Letras
El guardián del faro

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Cuando acepté el trabajo en el faro de Punta Sirenas pensé que era la ocasión ideal para preparar mis últimos exámenes porque la llegada de mi hermana, con sus tres adorables vikingos, me impedía toda concentración. Tuve que resignarme a estudiar en la biblioteca de la universidad, donde encontré a Alfredo a quien no había visto desde el liceo.

Fuimos a tomar un café. Él estaba preocupado, se acababa de comprometer y no quería estar alejado de su pareja durante el verano.

—¿Qué te lo impide?

—Un trabajo que tomo todas las vacaciones.

—¿De qué se trata?

—¿De qué se trata, qué?

—El trabajo...

—Reemplazo al guardián del faro de Punta Sirenas durante dos meses.

—¿Y..?

—Y esta vez no puedo dejar sola a Rita.

—¿Celoso?

—No, responsable. Está embarazada, lo supe hace poco. Tengo que encontrar a alguien que me reemplace.

 

2

Llegué al faro y el prefecto marítimo me dio las instrucciones. Dijo que el guardián estaba enfermo y que durante mi permanencia buscarían a otra persona para el cargo. Alfredo, que estudiaba psicología, me había comentado que el hombre presentaba los síntomas de una alienación llamada “síndrome del faro”.

El encuentro con Alfredo parecía haber sido programado para que yo solucionara mi problema y él el suyo. No sólo encontraría el tiempo para estudiar y escuchar música, sino que podría terminar de escribir mi novela.

Pagaban bien, si se tomaba en cuenta que me ofrecían alojamiento y comida gratis.

 

3

Después de los primeros días en los tuve que acostumbrarme a un nuevo ritmo biológico (dormir de día y trabajar de noche) me ambienté sin problemas.

El trabajo era mínimo. Las comunicaciones con los barcos son casi inexistentes. Hoy todos poseen equipos que les permiten orientarse y acercarse a la costa sin las referencias del faro. Las embarcaciones pequeñas y las barcas de pescadores son las que se guían por las luces. Mi trabajo era estar atento a esas pequeñas embarcaciones y mantenerme en contacto con la gendarmería marítima para comunicar el movimiento o pedir auxilio en caso de necesidad. Ninguno de esos casos se presentó en los dos primeros meses.

Se acercaba el momento de volver a casa y me di cuenta de haber desaprovechado el tiempo. Había estudiaba poco y sin ganas, mantenía innumerables contactos por Internet, jugaba al ajedrez y sobre todo escribía mi novela con pasión. Antes, en la ciudad la prioridad iba al estudio. Hice examen de conciencia y comprendí que la carrera que había elegido no me gustaba.

Estaba en plena crisis cuando me llamaron de la capitanería del puerto para ofrecerme el trabajo en forma estable.

Sentí que una vez más el destino decidía por mí y acepté sin reflexionar.

Los sábados por la noche los tenía libres y trabé algunas amistades en el pueblo. En mi noche libre se ocupaba del faro un muchacho de mi edad que creo que lo que más le atraía del trabajo era la posibilidad de pasar la noche con su chica. Los reemplazantes que le sucedieron, hacían casi todos lo mismo. Muchas veces encontré huellas de mujer. Señales de rouge en los vasos, hebillas para el cabello en el diván... un perfume que flotaba en el ambiente...

Yo recobré la serenidad; no me sentía culpable por haber interrumpido mi carrera, al contrario; me deleitaba con el rumor del ulular del viento y el choque de las olas contra los acantilados. Cuando el mar estaba en calma el silencio era absoluto. Escuchaba música, escribía frenéticamente y sentía aumentar mi creatividad.

Pasaron los años. Terminé mi novela y ya empezaba a esbozar la trama de otra. Mandé mi escrito a una editorial y después de un tiempo dejé de esperar la respuesta.

 

4

Hace ya más de veinte años que trabajo en el faro.

Me hace reír esa palabra, me pagan para disfrutar de una vida que nunca imaginé que podría permitirme. Vivo como un anacoreta, medito mucho, hasta creo que pienso menos. Estoy cada día más cerca del Nirvana; el vacío de la mente.

Me nutro de música, de lecturas, de silencio y del mar, que es el marco de mi vida. Soy feliz, no necesito emborracharme para sentir un continuo y creciente estado de embriaguez.

Cada noche es una nueva aventura para mí.

Ayer estaba escribiendo cuando escuché rumor de pasos. ¿Sería la sirena? Parecía que quien subía tomaba largas pausas entre escalón y escalón. Luego vi aparecer a una desconocida en el pequeño vano de la entrada. A veces recibía alguna visita del pueblo, pero a esta mujer nunca la había visto. Su respiración era agitada. Lo primero que hizo fue pedirme agua. Se la di de inmediato. Sentada en el sofá bebió con avidez. Se recostó sin decir palabra.

Parecía exhausta, sus ropas de extraños colores estaban laceradas y sucias de barro, los cabellos eran un alboroto rojizo en el que asomaban cintas y peinetas. Viendo los pendientes rojos que colgaban de sus lóbulos, pensé que debía ser una gitana de la caravana que había acampado cerca del pueblo. Cuando la primera impresión se debilitó, comencé a sospechar que la había visto en otra oportunidad, pero no recordaba cuándo.

La dejé descansar, pero al rato empezó a agitarse nuevamente y de pronto, vomitó un líquido verde.

Asustado llamé a la prefectura marítima. La mujer parecía estar poseída de una fuerza renovada, se levantó, me tomó con firmeza de los brazos y caímos juntos en el sofá. Las náuseas del olor que despedía me hicieron vomitar también a mí. La vinieron a buscar y me obligaron a acompañarla al hospital.

 

5

Aquí, en el hospital, me repiten que no había ninguna mujer en la ambulancia y que yo debo permanecer en observación porque ya tuve otra vez una alucinación. ¿Alucinación? Pero si tengo uno de sus aros en mi mano... protestaba.

Dijeron que no es la primera vez que llego al hospital en gran estado de agitación, que hablo de sirenas y gitanas inexistentes. Vendrá a visitarme un psicólogo.

Me dieron calmantes y por un momento surgió claro el recuerdo de esa conversación sostenida con Alfredo, hace más de veinte años, cuando aludió al “síndrome del faro”, causado por el silencio y la prolongada soledad.