Letras
La entrevista

Comparte este contenido con tus amigos

A Germán Espinosa
y Orlando Mejía Rivera,
con mi admiración y aprecio.

El caballo atravesaba una pradera y sus extremidades de fuego parecían como si volaran. El jinete que lo conducía iba hacia el llamado Castillo, que quedaba en la cima de una colina de poca altura en la que remataba una pendiente sembrada de pastos que servía de alimento a las cabras de su misterioso habitante. De él se decía que parecía un ser de otro mundo y que tenía el aliento de un dragón, que no hablaba con nadie y que sólo salía en las horas de la noche, sobre todo en las de luna nueva, para platicar con la brisa y cogerle el pulso a la oscuridad.

El jinete había estado unos minutos antes en el llamado museo de los recuerdos y en él había visto una nevera en la que se conservaba el hielo de los años históricos y algunas de las bebidas que se consumían por esos tiempos. Había conversado con el actor que la atendía y éste le había dicho que tenía varios días que no veía al enigmático dueño de la vieja casona de la colina.

—¿Habrá muerto? —le preguntó.

—No, no lo creo —le respondió el actor del museo, al tiempo que lo invitaba a tomarse una soda con sabor y un pan de sal que todavía le quedaban del anterior suministro de alimentos del pasado.

El jinete saboreó el helado y burbujeante líquido de color ámbar, hizo un gesto de complacencia con su boca como si catara un trago de vino de bodega y enseguida empezó a comer el pan, que no era sino pan francés pero duro y harinoso.

A la entrada del Castillo, el jinete notó la presencia de varios niños de la escuela de formación para la vida que habían ido a pasear por los alrededores en busca de aventuras y que se encontraban a pocos pasos de la puerta de hierro del jardín de la misteriosa mansión. Al notar la presencia del jinete uno de ellos le preguntó:

—¿Qué se le ofrece, señor?

—He venido a hablar con el dueño, debo hacerlo —le contestó.

El jinete siguió de largo y se dispuso a tocar la cancela de hierro pero encontró que estaba abierta, entró al jardín y tomó el sendero con rumbo a la entrada de la casa. Miró la fachada de cerca y pudo constatar que toda ella parecía una imagen congelada del pasado porque los barrotes de las ventanas estaban oxidados, las paredes descascaradas y sin pintura, las puertas carcomidas, muchas de las baldosas levantadas y partidas, y algunas estructuras abiertas que dejaban ver las varillas también oxidadas, y porque toda ella estaba cubierta de mugre y polvo acumulados durante años.

Caminando con la vista al suelo para evitar pisar la basura, llegó a una alcoba que parecía la principal y que, a diferencia de las demás, tenia la imagen de las cosas revestidas de actualidad. Estaba limpia, al menos. Y daba la impresión de que habitada, aunque no se escuchaba nada que delatara la presencia de un inquilino, ni siquiera el zumbido de las moscas que le había acompañado durante el recorrido inicial.

“Creo que lo mejor es tocar”, pensó e intentó hacerlo pero la puerta se abrió misteriosamente antes de que sus nudillos la golpearan y todavía es la hora que no sabe si por la acción del viento o por algún mecanismo termomecánico o por obra y gracia del deseo de su residente que, supuso entonces, vigilaba sus pasos desde algún mirador escondido.

El jinete entró y regó la vista por todo el cuarto y pudo contemplar lo que parecía ser la apoteosis del desorden pero sin mugre ni desechos, aunque con un poco de polvo de varios días. Dirigió su atención sobre las muchas revistas y periódicos anacrónicos acumulados sobre una mesa sin mantel. Observó los demás muebles: un diván deteriorado, dos taburetes viejos de cuero y una mecedora de mimbre con muchos descosidos, un samovar, un aguamanil y una tinaja. Y miró también los libros arrumados en el escritorio, uno de ellos abierto y separado con un puñal de plástico. Miró la portada y leyó el título: El planeta de los simios. Al lado de él, cerrado, estaba otro libro de menor grosor y pasta más sencilla titulado La noche de la Trapa, del escritor Germán Espinosa.

Luego de esa visión inicial el jinete decidió buscar al inquilino en el patinejo y se asomó inicialmente por una ventana con hojas de madera que estaba semiabierta y por la que se filtraba un olor a flores y a hierba fresca. El jinete observó todos y cada uno de los lugares del pequeño descansadero del castillo, desde las reatas sembradas de begonias y magnolias del fondo, pasando por la fuente central con sus bancas y sus pequeñas esculturas de ninfas y auras y el surtidor con forma de ánfora pero sin agua.

