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El bautizo

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El Negro terminó de presionar el último botón metálico de su camisa vaquera. Enseguida fajó las faldillas de la camisa por dentro de su pantalón color crema, de terlenca, marca Lee, especial para lucirlo con sus botas vaqueras, unas color café oscuro, con chinelas de armadillo. Alisó con un poco de vaselina el encrespado pelo y asomó el rostro al espejo. Acomodó el bigote tupido con sus manos y fijó la mirada sobre el cristal.

—¿A dónde tan curro y a deshoras, Javier? —le dijo su madre.

Lo observaba desde que salió de la regadera. Por el empeño supo que era algo especial. Aunque todas las noches salía de casa, ya fuera con la Claudia o con los compañeros de la Dirección de Tránsito, nunca se acicalaba tanto tiempo.

—A dar un rol... con los compas de siempre jefa, vuelvo de volada —respondió el Negro, sin dejar el arreglo del bigote.

Nadie mejor que su madre para conocer gestos, costumbres, pesares y alegrías de el Negro, como para no apreciar algo raro. De niño, cuando hacía una vagancia se volvía huraño, evitaba verla de frente, por eso mejor se salía de la casa. Después de varias horas de ausencia, su madre presentía que andaba en líos. Al hablar con él, observaba sus ojos grandes y saltones, de iris negro, inquietos, movedizos, con un aleteo como de temor o de zozobra. Esa mirada le vino después de que su padre murió, allá en el mercado Cuauhtémoc, donde se dedicaba a cuidar lugares para los vehículos de los clientes. Un pesado camión de transporte conducido por un chofer drogado pasó por encima de su cuerpo, en una maniobra cerrada que hizo, al girar por el callejón de la parte trasera del mercado, donde los trailers descargaban sus mercancías. El Zona Roja News tomó nota del accidente y publicó las gráficas en su estilo acostumbrado. En una de ellas se veía a don José, con el cuerpo medio partido por la cintura y su sangre regada sobre el piso, confundida con los tomates podridos y despellejados, entre aguacates espanzurrados y pequeños montículos de grasa, adheridos al asfalto. Fue la primera visita de la muerte a la casa de los Lardizábal. Entonces, su hermana mayor, Rosa María, le tomó un cariño especial a su único hermano y siempre lo protegió. Esa mirada fija en el vacío, con intermitentes espasmos en los ojos, se le quedó desde entonces. Cada vez que vulneraba una regla, lo primero que le venía era esa mirada, como si viera a su padre de nuevo en las fotografías del periódico. Esa misma mirada enrarecida no lo dejaba desde que volvió a la casa por la tarde, luego de cumplir con su turno en la corporación de Tránsito. Volvió cabizbajo, huidizo. Se sentó en el sillón y prendió el televisor, pero lo dejó hablando solo; él estaba concentrado quién sabe en qué pensamientos, sumido como en un hoyo. Después del funeral de su padre, el Negro siempre deambuló con sus 12 años de edad por todo Barrio Alto, vieja colonia del centro de la ciudad, de casas de adobes, con pretiles altísimos, coronados con ladrillos de un rojo quemado y canaletas de lámina incrustadas en el frente para desaguar las lluvias. Cruzaba el Hospital Civil Libertad, refugio de enfermos mentales indigentes, por la calle Joaquín Terrazas, antiguo cuartel militar en los tiempos de la Revolución, hasta llegar a un enorme mercado tendido sobre la calle; ahí se reunía con sus amigos para dedicarse al robo: Una gorra de moda o unos tenis Converse o un cinto de cuero con hebilla de herradura para la buena suerte. Después corrían hacia la avenida Malecón, una calle que formaba parte de un perímetro que circundaba toda la ciudad. Esa avenida estaba amurallada con piedra para contener, sin lograrlo, el torrencial que bajaba de los cerros, llevando a su paso perros aterrorizados, colchones remojados, tablas, matorrales desprendidos desde su raíz y todo tipo de basura que arrastraba el agua por su paso, en la temporada de lluvias. Ahí se sentaban, sobre el borde de los muros rocosos del malecón, a esperar la noche, mientras los colores malva y rojo se mezclaban en la parte alta del cielo y abajo, en el horizonte, a la altura de su mirada, un color naranja luminoso chisporroteaba a punto de extinguirse junto con el sol, para caer vencida la tarde.

