Artículos y reportajes
Ilustración: Nanette HooslagSobredosis
Un artículo puritano

Comparte este contenido con tus amigos

Ahora resulta que la esencia del porno, ese género tan popular, es la trasgresión. Esto lo dicen Andrés Barba y Javier Montes, y su clarividencia ha sido recompensada con el premio Anagrama de ensayo. En otro tiempo podía ser cierto, ahora es un anacronismo y una bobada. Y lo más llamativo es que lo digan unos jóvenes que no han conocido otra cosa que el pansexualismo generalizado, de sexo mediático. El sexo explícito ya no es pornográfico y sí las escenas de decapitaciones que los islamistas cuelgan en YouTube. Se dedican a convertir en trascendente lo banal, se ponen semiológicos (hay una fenomenología de la felación ridícula), dejan caer frases como la magia de la ceremonia pornográfica...

Ahora que tanto se ha hablado de la película sobre Alfred Kinsey, interpretada por Liam Neeson (dirigida por un tipo que, lógicamente, se llama Condon) y también de un documental sobre Garganta profunda en donde se analiza el impacto de la legendaria cochinada treinta años después de su estreno, es el momento de decir cuatro cosas que merezcan el calificativo de retrógradas e incluso puedan achacarse a una irremediable pérdida de vitalidad del autor de la prédica mediática postvictoriana.

Y es que a veces uno se pone en guardia como un cuáquero. Y no hace falta, en verdad, ser eso, o un mormón, un monje severo en áspera ropa de penitente, un “Diógenes sin linterna” para sentirse bastante abrumado por las curiosas “necesidades” de tanto guión actual, esa calenturienta morbosidad que nos asalta por doquier: en revistas, en galerías de arte, en teléfonos rosa, en anuncios por palabras (madurita fogosa, azafata espectacular, ducha erótica, masaje birmano). En las pasarelas se da un flagrante quebrantamiento de todo lo decoroso. Las actrices realizan manipulaciones que antes solían efectuarse en la más estricta intimidad, los tenores se ven forzados a fingir que practican la sodomía quizá portando brazaletes con esvástica en óperas de Verdi o Puccini, vemos marionetas (como lo leen) entregándose a la lujuria más explícita: una forma de atraer a nuestro idolatrado público en masa al teatro es poniendo en el escenario a unos señores que se retuerzan el miembro viril, entre chistes de adolescente...

Años después de que Freud, pensando siempre en lo mismo, designara al sexo como motor de la humanidad, nos ha caído encima una avalancha textual e icónica en que todo parece girar en torno al aparato genital, rasurado o no. En Internet el sexo se multiplica: es el primer producto de éxito dentro del comercio electrónico. “Be a sex machine”, me exhorta un tal Benito Lane o Marvin Herrera en su correo. Respetables jueces, maestros, otorrinolaringólogos se convierten en impunes usuarios de material sicalíptico. En las protestas sindicales los obreros, al acabar, nos enseñan sus nalgas granujientas con impudicia. Cualquier pretexto es bueno, hasta el pobre Shakespeare, para mostrar senos en todo su esplendor o decadencia. Es la ideología de la transparencia. ¿Puede sorprender luego que, en este clima, personas inmaduras se dediquen a determinado tipo de juegos con cigarro en un despacho oval, que los curas abandonen el celibato para transgredir con más soltura el sexto mandamiento, que presentadoras de televisión aparezcan en vergonzosos catálogos, que el atildado Príncipe de Gales quiera ser un tampax?

Siguiendo su inveterada costumbre insiste Shere Hite sobre la importancia del vibrador y mide con atenta dedicación los orgasmos, el grado de placer de cada uno por la intensidad de los gemidos, los sí y los ahh. Se evalúa la práctica sexual con baremos estadísticos y epidemiológicos. Se transmite a los jóvenes que en sexo todo vale, se induce a los ancianos a tomar Viagra aunque no les apetezca, procurando en este caso que se sientan como momias incaicas. (Por cierto, recuerden cómo le alivió a Buñuel el declive de la libido: para él fue como desembarazarse de un tirano.) Dos muñecas hinchables que practican el sexo oral optaban al premio Turner. La genial idea era de los hermanos Chapman, que partían como favoritos, por supuesto. ¿Esta cochambre era lo que anunciaba la aurora que columbrábamos los reprimidos de antaño?

