Letras
Hijos de amor y de rabia

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—¿Estás segura? —le preguntó él mientras caminaban.

—Sí.

—Podría ser peligroso —trataba de persuadirla pero parecía impermeable a cualquier razonamiento lógico.

Se detuvieron y ella lo miró a los ojos.

—Tengo que hacerlo... Necesito hacerlo.

—Esto no nos afecta directamente. ¿Para qué arriesgarnos?

La chica posa sus manos sobre su vientre embarazado.

—Quiero que crezca pudiendo decir lo que piensa. No es cuestión de ganar, es... al menos hay que intentarlo.

Su mirada reflejó comprensión.

—Nos quedaremos al fondo —allí estarían seguros si pasaba algo.

—Está bien —la chica cedió ante la petición.

Se acercaron a los manifestantes. A través de cánticos y manos alzadas pintadas de blanco, expresaban lo que querían decir y nunca antes habían tenido oportunidad. La represión había sido dura. Tan sólo pedían libertad. Los límites impuestos les constreñían tanto que la soga que tenían al cuello les dejaba marcas. Sólo defendían unos ideales que, desnudos otra vez, no tenían más escudo que su piel.

Hacía calor a pesar de que la noche ya había caído, protegiendo así a los que pretendían ser anónimos. Los nombres no importaban. La pareja se situó al final, lejos de la acción y donde tan sólo había diez, doce personas tras ellos que avanzaban tranquilamente. Pronto se camuflarían entre la gente, dejando de ser partículas distintas para convertirse en un todo que luchaba por una misma causa.

Los medios de comunicación se habían dispersado por la zona tratando de evitar ser identificados. El miedo se leía en sus ojos y lo transmitían por los objetivos de sus cámaras. Sabían que no levantaban simpatía entre la gente allí congregada, hacía tiempo que habían perdido toda fe en ellos. Desde que el soborno había violado a la verdad y maquillado a la información, ninguna de las dos había vuelto a ser la misma. Se habían convertido en un arma cargada de polvo que nadie tenía el suficiente valor de limpiar por miedo a salir herido.

A pesar de que la marcha transcurría con normalidad, sin incidentes que nombrar, la policía avanzaba hacia el numeroso grupo, protegidos con escudos y armados con pistolas. No querían sorpresas, mantenían a la gente dentro de las líneas delimitadas por ellos. Evitaban que alguien osase colorear el dibujo fuera de los bordes o con colores distintos a los que ellos les habían dado. La situación cambió en un segundo, cuando uno de los chicos encendió la mecha escupiendo a uno de los agentes. Ya sólo era cuestión de tiempo que la chispa prendiese la pólvora.

—Deberíamos irnos —le susurró él al oído. Tenía miedo de lo que podía suceder en su futuro más inmediato.

Pronto tendría lugar la pelea que con tanto ímpetu había tratado de evitar, pero ya era tarde. El combate había comenzado, la coreografía aún sólo era ejecutada por las primeras filas, pero pronto el resto de gente aprendería los pasos que debían seguir y se extendería rápidamente.

Ella le cogió la mano y comenzaron a intentar marcharse de la zona. Era imposible. El escaso número de participantes que anteriormente había a sus espaldas se había doblado con el tiempo sin ellos apenas notarlo. La gente se agolpaba y los empujaba obligándolos a avanzar en dirección contraria. Salir de allí no era una opción factible. Cualquier vía posible había desaparecido consumida por una alfombra humana que no dejaba de deshilacharse. Estaban nerviosos, asustados. No sabían cómo iba a acabar aquello.

La gente seguía avanzando sin temor. Sus canciones creaban un eco que marcaba el ritmo al que debían latir sus corazones. No se detenían por nada ni por nadie, y todo aquello que había comenzado en una calle céntrica de la ciudad, transcurriendo dentro de las líneas marcadas por las autoridades, se había convertido en un garabato de personas. Los colores se habían mezclado y no se podían diferenciar los bandos.

