrás y reconforta: “estábamos lejos del siempre mudable desorden del mar” (Mutis, 2007, p. 17). La segunda, bajo la imagen del agua turbia, pesada y adormecida, que evoca su pasado y se hace cada vez más oscura a medida que su angustia va tomando forma y él se encuentra imposibilitado para dominar una situación. La toma de consciencia de su inhibición, representada por la espera e inmovilidad, lo desesperanza. Ésta se demuestra como un desorden biológico, un dolor punzante, “paralizante” en el estómago (p. 28), un “dolor sordo [en la] mitad del pecho” (p. 127), como “ese peso muerto en la boca del estómago, aciago anuncio de desastres por desgracia bien conocidos” (p. 49).

Esta última forma del agua aparece en la historia cuando Maqroll llega a Panamá y se ve en la obligación de atracar en tierra. En ese instante es mostrada como un líquido “sucio”, que “descompone” las materias, es “pesado” (p. 18) y ejerce sobre él un poder inexplicable y perturbador que le produce ansia y malestar físico. Las siguientes citas lo ilustran: “yo estaba absorto mirando hacia el puerto, mientras un sordo agobio crecía dentro de mí a medida que se prolongaba el silencio de esa agua muerta y lodosa” (p. 21); “yo estaba tan acostumbrado a ese bullicio monótono y tristón, que lo tenía ya confundido con el ánimo de final de viaje que solía traerme siempre una ligera ansiedad, un vago pánico a lo desconocido que pudiera depararme el bajar a tierra” (p. 35); “una cortina de lluvia caía sobre las sucias aguas del Pacífico y la ciudad daba, desde la ventana, la impresión de desleírse ante mis ojos indiferentes, hasta acabar en una mezcla de barro, basura y hojarasca girando en ávidos remolinos en la boca de las alcantarillas” (p. 45).

“Estar en tierra firme” (p. 38) provoca en Maqroll un “fastidio abrumador”, un “hastío sin fondo”, un “vago miedo” (p. 38). El tránsito acompasado del tren que toma para llegar hasta la ciudad, el clima caliente y tropical (la humedad), “la temperatura de baño turco” (p. 39), lo sumergen en una ensoñación. El personaje se traslada a lugares lejanos, al Oriente. El sonido “desfigurado” que percibe viene de afuera, de las conversaciones de los otros viandantes. En su entresueño, piensa, recuerda a sus amigos, el pasado de su alma que es “agua profunda”. Llegado a la ciudad se instala en un hotel acorde con sus expectativas, cuya habitación, “en el cuarto piso, daba hacia la bahía”. Allí contempla el agua, otra vez “lodosa, casi inmóvil, idéntica a la que había visto en Cristóbal” (p. 40) e inicia una nueva travesía que durará desde el final de la estación de lluvias, “que se establece sobre el istmo con la desorbitada energía de una trompa y dejan las calles convertidas en ríos caudalosos e intransitables” (p. 45), hasta el comienzo de la siguiente, cuando aparece “la primera tormenta de la temporada” con truenos y relámpagos que a lo lejos estallan, luego de la muerte de Ilona (p. 127).