—Esos roles, como tú dices, cada vez son más largos. Te va a pasar algo grave, Javier. Un día de éstos ya no vuelves —advirtió su madre.

Se revolvió en la silla de madera, colocada bajo el marco de la puerta de su recámara, frente al baño, donde acostumbraba a zurcir calcetines, utilizando una pequeño bombillo de luz como bastidor. Sintió un ligero temblor en el dedo meñique de su mano izquierda, síntoma de la ansiedad que la atraparía hasta el punto del vómito, como en otras ocasiones, quizás, también era un aviso lejano, de alguna capa del cerebro; un impulso eléctrico disparado sin permiso de nadie, que alertaba el peligro.

—De algo nos tenemos que morir jefa, pero no te preocupes, mañana tengo una entrevista de trabajo muy importante, no puedo desvelarme mucho —dijo el Negro.

Sintió el aleteo de las dos bolas que tenía por ojos. Desvió la vista del espejo. No sólo evitó la mirada de su madre, sino la de él mismo. Puso la vista en su recámara y recordó lo que faltaba. Fue hasta su cuarto. Del cajón del buró sacó una pistola de un color negro metálico, calibre .45. La miró reluciente, en la corporación todos los días le daban mantenimiento a las armas. Revisó la recámara del revólver y constató que estaba cargada. La sopesó con una palma, como para familiarizarla con la mano, conciliar su peso con su brazo derecho, como quien prueba un martillo, un serrucho, una llave mecánica, a fin de cuentas también era una herramienta. Si en el fondo de todos los tiempos, la mano encontró una extensión que aliviara el peso de los hombres al construir y transformar la naturaleza, ahora, la mano encontraba otro instrumento para cambiar las voluntades de sus semejantes.

Al caer la noche, el Negro y sus amigos bajaban al corazón del centro de la ciudad, a unas seis calles de su casa, ubicada en la calle Otumba #959 Sur, zona Centro. La catedral antigua, de un blanco calizo permanecía impávida al frente de un amplio rectángulo que formaban la Plaza de Armas, dos edificios antiguos, habilitados como cines, el Reforma y el Plaza, y una larga cadena de negocios, viejos como la ciudad misma, el Café Central, Casa de Música de Luxe y Los Tres Hermanos. Todos, rodeados por corredores de vendedores ambulantes apostados a lo largo del Callejón Velarde. Ahí se vendían nopalitos frescos, veneno para las ratas, cerillos, discos, tenis y pantalones gringos. La zona estaba llena de cantinas: El Norteño, El Gallo Rojo, El Triángulo de las Bermudas y La Tuna. Afuera de los bares, había instalados puestos de madera, donde se ofrecían cocteles de camarón y de ostión, bichos de mar que eran colocados en grandes barras de hielo y daban el aspecto de ser escupitajos babosos. Atrás de la cruz de neón, de la catedral, se ubicaba la presidencia, forrada de cantera café, ubicada en un solitario callejón. El Negro y sus amigos se sumaban a los ríos de personas que cruzaban aprisa la plaza, para abordar los camiones que los llevarían hasta las colonias del poniente, la parte alta de la ciudad, invadida desde la década de los cincuenta por miles de braceros que quedaron varados en su intento de cruzar a los Estados Unidos y no hubo otra que irse a poblar los cerros, las laderas y los diques de contención de agua, aunque cada temporada de lluvias tuvieran que velar ahogados. El Negro y sus amigos caminaban entre la gente sin ningún motivo, nomás por diversión y por no tener un lugar mejor a donde ir. El Negro caminaba por la avenida Juárez, la 16 de Septiembre, la Lerdo, la Mejía y la Mariscal, apurado y con un braceo vigoroso. Al caminar, casi trotar, el aire fresco de agosto le rozaba la piel y lo hacía sentir que tenía rumbo, destino, que su vida iba por algún lado seguro; aunque veloz, en el rostro no le se veía la prisa, diferente al resto de las personas que lo rodeaban, porque en ellas se veía el apuro por salir de ahí, parecían hormigas caóticas que extraviaron el rumbo, después de haber sido destruidas sus enigmáticas casas en el fondo de la tierra, en esta ciudad hecha para el camino y no para el encuentro.

