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Cormac McCarthyLa carretera

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“Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en las corrientes ambarinas allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”.

Cormac McCarthy. La carretera.

Fue Einstein quien lo dijo, pero no recuerdo sus palabras exactas. En todo caso el enunciado era algo como: la tercera guerra mundial se hará con armas nucleares; la cuarta la pelearemos con palos y piedras.

La carretera, penúltima novela de Cormac McCarthy, nos muestra el meta-apocalíptico panorama de una “cuarta” guerra librada entre los escasos sobrevivientes de una hipotética, previa devastación nuclear: convertidos en caníbales, armados con trozos de tubería, arcos y flechas; a veces haciendo fuego como el hombre de las cavernas, deambulando sin rumbo por el desolado y desértico paisaje de un mundo sin luz solar (con “el cielo a mediodía negro como las bodegas del infierno”. Todas las citas son tomadas de la edición de La carretera; literatura, Mondadori, Bogotá, 2007), cubierto de ceniza atómica, atravesando parajes con árboles calcinados aún en pie, encontrando personas muertas adheridas al asfalto como carbonizadas estatuas de hulla que conservan en sus cuerpos el último ademán y en sus rostros (“las bocas aullantes”), el postrero rictus facial de la huida hacia ninguna parte; soportando un implacable invierno nuclear y su correlato de muerte: la lluvia radiactiva... Cuando menos, ácida.

Y siempre la carretera y a sus lados y a lo lejos, ciudades desoladas de las que únicamente quedan las otrora antisísmicas estructuras de acero y hormigón de sus rascacielos, retorcidas como plástico quemado, negro; enormes, imponentes esculturas, monumentos a la muerte: “a lo lejos en la interestatal largas hileras de coches carbonizados y herrumbrosos. Las llantas desnudas de las ruedas asentadas en un cieno gris de escombros derretidos, en negros círculos de alambre. Los cadáveres incinerados reducidos al tamaño de un niño y apoyados en los muelles vistos de los asientos. Diez mil sueños encerrados en el sepulcro de sus recocidos corazones”. Y por todas partes, “las cenizas del mundo difunto trajinadas de acá para allá por los crudos y transitorios vientos en el vacío. Llevadas, esparcidas y llevadas de nuevo. Todo desencajado de su apuntalamiento. Sin soporte en el viento cinéreo. Sostenido por una respiración, temblorosa y breve”. Gracias a ese desvanecimiento de lo sólido, “la fragilidad de todo por fin revelada. Viejos y preocupantes problemas desintegrados en la nada y la noche”. Hasta no quedar nada, ni siquiera los signos que generaban la existencia: “¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad”.