La lluvia es la melancolía y a menudo ha sido relacionada con el llanto. La lluvia son lágrimas cósmicas vertidas por la naturaleza y los dioses. En la novela, ésta “parece alejarse” inesperadamente luego que Maqroll rinde culto a sus “dioses tutelares” y “cumple con la ceremonia del vodka” (p. 40), “el auténtico bebedizo de brujas”, “la bebida narcótica, de la que hablan en himnos todos los hombres y pueblos originarios” (www.nietzscheana.com.ar/tragedia/uno.htm). El vodka le permite tener también una experiencia onírica y renovar su alianza con la naturaleza y consigo mismo. El advenimiento del sol supone un estado sosegado del personaje en el que se reconforta recordando “épocas de penuria y fracaso que pudieron ser más terribles aun y más definitivas que ésta en Panamá” (Mutis, 2007, p. 51). Pero este estado conciliatorio dura hasta que sale a la calle y nuevamente la lluvia cae en torrentes “que amenazaban con arrastrar todo” (p. 53). Es ahí cuando aparece Ilona, como siempre, con la lluvia. La ve sentada frente a una de las “máquinas tragamonedas alineadas en el costado que daba a la piscina y patio principal” (p. 53) del hotel, entonces el agua abre paso a la voluptuosidad, Maqroll se baña, se limpia. El aire se purifica, el calor se hace “espléndido”, el “olor a tierra mojada, a hojarasca que empieza a descomponerse” no perturba y la lluvia se aleja “manchando el mar con una ceniza sombría” (p. 55). Allí se contendrá hasta el último capítulo. Mientras, el sudor de Ilona y el licor lo sumen en un sueño apaciguador y los grillos siguen contando el ritmo del tiempo. Comparte con su amiga viejas historias, recuentos de sus viajes y empresas comunes. La rutina de la vida en tierra, estancada como el agua de la piscina del hotel, se le hace más llevadera estando acompañado. Hasta que la necesidad de cambio vuelve a aparecer e Ilona formula el plan para salir de Panamá cuando lleguen otra vez las lluvias, pues, en palabras de ella, en Panamá “no pasa nada. Es decir, pasa todo, pero no lo que me interesa” (p. 70).

El orden armónico de los sucesos transcurridos se rompe cuando un nuevo personaje se introduce en la historia. Larissa aparece rodeada de un “áurea de intenso color naranja” (p. 94), como una imagen líquida que se le escapa a Maqroll a cada momento, enigmática:

Tuve la impresión de que este efecto era provocado como parte de una secreta ceremonia cuyo significado se me escapaba. Su voz ronca partía de la sombra con un acento de sensualidad que me hizo pensar en una pitonisa interrogando el incierto futuro de transeúntes indefensos. (...)

Había en la mujer algo que se me escapaba a cada instante. No porque se propusiera ocultarlo sino, más bien, porque pertenecía a un mundo que yo no conocía, y que, sin ser hostil, representaba fuerzas, corrientes, regiones que eran para mí tierra incógnita (Mutis, 2007, p. 95).

Esta mujer es la personificación de la muerte, viene del más allá, del otro lado del mar. Como más tarde Ilona dice, pareciera que “viviera en otra orilla, a donde no le llegan nuestras palabras” (p. 116). En efecto, la mujer vive en los restos del “Lepanto”, barco en el que zarpó, años atrás, de Europa meridional y en el que experimentó una serie de situaciones oníricas más que extraordinarias, copuló con fantasmas y sobrevivió a un naufragio esperado que la soltó frente a las costas de Panamá. Larissa ejerce una influencia magnética sobre Ilona, tanto así que se la lleva a pesar de las advertencias de Maqroll, quien desconfiado le dice a Ilona:

El tiempo de su espera se ha agotado. Frente al abismo, a la nada, se agarra como náufrago al salvavidas, al rescate que significa tu amistad, tu compasión, tu interés hacia la experiencia inconcebible que ha vivido. Pero lo que veo, con evidencia que me aterra, es que, en lugar de tú sacarla del tremedal que la devora, es ella la que te está arrastrando con una fuerza que ni tú misma estás midiendo. (...) Ella ‘es’ ese barco, forma parte de esos despojos tirados en la costanera; hasta tal punto que uno no consigue saber dónde terminan estos y dónde comienza ella” (Mutis, 2007, p. 119).

El tremedal vuelve a traer a la narración la imagen del agua pesada. Dice Bachelard en El agua y los sueños al analizar las imágenes de Edgar Poe, que el agua “acompaña el destino de la ensoñación de la muerte” (Bachelard, 1978, p. 76). Ésta, añade, es el “elemento material que recibe la muerte en su intimidad, como una esencia, como una vida sofocada, como un recuerdo de tal modo total que puede vivir inconsciente, sin ir nunca más allá de la fuerza de los sueños” (p. 77), por eso el agua clara se “ensombrece” y muere en su horizontalidad, absorbe la incertidumbre de quien la contempla y busca, en su profundidad, el reflejo de su propia identidad, de su pasado, de lo que es en función de los otros. En Mutis, las imágenes del agua pesada y lodosa absorben el inconsciente del personaje y anuncian la solución de un hecho preciso. Por ejemplo, antes de que se produzcan las muertes de Wito e Ilona, Maqroll contempla las aguas inmóviles, muertas, durmientes, calladas. Así se establece un paralelo entre el agua y el muerto, pues, según Bachelard, “los muertos son, para nuestro inconsciente, durmientes. Reposan. Después de los funerales son para el inconsciente, ausentes, es decir durmientes más escondidos, más encubiertos, más adormecidos. No despiertan hasta que nuestro propio dormir nos da un sueño más profundo que el recuerdo” (p. 104).