El Negro colocó el arma en la funda de cuero rugoso y con el anverso de la mano la presionó a su costilla derecha, en un débil intento de ocultarla mientras salía y la guardaba en la guantera del automóvil. Ojeó la casa desde la puerta de salida. Reparó en la vista de su madre puesta en su figura. Regresó y se inclinó para darle un rozón de labios en la mejilla al tiempo que desbarraba la mirada hacia el piso.

—Duérmete, jefa —pidió el Negro.

Abrió la puerta y se fundió con la oscuridad del callejón Otumba. En su casa dejó el sabor amargo de la incertidumbre.

 

El Negro torció a la derecha en sentido contrario, para tomar la avenida 16 de Septiembre, así evitaba los congestionamientos viales que se daban calles abajo. Enseguida tomó un atajo que lo colocó, hacia el norte, en la avenida Rivereño, que corría paralela, pegadita, al Río Bravo. A su izquierda observó una franja horizontal, compuesta por luces amarillas, que recortaban en picos la noche, formando una figura como las que se dan en las pantallas computarizadas, que registran los impulsos del corazón. Era la cadena de edificios iluminados de El Paso, Texas. Observó la figura romboide instalada en la cima del Bank of America. “El trompo”, así lo llamaban los habitantes. Sus superficies emitían distintos colores, según el pronóstico del clima, de acuerdo a un código de colores del Servicio Meteorológico. El aire fresco de la rivera era una caricia. El Negro evocó la figura de la Claudia y sintió un cosquilleo en el estómago, una sensación por adelantado del placer que veía venir. —Primero el gusto y después el disgusto —murmuró para sí mismo. La frase le recordó el deber que tenía que cumplir esa noche. También las advertencias de su madre.

—¿A dónde tan curro y a deshoras, Javier..?

Volvió a su memoria la piel de la Claudia. Trigueña y suave, igual que un durazno reluciente. Señal de un vibrante sexo en despunte. El Negro detuvo el vehículo en el semáforo de la universidad y observó el paso de unos estudiantes. Se reconoció en algunos de ellos, cuando cursaba la preparatoria, estudios suficientes para ingresar a la academia de tránsito, para luego, según sus planes, de ahí pasar a la Policía Judicial, si es que todo salía bien.

El semáforo emitió su orden de flujo y arrancó el vehículo. Giró hacia la derecha por la avenida Adolfo López Mateos, al sur. Las caderas voluptuosas, encajadas con armónica precisión en dos columnas turgentes y en medio de ellas un pequeño corazón cerrado, como un pálpito debajo del pantalón, apretado y ceñido a la altura de los tobillos, fue lo que llenaron los ojos de el Negro Lardizábal, cuando levantó el rostro y vio a la Claudia por primera vez. Terminaba de escuchar a dos personas involucradas en un accidente de tránsito y ella buscaba a uno de sus compañeros para que fuera su gestor y evitar el pago de una infracción vial. El Negro inició alrededor de la Claudia la instintiva danza del pavorreal. La amabilidad y el aplomo de sus palabras aseguraron su atención.

—¿Y luego para qué estoy yo, señorita? Yo le cancelo su multa.

El Negro se levantó de la silla y al erguir el metro ochenta de su cuerpo sobre ella, acomodó su placa de agente, metálica, de bronce, con el escudo de la ciudad en el centro y alrededor su matrícula y el lema “Para servir”.

—Sí..., pero es que también quiero saludar a Indalecio... Ibarra.

—Luego la acompaño a que lo busque en los patios, porque ahí sólo se entra con autorización.

Ajustó la fornitura amarrada a la cintura y sobó su pistola, el ademán dio la impresión de que quería cerciorarse de que ahí estuviera el arma, aceitada y lista para desenfundarse, como quien se acomoda los testículos en un impulso previo a la acción.