Las citas anteriores tomadas al azar de diferentes partes del relato son apenas una pequeña muestra de la expresividad de la vigorosa y magra narración de Cormac McCarthy. Detengámonos en eso. La carretera es una novela que abruma por su sobriedad. La historia está armada con breves párrafos, algunos de apenas tres o seis renglones; los más extensos no superan las dos o dos páginas y media. Gracias a ellos y en sucesivas elipsis espacio-temporales, así como valiéndose de movimientos analépticos y prolépticos bien dosificados, la narración fluye sin contratiempos predominando un acontecer diacrónico. No hay en todo el relato un rasgo más visible que la sencillez alcanzada (en parte) gracias a la construcción de fugaces imágenes que impactan por su transparencia y economía retórica. No hablo de una sencillez rústica, mucho menos simple, sino de la que resulta cuando se alcanza el más maduro y depurado manejo de los signos del arte en el nivel en que ellos esencializan los signos sensibles. Hablo (permítaseme la paradoja) de la compleja sencillez artística que espiritualiza la experiencia desmaterializando los medios físicos que la determinan, para traducirlos en la construcción de un mundo original que es el universo de la diégesis obtenido gracias al estilo, considerado aquí como el discurso en el que se transmuta la materia en esencia, en el cual se condensan y dilatan (implosiva y explosivamente) arquetipos, palabras, sabores, olores, ideas, para adquirir una nueva dimensión, una nueva vida que se revela como la verdad artística, la única que vale la pena, la única “verdad verdadera”, pero también la menos tenida en cuenta. ¿Desde cuándo desoímos la única voz que podría salvarnos? ¿Cuánto hace que ignoramos las alertas que podrían evitar que terminemos en “la carretera”? Miremos esa capacidad de C. McCarthy para revelarnos el horror con apenas unas palabras que al dessubstancializarse devienen en imágenes: “Los relojes se pararon a la 1:17. Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. Se levantó y fue a la ventana”. Borges dijo una vez que bastaba la mención de la palabra automóvil para dañar una página. No hay guerra ni razones de guerra, ni ejércitos en combate, ni edificios cayendo, ni sunamis, ni terremotos provocados por explosiones nucleares, ni bombas, ni hongos de bombas atómicas. Todo se reduce a “un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas” seguidas de “un fulgor rosado en la luna de la ventana”. ¿Qué mejor imagen para mostrar el desastre? Como una implacable seguidilla de jabs esos relámpagos semánticos inundan el texto aturdiendo gratificantemente al lector. Empieza entonces “el último día de la tierra”. Ya “no existe pasado” y cuando se le evoca es a través de traducciones precisas, compactas que son como fogonazos en medio de la oscuridad. Así, ante las ruinas de lo que antaño fuera una mansión sureña, el protagonista piensa: “Por aquellas tablas habían transitado esclavos llevando comida y bebida en bandeja de plata”. No queda nada salvo ceniza, oscuridad, frío, desolación y muerte. El país es un mapa en el cual “las líneas negras son nuestras carreteras. Las carreteras estatales. / ¿Por qué son estatales? / Porque antes pertenecían a los estados. A lo que antes llamaban estados. / ¿Es que ya no existen estados? / No. / ¿Qué pasó? / No lo sé exactamente. Es una buena pregunta”.

Dejar para el final lo más perturbador y logrado de una obra en la que todo perturba por la perfección de sus registros estilísticos, es simplemente un tic que propone falsas prioridades. En La carretera todo es prioritario. No hay una sola pieza suelta, no hay nada al azar. Sin embargo, lo que la hace una novela perfecta, el elemento que cohesiona todos sus niveles semánticos como una amalgama tan firme como flexible, es el interés humano.

“La carretera”, de Cormac McCarthyLas escasas 200 páginas de la obra tienen como únicos protagonistas a un padre (“el hombre”) que tose y escupe sangre a cada paso con los pulmones desechos por la radiactividad, y su hijo (“el chico”) que “parecía salido de un campo de exterminio. Famélico, extenuado, enfermo de miedo”. Son ellos los actantes principales en cuya ruta surgen y desaparecen como fantasmas (¡son fantasmas!) los demás escasos personajes. La sola circunstancia de una novela de 200 páginas con apenas dos protagonistas, cuya intensidad dramática no declina, bastaría para cerrar con un ligero comentario y colocar el punto final. Pero eso sería reducir el tema de la obra a una facticidad ramplona. “El hombre” y “el chico” son más que eso. Encarnan y representan a toda una especie por fin y de verdad herida de muerte, condenada, ¿irremediablemente?, a desaparecer. Pero, ¿en qué plano de la existencia cósmica se plantea ese sino si “la historia” ha desaparecido atomizada por un cataclismo nuclear? ¿Si ni siquiera hay estados ni sociedades cuyas “historias” se relaten? Es más, en un deslumbrante episodio “el hombre” “había estado en las ruinas calcinadas de una biblioteca donde los libros yacían renegridos en charcos de agua. Los estantes volcados. Rabia contra las mentiras dispuestas en millares de hileras sucesivas” (negrillas mías).