Coches volcados. Contenedores quemados. Ideales y principios. Barricadas en las calles. La llama de la ira estaba encendida. La temperatura se elevaba excesivamente. No había nubes en el cielo. Tampoco estrellas, las explosiones y disparos ocupaban su lugar. Todo era caos y destrucción.

—¡No me sueltes! —le gritó. Ella asintió, casi no podía oírle pero leyó en sus labios la expresión de preocupación de su rostro.

La gente se volvió más agresiva e hizo que sus manos se deslizasen hasta que no se tocaran. Sus cuerpos fueron bruscamente apartados. Sus ojos nerviosos se buscaban sin encontrarse. Los dos tenían miedo.

No fue hasta unos momentos después cuando él consiguió volver a verla, una vez que la nube de confusión y rabia que cubría la zona se hubo hecho un poco más transparente pero igual de intensa. Estaba en el suelo tumbada, llorando y tratando de protegerse con las manos de un grupo de manifestantes cercano que atacaban incansablemente a la policía, en sus manos el arma más rústica se convertía en la más potente y peligrosa.

Se acercó corriendo. Esquivando a la gente y tratando de no colisionar con nadie, un mínimo roce era, en situaciones como aquella, una verdadera provocación y amenaza. El grupo de policía agredido comenzó a cargar contra los chicos de manera salvaje y su corazón comenzó a latir más deprisa temiendo por lo que le pudieran hacer a ella. Allí tendida en el suelo era un blanco fácil. La sangre comenzaba a dejar de correr por las venas para deslizarse por el exterior de los cuerpos y acabar inundando la acera. Los golpes no cesaban. Él estaba cada vez más cerca, pero la sensación de que no conseguiría alcanzarla no abandonaba el lugar. Tenía que llegar a ella y salir de allí lo antes posible. Aquel no era sitio para los dos.

Ella seguía trataba de mantenerse al margen mientras la batalla a unos metros continuaba, pero era complicado. Seguía tumbada, asustada y temblando. Buscaba una cara familiar entre la multitud pero no vio a nadie. Uno de los agentes sacó su pistola y amenazó a uno de aquellos chicos, que forcejeó con él hasta conseguir alejar el cañón de su cara. El dedo del policía acarició el gatillo, pero cuando lo rozó, su brazo ya no apuntaba al objetivo deseado, sino al cuerpo inocente que yacía indefenso en el suelo tratando de proteger a su aún no nacido hijo. Nadie lo vio, salvo él. Escuchó el disparo y lo sintió en su piel. Vio la bala y deseó que fuera su cuerpo el que estuviese atravesando.

—¡NO! —lanzó un grito que todo el mundo obvió—. ¡Hijos de puta! —se lanzó sobre ella rezando porque todo aquello no estuviera pasando y que no fuera más que una pesadilla de la que pronto se despertaría.

Cuando la cogió en brazos ya no había nadie en su interior al que acunar. Gritó. Maldijo. Zarandeó su cuerpo. Buscaba el último atisbo de esperanza mientras sus manos, manchadas de sangre, acariciaban su largo y precioso pelo. Apoyó su cabeza sobre el vientre y lo acarició. No escuchó ningún latido, ni a nadie estremecerse por el contacto humano en el lugar que ella había creado y donde dormiría para siempre su hijo. Lloró dejando deslizarse las lágrimas por sus curvas, esperando que abriera los ojos. Todo fue inútil. Ya era tarde. No había nada que hacer.

El miedo sentido hacía unos minutos se había evaporado, ya no tenía nada que perder. Su corazón aunque roto, aún seguía latiendo, pero probablemente, en aquel lugar alguien tendría la amabilidad de detenerlo. Se levantó con dificultad y se unió a aquel grupo de personas. Ya era uno más. Peleó como si le fuera la vida en ello. Algo estaba mal en todo aquello, el cambio era necesario.