—Bueno pues, muchas gracias.

La Claudia observó el gesto y barrió con el rabillo del ojo la figura de el Negro. Pantalón crema, untado al cuerpo, con una franja lateral café, en la parte exterior de cada pierna del pantalón, botas negras, altas, a la altura de la rodilla. Intercambiaron palabras preliminares, direcciones y números. El Negro no le despegó la mirada hasta que desapareció entre la marcha de automóviles en movimiento. Estaba decidido a explorar las posibilidades de una relación. El auto continuó por la amplia avenida, hasta girar a la derecha por una calle estrecha y oscura, para continuar hasta el fondo, donde se perdía frente a una casa amplia, con fachada de ladrillo rojo, enrejada con altos barrotes de fierro, pintados de blanco. Un tipo alto salió al frente, sin traspasar el barandal. Intercambió unas palabras con él, apenas audibles, ajustaron relojes y se despidieron con un saludo de manos. Retomó la avenida y continuó el recorrido durante 10 minutos más, hasta llegar a un cruce amplio, donde el rojo lo paró en seco. Lo que siguió después fueron encuentros sexuales, cada vez más intensos conforme la Claudia pasaba de una sensación a otra, más suelta, más libre, en coitos como una pedagogía instintiva del sexo, impartida por el Negro, en diferentes moteles de la ciudad. Cuando la visitó por primera vez en su casa, sin avisar, la encontró abrazada con un joven de 18 años, de cuerpo espigado. Acomodó el automóvil en un parque cercano y esperó con paciencia a que se fuera. Después, se acercó sin comentario alguno sobre el novio. Ahí les llegó la medianoche en una larga conversación. El Negro aceleró el vehículo al apuro del semáforo, cruzó la avenida y giró a la izquierda. A unos cuantos metros de la esquina, la Claudia esperaba atrás de un sauce que desparramaba sombras por sus delgados ramajes, amplios y circulares alrededor de su tronco.

—¿Quihúbole, lista? —preguntó Lardizábal.

La observó. Llevaba una blusa de gasa negra, por la que se trasparentaba el pecho blanco y amplio. La Claudia respondió un sí cuando se montaba al vehículo y atrapaba la nuca de el Negro con las palmas de sus manos. Respiró su aliento y experimentó el vértigo. Las lenguas de ambos se enroscaron húmedas y saborearon un beso hondo.

—¿Veniste preparada? —volvió a preguntar el Negro.

Entonces la Claudia reparó en la molestia que la maleta le producía encima de sus pies. La sujetó y la aventó al asiento trasero, lo tomó del cuello de la camisa y lo acercó de nuevo, esta vez le dio un beso fuerte, de presión, sobre los labios. El Negro respondió a la caricia con el jugueteo de sus dedos en el lóbulo derecho de la oreja de la Claudia. La retiró con suavidad para encender el Mercury y continuar la marcha. Sus ojos volvieron a revolverse sobre las cuencas.

Al cruzar por su casa, en la 8 de Mayo, en la colonia Melchor Ocampo, la Claudia hundió el cuerpo en el asiento para evitar ser vista por su madre y sus hermanos. Siguió de frente y, luego de dar varios giros, se internó en el callejón Victoria, una larga serpiente de asfalto, que escondía oscuridades y viviendas en sus rincones; cantinas, moteles y burdeles en sus salientes redondas. Buscó entre los rutilantes neones el motel Los Amores, introdujo el coche en la cabaña 25, la única que tenía levantada la cortina de acero. La Claudia aventó la maleta al suelo y la alfombra roja amortiguó el golpe. Se tendió sobre la cama y pasó revista al cuarto. Los muros vacíos, sin cuadros, ningún mueble alrededor, excepto un pequeño buró. La cama, enorme, cubría casi toda la superficie del lugar. El negro entró al baño y sacó un paquete de polvo blanco, vació una porción en un espejo de mano que descansaba sobre el lavabo, del bolsillo del pantalón extrajo una pequeña navaja con la que le hizo dos cortes, raspando varias veces el vidrio para dejar las delgadas líneas de cocaína bien formadas, sin gránulos regados, luego enrolló un billete y a través de él esnifeó profundo, echó la cabeza hacia atrás, para volver enseguida sobre el resto e inhalar la segunda columna; de sus fosas nasales salió un sonido seco.

