Letras
Dos relatos

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Que tenga un buen día

El señor Cortina paseó cansinamente por el amplio y lujoso despacho que le había usurpado la familia, la juventud, y quizá el alma. En su mesa se acumulaban los expedientes de los grandes morosos, personajillos y políticos que él, como presidente de una gran banca, condonaba a su antojo o utilizaba como moneda de cambio para turbios intereses y oscuras prebendas. Se preguntó cuántos expedientes de deudores más humildes habían tramitado sus múltiples subordinados; cuántas familias fueron arrojadas a la calle por culpa del afán de dinero durante todos sus años de presidencia usurera.

En la ventana se dibujaba la línea de los edificios del centro financiero, sosteniendo el cielo de primavera como pilares de una gran carpa, tapadera azul del circo mundial de payasos y fieras.

El señor Cortina se armó de valor. Se quitó la chaqueta y la corbata y, disparado, emprendió la huida.

—Señor Presidente: que me tiene que firmar estos documentos —lo intentó frenar su secretario en el piso 56.

—Vete a la mierda, Morales —le respondió Cortina, acelerado—. Métetelos donde te quepan.

En el piso 45 lo avistó doña Socorro, la jefa de limpieza, con su eterno pichi limpio azulado. Siempre tan amable y fachendosa aquella mujer...

—Que tenga un buen día, señor Cortina.

—Lo mismo te digo, Socorro. Saluda a tu nieto de mi parte —le contestó Cortina.

En el piso 34 sorprendió a varios empleados en la cafetería. Se sonrojaron al verse cazados holgazaneando.

—Seguid, seguid. No os preocupéis por mí —los tranquilizó Cortina—. Es lo mejor que os llevaréis de esta empresa.

En el piso 21 lo descubrió el pelotas de Ramírez.

—¿Todo va bien, señor presidente? —se interesó Ramírez.

—Hasta ahora perfecto. Hala, adiós, y que te den.

En el piso 12 reparó en la nueva empleada. Ni siquiera se acordaba de su nombre.

—Búscate un empleo decente —le aconsejó Cortina—. No te metas a usurera.

No supo si lo había escuchado o no, porque Cortina ya marchaba como una flecha.

¡Qué agradable sensación! ¡Qué libre se sentía!, veloz y despeinado al viento.

¡Qué pena no poder repetirlo! —se lamentó Cortina.

A la vera de la fachada de su rascacielos, precipitado al vacío, caía Cortina en picado.

La mañana era perfecta para suicidarse.

 

Un mal día

Hoy he tenido un mal día. En realidad ha sido un día tan normal como otros tantos. Lo que sucede es que hoy fue mi treinta y cinco cumpleaños y me hubiese gustado celebrarlo de alguna manera. Pero mi agenda social viene a ser una costumbre protocolaria que mantengo como una reliquia de hace un lustro: todos sus huéspedes están emparejados, muertos, alcoholizados, en otra ciudad, pasan de mí o tienen cosas mejores que hacer; y como la única familia que tuve fue Miranda, al abandonarme perdí el hilo social y nunca más he vuelto a encontrar el ovillo. De todas formas nada ni nadie pudo impedirme una solitaria celebración cenando fuera, como una sutil tregua contra la vaciedad que me ataca desde que me abandonó Miranda. Aunque la soledad y la tristeza son ya mi fiel compañía y se han instalado en todos los resquicios de mi existencia sin que hayan ausentado un solo día.

Tras ir y venir por la misma calle de la ciudad, el aburrimiento me apeó en un restaurante cualquiera. Me senté y extendí el periódico comprado a la mañana. Un camarero me atendió desganado y me mostró la carta. Le pedí un cóctel de no sé qué, revuelto de no sé qué, mero al no sé qué y un buen vino. Añadí a mi comanda que me lo trajera todo junto. El camarero me advirtió que era muy temprano para cenar, que todavía tenían que encender la cocina y el horno, con lo que me tocaría esperar un rato. Miré el reloj y eran como las siete y media de la tarde. Acostumbrado de mí... ¡con treinta y cinco años de esperar nada!... me acomodé plácidamente.