Desde sus primeras páginas La carretera sugiere, apenas insinúa el problema de fondo con señales de luciérnaga que se abren paso a través de la oscuridad transapocalíptica invitándonos a interpretar sus códigos. Esas señales son más claras de lo que podría pensarse. El lector se ve obligado a dirigirse a un nivel de dimensión metahistórica: el plano en el cual desde los orígenes, el bien y el mal se disputan el universo y entre sus cosas todas, uno de los más preciados trofeos: el corazón del hombre. El relato abunda en referencias en ese sentido. La principal preocupación del “chico”, todo su interés se encamina a indagar quiénes son “los buenos” y quiénes “los malos” (a la manera del mejor western) y a asegurarse de que su padre y él pertenecen al primer grupo. Uno de los diálogos más intensos de la obra apunta a ese problema: “Nosotros nunca nos comeríamos a nadie, ¿verdad? / No. Claro que no. / ¿Aunque estuviéramos muriéndonos de hambre? / Ya lo estamos. / Tú dijiste que no. / Dije que no nos estábamos muriendo. No que no estuviéramos muertos de hambre. / Pero no lo haríamos. / No. No lo haríamos. / Pase lo que pase. / Pase lo que pase. / Porque nosotros somos de los buenos. / Sí. / Y llevamos el fuego. / Y llevamos el fuego. Así es” (negrillas mías). La naturaleza del mencionado “fuego” queda esclarecida más adelante en otro diálogo soberbio entre el padre agonizante y su hijo desolado: “Te pondrás bien, papá. Tienes que ponerte bien. / No. Lleva siempre encima la pistola. Necesitas encontrar a los buenos pero no debes correr ningún riesgo. Ninguno. ¿Has entendido? / Quiero estar contigo. / No puede ser. / Por favor. / No. Tienes que llevar el fuego. / No sé cómo hacerlo. / Sí que lo sabes. / ¿Es de verdad? ¿El fuego? / Sí. / ¿Dónde está? Yo no sé dónde está el fuego. / Sí que lo sabes. Está en tu interior. Siempre ha estado ahí. Yo lo veo. / (...) Dijiste que no me abandonarías nunca. / Lo sé. Perdona. Te llevo en mi corazón. Como te he llevado siempre. Eres el mejor que conozco. Siempre lo has sido. Aunque yo no esté tú puedes seguir hablándome. Puedes hablarme y yo te hablaré a ti. Ya verás”. La insignia de “los buenos”, el fuego-bien “está en tu interior. Siempre ha estado ahí” y él lo ve. Y antes de morir, en un penúltimo diálogo, recordando a un niño indefenso al que no pudieron ayudar mientras recorrían la carretera, como profetizando lo que sucedería a su hijo, el padre, refiriéndose a aquel niño abandonado, insiste, ante los dolorosos recuerdos de su hijo: “Yo creo que estará bien (...). La bondad encontrará al niño. Así ha sido siempre y así volverá a ser” (negrillas mías).

Metahistoria: suceder arquetipal intangible, invisible a nuestros precarios sentidos; sólo intuible. Bien y mal: arquetipos sincrónicos del rizoma cósmico disputándose (incubados en) el corazón del hombre, que apenas con su frágil y veleidosa voluntad, mueve el fiel de la balanza para actuar con arreglo a las “máximas” (Kant) de uno de ellos. No hay término medio. Es ese corazón humano la arena donde se libra la batalla final. Es el espacio del suceder metahistórico con sus fuerzas pugnando por la victoria. En los escasos supervivientes de la carretera esas fuerzas (bien y mal) siguen vivas y combaten. Es la cuarta guerra. En ella los buenos no pueden ser débiles ni correr riesgos. (Recordar las palabras del padre a su hijo). Ellos saben que “Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza”. Esa conciencia los lleva a seguir adelante a pesar de que “nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí”. Es una afirmación de la vida que pasa por el homicidio, asumido por el padre sin pestañeos cuando tiene que proteger a su hijo. Y actúa impulsado por una máxima de impecable factura moral: “Querías saber qué pinta tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mano encima. ¿Lo entiendes?”.