—Ya nomás nos falta amanecer juntos, Javier —dijo la Claudia.

—Hoy va a ser ese día, chiquita —contestó el Negro, con las manos enroscadas entre los muslos de la Claudia.

—¡Ven aquí! ¡Después te vas! —musitó la Claudia.

Al suavizar la voz, frotó sus senos sobre la espalda de el Negro y agregó: —Luego vienes y terminas lo que dejes pendiente.

Amplió la sonrisa sobre su cara y ensalivó los labios con los ojos traviesos. Los de el Negro se dilataban para tatuar la vieja expresión que tanta zozobra le provocaba a doña Carmen.

—Mejor termino el trabajo de un solo golpe, pero cuando regrese. Porque hoy me bautizo —contestó Lardizábal.

—¿No estás ya gandecito para bautizos? —bromeó la Claudia.

—Nunca es tarde para bendiciones, quienquita, no pierdo la esperanza que en el futuro nos caiga la gracia de arriba. Esta noche podría suceder.

El Negro repasó por última vez los muslos de la Claudia antes de abandonar la cama. Luego se despidió.

La Claudia podía imaginar las manos de Lardizábal hurgar en su vagina y eso avivaba sus deseos. Después de noches intensas, en las que iba a dar a su casa en la madrugada, le gustaba tenderse sobre la cama y respirar hondo y largo el aroma penetrante del fluido sexual impregnado en su cuerpo, eso la encendía de nuevo y prolongaba una dulce agonía en la espera del nuevo día, para volverse a encontrar con el Negro, al que terminó de entregarse por completo.

La Claudia pertenecía a una familia de la clase media en pleno desplome por las turbulencias que causó la devaluación de la moneda y el estancamiento de la economía maquilizada de la región; la clase a la que pertenecía rasguñaba la pobreza en medio de la angustia por la falta de caminos para salir del hoyo. Ella olfateó las consecuencias y alzó la mira, pero había poco que ver en el horizonte.

El Negro llegó hasta la casa de Lalo Rivas, su compañero en la corporación de tránsito. Ya lo esperaba con una camioneta Durango, del año y sin las placas de identificación vehicular.

—Puro jale fino, mi Negro, en lo que fuiste a la casa de la Claudia —presumió Lalo de la rapidez con la que se había robado el reluciente vehículo.

Al llegar a la discoteca El Q, El Negro conducía la Durango. Se detuvo por un momento frente a la entrada. Estaba repleta de jovencitos. Rodeó el edificio, de muros altos, coronados por una delgada luz neón y en medio, sobre el techo, una gigantesca Q que emitía luces oscilatorias, y se estacionó atrás. El callejón estaba en penumbra; una luz tenue de un farol, colocado arriba de la puerta de emergencias de la discoteca, impedía la oscuridad total.

—¿Se sentó junto a la puerta de emergencias? —preguntó el Negro.

—El Nene está mesereando aquí y ya me confirmó que sí —contestó Lalo Rivas.

 

Volvieron al frente y entraron a la discoteca. Había una pista cuadrada en el centro del salón, que se alzaba sobre las pequeñas mesas colocadas en los cuatro costados de la plataforma de baile. Los muros estaban forrados con pequeños rombos de caucho café, ensamblados a la perfección. La oscuridad en esa zona sería casi total, si no fuera porque una delgada línea azul, de neón, corría por el piso. El Negro afinó la vista y repasó la zona. En una de las mesas del fondo, cercano a la puerta de emergencias, frente a uno de los ángulos de la plataforma de baile, localizó al comandante. Avisó a su compañero y ambos se dirigieron hacia él. Estaba solo.

—¿Qué pues muchachos? —saludó el comandante.

—Aquí nomás, comandante, cumpliendo con usted —respondió el Negro.