Al otro lado de la tapia unos niños recogían frutillas. Los demás se ocupaban en otros menesteres. Unos cazaban mariposas amarillas, otros jugaban a la pelota como se dice que jugaban los indios mayas antes de la misteriosa diáspora y los demás corrían por el desfiladero tras imaginarios bridontes, montados en sendos caballos de vapor y blandiendo espadas de luz, con las que hacían explotar como pompas de jabón las imágenes de los animales fantásticos que descubrieron en uno de los cuentos de las clases de realismo que tomaban para saber cómo eran los dioses que amaban y sufrían más allá del mundo de las páginas y las letras.

Al percatarse de que el extraño personaje del castillo no se encontraba en la parte habitable del mismo, y ver que los niños jugaban en los alrededores como si nada, decidió ir hacia ellos para preguntarles por él, porque supuso que lo conocían y podían decirle en dónde se encontraba en ese momento.

Los encontró jugando a la identidad de las cosas y uno de ellos tenía entre sus dedos un ramito de hojas verdes y preguntaba a los demás de qué planta eran.

—¿Sabes tú acaso dónde está? —le preguntó a ese que parecía lideraba la sesión, al tiempo que le señalaba la pared exterior del patinejo.

—¿Soy yo acaso el guardia de mi hermano? —le contestó riendo.

—¿Y para qué lo necesita? —le interrogó otro, con arrogancia, mientras hundía en la tierra una pala que usaba para recoger basuras.

El jinete se desconcertó un instante por la actitud de los niños, burlesca la del primero y casi desafiante la del segundo. Y no pudo evitar una ligera mueca de desaprobación que a los niños les pareció graciosa.

—Es un trabajo de investigación que adelanto por razones de patria —le respondió el jinete pocos segundos de meditación después.

—¿Razones de patria? —exclamaron todos en coro.

—¿Y no nos dijeron en clase de ética que la patria había desaparecido por culpa de la soberbia y el egoísmo de los hombres? —dijo otro de los chicos.

El jinete se sintió en otro lugar de la historia, como si hubiera olvidado poner el temporizador antes de salir del cilindro transportador de la nave Enterprise del capitán Kirk. Luego prosiguió su charla al notar que los niños seguían expectantes.

—Todo empezó en un cuento titulado El asunto García. En él, el personaje, un estudiante costeño de apellido García, se siente asediado por un fauno burlón vestido de levita negra y sombrero de copa pero al cual se le veían los cascos y los cachos que lo identificaban plenamente como fauno. Y al parecer, por culpa de esa fauno obsesivo, el personaje del cuento estuvo en el lugar equivocado y lo mataron en lugar de a Jorge Eliécer Gaitán y eso le cambió el rumbo a la historia de Colombia en esta dimensión de ustedes.

—¿Y al fauno qué le pasó? —dijo el muchacho de más edad.

—Eso trato de averiguar aunque en el cuento el fauno es un símbolo para significar esa fuerza misteriosa que algunos llaman azar y que hace que las cosas ocurran de una u otra manera —le contestó el jinete.

A esta altura del diálogo ni el jinete ni los niños se habían percatado del acercamiento del extraño residente del castillo que venía subiendo a pie la ladera. El primero continuó su relato del cuento y le comentó a los niños que El asunto García había sido uno de los tres finalistas de un concurso nacional de cuentos de ciencia-ficción y que si no ganó fue porque a los jurados se les escapó el detalle del fauno y no cayeron en cuenta que ese era el verdadero acierto del texto, al menos desde el punto de vista filosófico.

El niño mayor iba a preguntar qué era eso de filosófico pero los demás vieron que el habitante del castillo estaba a pocos metros y emprendieron veloz carrera.

—¿Por qué huyen? —alcanzó a decir el jinete.

Los niños le señalaron hacia abajo y el jinete vio al extraño personaje vestido con una sotana negra, botas también negras y guantes y capucha del mismo color. Trató de mirarle el rostro pero un antifaz y una cinta de tela se lo ocultaban casi plenamente.

—¡Huyen de mí! —le dijo el encapuchado con una voz impostada que parecía salir de un altoparlante—. Pero no tema, no soy peligroso para ellos ni para usted. Huyen de mí porque me han hecho algunas travesuras y les prometí un castigo por ello.

Al escuchar esto el jinete se tranquilizó y no dudó en decirle cuál era el objetivo de su visita.

—Vengo a hacerle una entrevista, bueno, si usted no pone reparo alguno —le dijo.

El hombre de negro lo miró con algo de resignación, como diciendo: ¿otro? Y lo invitó a que subiera hasta su alcoba.