Evidentemente estaba solo en el comedor, unos minutos de soledad diluidos en toda una existencia, y mi trabajo como representante de lámparas tampoco es que ilumine en exceso las relaciones sociales, porque cuando trabajo me encuentro muy solo entre los clientes, y cuando no trabajo estoy solo en mi casa. Encendí un cigarrillo, extendí de nuevo el periódico, y en un descuido me quemé con la brasa del pitillo. Fue una agradable sensación, pues al menos era una sensación que me indicaba que todavía estaba vivo, toda una experiencia en mi triste y rutinario deambular por la vida, que algunos dicen que es un regalo de Dios.

Como una hora más tarde el camarero me trajo el cóctel, el revuelto y una cazuela rebosante de mero. En realidad no tenía hambre, porque nunca tengo hambre, y ni siquiera me interesaban las noticias del periódico. Siempre lo llevo porque me da conversación. Me cuenta cosas, todas desagradables pero cosas al final, con su característico silencio roto al pasar cada página. El periódico también tiene razones para estar deprimido, carga con todos los muertos, guerras, conflictos, terremotos, huracanes, chismorreos, estafas y demás calamidades.

Probé de mala gana un poco de todo. Pedí la cuenta y un café solo, y decidí regresar a mi casa. Por el camino paré a tomar otro café, evidentemente solo, y en el bar debajo de la pocilga que habito tomé una caña. El camarero me conoce de sobra, sabe lo que consumo y que nunca acudo acompañado, así que como un fiel reflejo me la sirvió sin mediar palabra. En la tele del bar retransmitían un partido de tenis. Yo ni a eso llego, lo mío es el frontón. Mi vida social es la de una solitaria en las tripas de un ermitaño.

Mi acomodado cubículo viene a ser como un vertedero fruto del desdén, el caos y la ley natural de entropía, fiel reflejo de mi deprimente y ninguneada existencia. Inclusive es digno de un nuevo arte adivinatorio, de una nueva mancia: la desordenomancia. Con todo tirado, una cama eternamente desecha e inmudada, ropa sucia, una arruga en cada prenda y un vacío gravitatorio en cada rincón de la morada.

Tras una hora, y media botella de JB, todo ha cambiado milagrosamente en mi madriguera. Me encuentro feliz y exultante, radiante de felicidad. Sé que nada malo o deprimente se volverá a repetir de nuevo en mi vida. Mi soledad y angustia tocan a su fin, por fin, y se inaugura una etapa llena de viveza y dulces cambios.

Tengo puesta mi corbata favorita, regalo de Miranda, anudada a mi cuello con un nudo distinto al convencional. A su vez está atada a una soga de un metro y medio, que a su vez está amarrada a la barandilla del balcón, la cual estoy a punto de saltar. La verdad es que nunca me ha gustado excesivamente llamar la atención de los demás, ni ser noticia del periódico local, ni perdurar eternamente en la memoria de los vecinos y conocidos —que no amigos—, pero tampoco tengo mucha experiencia en suicidarme, eso creo, y no paso de ser un autodidacta que intenta improvisar, y en el interior de mi cochinera no he encontrado ningún sitio adecuado donde enlazar la cuerda. Durante breves instantes consideré la posibilidad de subirme a una silla y enroscar la soga a la lámpara del comedor, quizá la corbata —siempre queda uno más elegante al presentarse como finado— pero dudo mucho que la lámpara soporte mi peso y no quedaré más que medio suicidado.

Además, aunque resistiera todo mi peso, posiblemente transcurriera mucho tiempo hasta que alguien encontrara mi cadáver deshuesado y descompuesto, y se diesen cuenta de que en realidad ya llevo mucho tiempo muerto.