—¿Qué cuenta Lalito? —agregó el comandante.

El comandante vestía una camisa lisa, de seda, color azul cielo. El cuello ancho y abierto dejaba ver dos gruesas arrugas atravesar la garganta. Por su piel cruzaban las manchas cafesosas de la vejez. El pelo cano acentuaba más la blancura de su rostro, de figura cuadrada, pómulos pronunciados y mentón ancho, que le daba un aspecto agresivo y de fuerza, contrastante con los años que se le veían encima, unos 65. Después de intercambiar saludos, se sentaron a la mesa, ordenaron una botella de Buchanans y dejaron correr la media noche entre anécdotas ocurridas en la corporación de Tránsito. El Negro y su compañero se levantaban de forma esporádica al baño para “polvearse la nariz”, como ellos mismos le llamaban a la esnifeada de coca. El comandante les recordaba sus inicios como agentes de vialidad.

—¡Pinche Lardizábal! Si no lo saco de un crucero y lo subo a la moto, hubiera terminado más negro por el sol —bromeó el comandante.

—No crea, mi coma, me costó cinco mil dólares ingresar a la corporación y dos mil más subirme a la moto, pero se me hace que ya merezco la charola de capitán —reviró Lardizábal.

El comandante salivaba al hablar y pausaba sus palabras por el efecto del licor, mientras que Lardizábal y Lalo Rivas mantenían una parranda serena, por el efecto de la inhalación del polvo blanco.

—Está difícil, el cambio de administración y de partido en el poder está provocando reacciones en la corporación —dijo el comandante.

—Se oye decir que todos los mandos van a ser removidos, ahora con la llegada de los del otro partido, mi comandante —intervino Lalo Rivas.

—¡Se les haría un batidero la ciudad! Aquí traigo en la cabeza muchas cosas que les pueden servir o les pueden perjudicar, así es que nomás es cosa de hablarlo y tomamos acuerdo con ellos. A propósito ¿reunieron la polla? —el comandante se dirigió al Negro.

—Está aquí cerca, coma, no vamos a cargar con tanto dinero encima —respondió Lalo Rivas.

El Negro asintió con la cabeza el dicho de su compañero, ante la mirada inquisitiva del comandante que reclamaba el dinero que se reunía cada semana, producto de las “mordidas” cobradas por los agentes de la corporación, a los guiadores de vehículos infractores.

—Bebamos, pues, pero no olvidemos que hay que ir por él, porque ese dinero, para que baje, primero tiene que subir.

La madrugada escarchaba cuando el Negro y Lalo Rivas sacaron al comandante por la puerta de emergencias. En una ida al baño, Lalo Rivas lo siguió. Le colocó el cañón de su pistola en la nuca y así lo condujo hasta el callejón. Afuera, le hundió el puño derecho en el abdomen y el comandante se dobló de dolor. Boqueó de asfixia. El Negro aprovechó para atarlo de pies y manos y colocarle en la boca una bola de trapo. Entre Lalo Rivas y él lo aventaron al asiento trasero y arrancaron el vehículo. A esa hora los asistentes a la discoteca casi terminaban de salir por la puerta delantera.

Lejano, un eco que descendía hasta extinguirse se escuchaba de forma esporádica, era un chirrido como de raspadura de fierro que venía de una refinadora de petróleo, ubicada a un kilómetro de donde el Negro y su compañero tenían al comandante. Era un solo cuartito construido con ladrillos, en medio de una llanura pareja. No había más casas alrededor, si se salía al patio, cercado por trozos de madera vieja, lo único que se veía era el chorro de luz pálida de la luna y las sombras de arbustos enanos, proyectados en la arena. Estaba sentado en una silla de madera, con cáscaras de pintura roja en las patas y en el respaldo. Sólo estaba atado de las manos ya y chorreaba sudor como si hubieran zambullido su cabeza en un balde de agua. Lalo Rivas estaba atrás de la casa y el Negro, sentado frente a él. La luz de un quinqué de petróleo dibujaba figuras danzarinas en las paredes. Por el bombillo se elevaba un hilo de humo negro que se pegaba a las vigas ahumadas de madera. El comandante se sacudía en espasmos intermitentes y de los ojos amoratados, cerrados por la hinchazón de los golpes, salían lágrimas de súplica.