 

Unos minutos después estaban el jinete y el llamado hombre del castillo sentados en sendos taburetes de cuero, contemplando el paisaje del jardín, la fuente seca con sus estatuas y disfrutando de un par de cigarros que al enmascarado le suministraban los filibusteros que vendían artículos de las islas casi desérticas y despobladas del Caribe.

—¿Entonces usted cree que el fauno del cuento vive en esta dimensión? —le preguntó el anfitrión al jinete, luego de las explicaciones iniciales acerca del motivo de la visita. Antes le había preparado al visitante un extraño pero delicioso jugo de frutillas del monte que éste degustó complacido.

—Sí —le respondió el jinete—. Y la razón me la da Phil K. Dick. Como usted seguramente recuerda, la novela El hombre del Castillo de Dick cuenta la historia después de la segunda guerra mundial tal como él la pensó si en lugar de haber ganado los aliados hubiera sido el fascismo el triunfador. Los japoneses —como se cuenta en la obra— hubieran dominado gran parte de los Estados Unidos y hubieran anticipado en muchos años su extinción como potencia.

El hombre de negro —que seguía sin descubrir su rostro aunque se había despojado de la sotana, de los guantes y de las botas— le dijo entonces que no entendía la relación entre el fauno del cuento y el ejemplo de la segunda guerra. Aprovechó para caminar unos pasos y señalarle —tocándola— la fuente seca. “Desde que desapareció el Estado no hay agua en las cañerías”, dijo con algo de pesadumbre. “Pero hay allí una relación de causalidad que no veo en su ejemplo”, concluyó.

El jinete pensó en ese instante explicarle la discusión ya superada entre el determinismo y la incertidumbre y explicarle que las nuevas técnicas de la cibernética hacían posible la recuperación del pasado. Pero prefirió volver al mundo de esa dimensión que visitaba con frecuencia para investigar eso que él llamaba los ripios de la historia.

—En esta dimensión las cosas no ocurren como en la otra de donde vengo, fruto de un cruce de hechos y circunstancias —dijo—. Acá hay un evidente demiurgo que las programa, alguien que ejerce su dictadura mental sobre los hombres y no les deja otra alternativa diferente a ser lo que él quiere que sean.

—¿Y? —dijo el anfitrión con evidente interés.

El jinete lo miró fijamente, pensando cada una de las palabras que le iría a decir enseguida.

—Yo creo que el Jorge Eliécer Gaitán de mi cuento vive en este mundo, en esta dimensión escondida de la memoria, y creo que puedo recrearlo para indicarle a mi pueblo lo que perdió por culpa del fanatismo.

Dicho esto bajó la cabeza como escarbando en el recuerdo y le soltó esta pregunta inesperada al enmascarado: “¿Es usted, acaso, el personaje de un cuento de ciencia ficción?”.

El hombre cambió de semblante, frunció el ceño y los labios, cambios que el jinete no alcanzó a ver por el cubrimiento del rostro.

—¡Sí! —contestó secamente—. Pero no el que usted se imagina y es usted el quinto en venir a hacerme perder el tiempo con sus preguntas.

El jinete se quedó mudo con la respuesta y trató de levantarse con la intención de despedirse y ponerle punto final a la entrevista, pero el misterioso entrevistado lo detuvo.

—Perdóneme pero no ha sido mi intención rechazarlo —le dijo—. Lo que pasa es que usted no conoce el drama de mi vida en esta dimensión —agregó.

La noche empezaba a llenar de oscuridad el castillo y los alrededores. El hombre enmascarado encendió un par de velas para disiparle el temor al jinete. Los niños ya estaban bien lejos del castillo, durmiendo en ese otro lugar que los dioses diseñaron para que los niños fueran felices y contagiaran de felicidad a todos los demás niños del mundo.

—Le voy a contar ahora mi historia —le dijo al visitante, mientras se acomodaba en el diván—. En ella también tiene que ver un cuento, como en su caso. ¿Recuerda usted La noche de la Trapa de Germán Espinosa? —le preguntó.

—Sí, lo leí hace muchos años y lo estoy viendo en la mesita de esta alcoba con las mismas letras rojas y el fondo negro de la edición de 1965.

—Pues bien, si recuerda el cuento sabrá que un científico de nombre Melchor de Arcos había convertido a dos chimpancés en hombres y que uno de ellos llamado Chip huyó y que al otro lo asesinó De Arcos en el instante en que lo encontró disfrutando del sexo con su esposa y en su propia cama.