Para no hablar de la forma que tienen los envases de desodorante. En publicidad se utiliza la primaria pulsión sexual como argumento y motivo. Si a esto añadimos el magisterio de Burgo Patridge (historiador de orgías), el pansexualismo de ciertos novelistas impotentes (qué absurdos resultan los pasados escándalos por el pelo dorado de un sobaco en un cuento de Doris Lessing o los “culos de las bailarinas” de Céline), los viciosos infantes de los dibujos animados japoneses, los rasgos de humor lúbrico de Berlanga, las gracias de un presentador de televisión y su feo público haciendo “uh, uh, uh”, los ofrecimientos de operadores turísticos a los exquisitos hedonistas de la pedofilia, podemos concluir que el asunto está tomando un cariz, como mínimo, curioso. ¿Queda todavía alguien que “encadene a los perros que tiene en el sótano”, como el ínclito Thomas Mann, que tan bien lo sublimaba todo?

El sexo se ha trivializado: no podía ser de otra manera. Es un gran negocio: multiplicación de aceras que parecen de Georges Grosz, eroscenters, peep shows, utilería extravagante, lencería con pinchos que no tapa nada, látigos, postres sicalípticos... Para todos los gustos. ¿No es todo un poco desmedido? El baboso vendedor de pornografía Larry Flint se convierte en un respetable capitalista, y en héroe además de la lucha contra el puritanismo y la opresión: hasta se presenta con alegre desenvoltura a las elecciones de gobernador... (En Cataluña se subvenciona la producción de pornografía, si está hecha en catalán) Cada vez se pone menos sentimiento en el acto por excelencia (que ha perdido la carga simbólica de antaño), y más gimnasia sueca. ¿Es absurdo asegurar que se acaba el auténtico erotismo, ese que se define más por lo que oculta que por lo que muestra? No parece apreciarse que lo que espolea la pasión (que vuelve tan conmovedoramente naïf a cualquiera) es lo prohibido, lo invisible. Es más: como dice Denis de Rougemont, la pasión sólo permanece encendida en tanto el obstáculo se mantiene. Conviene defenderla a través de pretextos que posterguen el cumplimiento del deseo... Uno no puede olvidar la intensidad de Cumbres borrascosas, los silencios de Nausica y Odiseo, el Werther y la sana doblez, la hipocresía de nuestros mayores que como todo el mundo sabe era el homenaje que el vicio rendía a la virtud. Ahora se desnudan multitudes para que un memo (Spencer Tunick) las fotografíe monótonamente, sintiendo el temblor inefable de la creación artística.

¡Una nueva ola de tolerancia y desinhibición sexual!, exclaman los marcados en su juventud por la lectura de William Reich (recuerden: con orgasmo no hay neurosis; permitan que se me escape la risa), que asocian el sexo con la liberación social y están convencidos de que Cicciolina es una mujer de relevante trayectoria progresista. La verdad es que lo que este cargante tiovivo pone en peligro es sobre todo nuestra paciencia de desengañados moralistas contemporáneos, de reaccionarios necesarios. Como decía no hace mucho un sociólogo no exento de agudeza, hay tanta sexualidad por doquier que lo elegante es quizá alguna forma de abstinencia.

¡El sexo está en el aire! ¡Un nuevo amanecer sexual traspasa las fronteras de lo íntimo!, profieren alborozados periodistas españoles con priapismo agudo. Condonerías de diseño se instalan en las calles más caras. La gente habla de bukkake. Aparece pedófilos hasta de debajo de las piedras. Se venden miles de ejemplares del Diario de una ninfómana, de Valérie Tasso. Los sórdidos recuerdos de Catherine Millet se han convertido en un libro de culto: algo difícil de entender. ¿Acaso no son las escenas de sexo en letra impresa terriblemente empalagosas? No debía pensar así Henry Miller pero sí Julio Verne y afortunadamente algún escritor o escritora actual, como Donna Tartt. El coito, tanto en un ascensor historiado como en una cama king size, con todos sus prolegómenos, sólo puede describirse mediante un lenguaje clínico, cursi o soez, y aburre a las ovejas. Tom Wolfe, que en su última novela utiliza el sarcasmo, los diálogos ácidos y veloces para describir el mundo universitario americano como algo infinitamente grosero e imbécil (como lo que aparece en exitosas películas estilo American pie), no se escandaliza ante la trasgresión del sexo sino ante un sexo que, a pesar de invadirlo todo, no transgrede nada. Uno (que, por otra parte, jamás se pondría los calcetines del americano del Upper West Side), aconseja sin acritud a sus lectores improbables que, estando así las cosas, aparten a tiempo la mirada de lo impuro (cuidado con ese mohín seductor de unos labios gruesos...), que pongan en práctica medidas como llevar una vida más hogareña, no acudir a despedidas de soltero, volver a los antiguos padrenuestros y ducharse con agua fría de vez en cuando. ¿Dandismo puro?