—¿Por qué, Negro? ¿Por qué? ¿Es el dinero? ¡Quédatelo!

Lardizábal tenía la mirada clavada en la llama del quinqué. El sudor le corría por las sienes y ocultaba un ligero temblor en la mano derecha.

—¡Carajo! No moquee, comandante. Los muertos no saben de razones y usted, como quien dice, ya es muertito.

Un temblor sacudió el cuerpo del comandante y lo hizo girar en su silla y caer de rodillas al suelo. El Negro se levantó como si un resorte lo hubiera impulsado, dio dos pasos atrás y gritó:

—¡Párese, coma, póngase de pie!

—¿Es por lo de la Claudia? Tú sabes lo que buscaba en la corporación. No era a mí, quería seguridad, agarrar barco.

—¡Me carga la chingada! —maldijo el Negro.

De un puntapié quitó la silla de en medio. Lalo Rivas entró de prisa, alarmado y con la pistola en la mano.

—A ver, mi coma, siga —ordenó Lardizábal.

—La Claudia iba al Q a bailar, ahí nos conocimos, ahí la conocieron los otros capitanes. A veces con uno, a veces con otro. Tú sabes que no me buscaba a mí, buscaba su propia seguridad, hasta que te conoció y le ganó el amor.

El Negro martilleó su pistola sin apuntar. Sintió su peso en la mano derecha. Todavía se le hacía imposible. Sentía miedo de cruzar la raya. Pero el bautizo es un pacto y los pactos son indisolubles, ya no se rompen y a él claramente le dijeron: “Ya pronto viene tu bautizo de fuego y con él tu ascenso, de ti depende”. El sudor no dejaba de escurrirle por la frente y empezó a sentir laxo el cuerpo y las piernas débiles.

Una ola caliente le subió del pecho y se le acomodó en el rostro endurecido por los músculos tensados. Sintió correr por su saliva el veneno de los celos, llegados a el Negro de golpe, sin presentimiento, a la luz de la confesión del comandante. Una tela roja le cubrió la mirada y lo agitó una violencia interna a punto de irrumpir a la superficie. Pero no, se contuvo. Tragó saliva. Pudo controlar la ira y se sintió capaz de dosificarla.

—Anda bien errado, mi coma, aquí la Claudia no tiene nada que ver, esto es cosa de los barones de arriba, precisamente ellos me encargaron que le diera a usted un recado: “Que estos son los tiempos del cambio y a usted no se le podía cambiar nomás así, porque traía muchas cosas en la cabeza que, como usted dijo, podían beneficiar o perjudicar”.

El estruendo de la .45 retumbó en el cuarto y cuando el eco apenas se perdía en el arenal, el ruido de una segunda explosión se esparció con más fuerza por el desierto. Adentro del cuartucho, la bala abrió la frente del comandante.

—Ahora sí ya tienes tu primera calaverita —comentó Lalo Rivas, con una sonrisilla maliciosa.

Lalo fue hasta el cadáver y lo esculcó, sacó de los bolsillos delanteros del pantalón unas monedas que luego arrojó al piso. De la camisa obtuvo una credencial con nombre, grado y fotografía: “Indalecio Ibarra, Comandante Primero de la Dirección General de Tránsito”, lo arrastró al patio y procedió a cavar una tumba.

El Negro, recargado sobre la camioneta Durango, cerraba los ojos para sentir de lleno un aire fresco que le secaba el sudor de la cara y el cuello. En su espalda sentía el peso del cansancio.

—Ya soy capitán —murmuró.

Los ojos del Negro se espasmaron y el aleteo no cesó. Bajó la mano a su pistola. Estaba tibia por el fuego reciente. La sopesó en sus manos y pensó en la revelación angustiada del comandante. Volvió a sentir de nuevo el arponazo de los celos. La arena parecía un inmenso océano blanco. La luna palidecía cada vez más por el presentimiento del nuevo día.