—Así es —respondió el jinete—. Y recuerdo el final del cuento, cuando Melchor de Arcos llega al Monasterio Trapense para purgar con el enclaustramiento su crimen y constata que el monje que lo recibe, Fray Roberto de Clarabal, es el mismo simio Chip a quien él había convertido en hombre y que se había fugado de su laboratorio.

El jinete hizo una pausa y reparó en el libro que estaba sobre la mesa de centro. Luego prosiguió.

—Lo que no entiendo es ¿qué tiene que ver el cuento con usted?

—Mucho —le dijo el enmascarado—. El cuento terminó donde usted dice pero la historia no. Después ocurrió que Melchor de Arcos, aún dolido por su fracaso, intentó matar a Fray Roberto de Clarabal, a Chip, sin permiso de Espinosa y que éste, para evitar la truculencia y dejar que el cuento terminara en el momento preciso, decidió borrar esas escenas de la historia publicada y los condenó a vivir, a Arcos y a Chip, en este limbo que forman los borradores archivados de los escritores.

El jinete aspiró una bocanada del cigarro que le había obsequiado minutos antes el anfitrión y se quedó un rato pensando hacia adentro, como buscando la mejor explicación de lo que diría después. La noche era acompañada por un viento frío que silbaba como en las viejas películas de ultratumba y que se metía por las rendijas de ventanas y puertas del castillo y cerraba las que estuvieran abiertas.

—En el cuento de Germán Espinosa —dijo el jinete— el escritor se realiza con el progreso intelectual de uno de sus personajes, el tal Roberto de Clarabal; pero en el citado por mí, en El asunto García, el escritor quedó inmerso en una duda que lo atormenta porque no sabe qué desear más, si la muerte de Gabriel García, el escritor costeño que estaba en el lugar equivocado o la del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. ¿Se imagina usted lo que hubiera sido de Colombia con Gaitán de presidente?

—Algo he oído de eso —dijo el hombre del castillo—. Sé de una región de esta dimensión en la que vive un abogado penalista de apellido Gaitán que se salvó en un cuento de un escritor Mejía.

—Me gustaría conocerlo...

—No se lo recomiendo. Me han dicho que él, agobiado por la soledad de estas páginas y al saber que para que él viviera tuvo que morir un escritor que hubiera ganado el Nóbel, se ha dedicado a la bebida.

—Y bien que lo sé —respondió el jinete—. Como que he sido yo quien le salvó la vida para que entonces viviera en esta dimensión.

—¿Ha sido usted quien lo ha mandado a la papelera de reciclaje? —preguntó el entrevistado—. ¿Y a propósito, quién es usted? —insistió con firmeza y evidente curiosidad.

El jinete dudó unos segundos antes de responder. Pensó en toda la historia del cuento, la utilizada y la desechada. En lo triste para la literatura si el costeño estudiante de Derecho hubiera muerto como lo conjeturaba El asunto García y de él se supiera apenas por el informe de policía que daba cuenta de su muerte y que relacionaba el párrafo inicial de La casa, la que sería su gran novela. Y le respondió al ermitaño de negro con la seguridad aprendida en las muchas lecturas que tuvo que hacer antes de decidirse a escribir su primer texto.

—Digamos que soy un poco ese Gabriel García que murió asesinado en mi cuento o uno de los muchos autores que andan en busca de personajes, pero la verdad, soy el escritor Orlando Mejía, autor del cuento El asunto García, y estoy investigando en esta dimensión para escribir el cuento de Gaitán vivo en un país que evitó la tragedia del 9 de abril y los gobiernos conservadores, liberales y uribistas que le siguieron...

El hombre del castillo dejó escuchar una breve risa que parecía fingida, una especie de “Ja Ja Ja” actoral que minimizaba la importancia de la anterior versión.

—¿Y eso es todo? ¡Lo mío sí que es importante! —expresó.

El jinete miró al enmascarado un instante, con enfado por su pedantería, y al caer en cuenta que tampoco sabía de quién se trataba, le preguntó:

—¿Y usted quién es?... Porque yo tampoco sé quién es usted.

El enmascarado sonrió, viró su cuerpo a un lado y se llevó las manos a la cabeza.

—¿Por qué cree usted que ando con la cara cubierta? —le contestó y empezó a quitarse el antifaz y la cinta de terciopelo que le cubría la boca y el mentón—. Yo soy Fray Roberto de Clarabal y tuve que escapar del monasterio trapense para evitar que el científico De Arcos me mutara nuevamente en simio, lo que logró parcialmente.

Al tener la cara descubierta levantó la cabeza y dijo con la voz quebrada.

—¡Mire mi rostro mezcla de humano y de primate!

—¡Ah bestia! —exclamó en voz baja y con desilusión, el escritor Mejía Rivera.