“Ilona llega con la lluvia”, de Álvaro MutisPara Ilona, algo “hondo” y “terrible” la une a Larissa. Esta mujer le despierta “demonios, aciagas señales que reposan [en ella] y que, desde niña [ha] aprendido a domesticar, a mantener anestesiados para que no asomen a la superficie y acaben con [ella]” (p. 119). Estos “demonios” del inconsciente del personaje se encuentran sumidos en el agua profunda de su pasado. Larissa los aflora, hace que permeen el consciente de Ilona y la mantengan en un vértigo constante. Ilona prefiere actuar y enfrentar lo que la perturba. Medita y decide tomar entre sus manos, más que dejar al azar, los hilos de su historia, pero el silencio del agua ya se ha apropiado de la narración y arrastra, a su paso, todo. Maqroll e Ilona, en su última noche, se tumban en la terraza hasta que los rinda el sueño, recuerdan a Abdul, y dan por jugada “la última partida” (p. 120).

Seguidamente, Maqroll cae en un sueño profundo de toda una tarde y se despierta sintiendo la amenaza de la lluvia, próxima a caer. El final de la temporada ha llegado. Los relámpagos vuelven a iluminar el cielo y los truenos “apenas” se escuchan. Ilona arde con el “Lepanto” y Larissa. Su carácter bilioso se consume en el fuego y vuelve a su materia originaria. Maqroll, por su parte, llega cuando el “aguacero” comienza a caer y a disolver el cuerpo negro de Ilona, su sangre se confunde en el agua. El cadáver es la materia de la imagen de la hojarasca descomponiéndose en la lluvia. Los recuerdos vuelven a poblar la mente del Gaviero que contempla, solo, la imagen difusa de la ambulancia y los bomberos. Todo se ve como un reflejo, un espejismo que corrige lo real (Bachelard, 1978):

Empezaron a desfilar los recuerdos. Con los ojos secos, sin el consuelo del llanto, transcurrieron largas horas en ese último intento de mantener, intactas por un momento todavía, esas imágenes del pasado que la muerte comenzaba a devorar para siempre. Porque la muerte, lo que suprime no es a los seres cercanos y que son nuestra vida misma. Lo que la muerte se lleva para siempre es su recuerdo, la imagen que se va borrando, diluyendo, hasta perderse, y es entonces cuando empezamos nosotros a morir también (Mutis, 2007, p. 128).

De esta manera, el agua, elemento transitorio, metamórfico, es una lección material para una meditación de la muerte, no en el sentido heraclitiano sino “es la lección de una muerte inmóvil, de una muerte en profundidad, de una muerte que permanece con nosotros, cerca de nosotros, en nosotros” (Bachelard, 1978, p. 110), y, sin embargo, permite al otro continuar la vida, en el caso de Maqroll, sentir esa nueva punzada en su estómago que le anuncia la “tarea” de contarle a Abdul el final de Ilona y emprender nuevo viaje.

 

Bibliografía

  • Bachelard, Gastón. (1978). El agua y los sueños. México: Fondo de Cultura Económica.
  • García Aguilar, Eduardo. (2007). “Viaje al mundo de la novela con Álvaro Mutis”. En: Mutis, Álvaro. Ilona llega con la lluvia. Bogotá: Grupo Editorial Norma.
  • Melville, Herman (2003). Moby Dick. Barcelona: Planeta.
  • Mutis, Álvaro (2007). Ilona llega con la lluvia. Bogotá: Grupo Editorial Norma.
  • Nietzsche, Friedrich (1984). Así habló Zarathustra. Bogotá: Oveja Negra.
    —. www.nietzscheana.com.ar/tragedia/uno.htm