Y como reafirmando esa indeclinable voluntad de supervivencia, nunca desfallecer: “Esto es lo que hacen los buenos. Seguir intentándolo. Jamás se rinden”. Y para contrarrestar la presencia y la fuerza corrosiva del mal que busca impregnar el corazón humano con su viscosa oscuridad...: “Cuando no tengas nada más, inventa ceremonias e infúndeles vida”.

Pero falta algo. La llave. La clave para descifrar la cifra propuesta en el imprecisable ámbito de la metahistoria. La respuesta a las preguntas: ¿dónde está Dios?, ¿nos habla? ¿actúa (si lo hace) como juez y parte?, ¿es sólo un arbitro impío? Las referencias a Dios son frecuentes y variadas en la novela. Consideraré únicamente algunas. Así, una de las primeras se encuentra al principio de la obra, apenas en la página siete, recién iniciado el recorrido del “hombre” y “el chico” por la carretera. Después de un doloroso despertar debido a un agresivo ataque de tos, el hombre “permaneció de hinojos en las cenizas. Levantó la cara al pálido día. ¿Estás ahí?, susurró. ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma, maldito seas eternamente? Oh, Dios, susurró. Oh, Dios”. ¿Es el silencio de Dios una ausencia de respuesta, o la forma de un lenguaje que no entendemos? Es el mismo silencio ante una bengala que, disparada al vacío nocturno por el padre para divertir a su hijo, suscita en éste la idea de que esa luz artificial pueda mostrarle a Dios, como una carta que se escribe a “los buenos”, el lugar donde se encuentran. Pero, ¿y si no todo fuera silencio? ¿Acaso no podría ser que Dios nos habla siempre pero no lo entendemos? ¿O mejor, que no necesita hablar porque está en nosotros habitándonos con una presencia que ignoramos insensibles a ella? De ser así, ¿cómo saberlo? ¿Lo sabía este “hombre”-Job, sumiso, indefenso ante los megatones destructivos de la fuerza del mal? ¿Lo entendía ese “hombre”-Abraham que resistía a cada paso la pulsión de sacrificar a su hijo y suicidarse después, cuando sentía que no quedaban salidas? ¿Era así a pesar de su blasfemia deicida? Es posible que lo supiera desde siempre. Qué otro significado podrían tener estas conmovedoras palabras suyas: “sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca” (negrillas mías). Es esa conciencia de portar La Palabra que en últimas es Dios mismo, la respuesta a las preguntas precedentes. También la respuesta a la pregunta fundamental que cualquier lector debe hacerse ante un texto literario: ¿qué significa la obra? El interrogante no apunta a esclarecer el significado semántico, pues quedaría limitado al plano de la poética, dado por el valor expresivo de los signos. Esa pregunta exige una respuesta que visibilice el objeto significado. Es decir, cuál es el qué de la interrogación. Esto implica un ejercicio hermenéutico que aspira a revelar “una cualidad del mundo” (G. Deleuze). Para alcanzar esta revelación se debe asumir la lectura como traducción en el sentido de virtualizar y des-cifrar la “cualidad del mundo”. Se trata en este caso de los herméticos signos del lenguaje de Dios. Enigma que como un iceberg apenas asoma su punta valiéndose de primeros planos que se encuentran en las páginas finales. Veámoslo.

Después de la muerte del padre “el chico” permanece tres días con el cadáver antes de reemprender la marcha y casi enseguida se encuentra con un hombre que “llevaba una escopeta con el cañón hacia abajo (...). Un veterano de antiguas escaramuzas, barbudo, con una cicatriz en la mejilla y el pómulo hundido y la mirada extraviada por su único ojo”. Lo primero que hace “el chico” es asegurarse: “¿Tú eres de los buenos?” (... diálogo dilatado.). “¿Y cómo puedo saber que eres uno de los buenos?/ No puedes. Tendrás que hacer la prueba. / ¿Lleváis el fuego? / ¿Cómo dices? / Si lleváis el fuego”. Cumplido el proceso de reconocimiento viene un final que es como una epifanía en la que confluyen articulándose los aparentemente dispersos, erráticos símbolos de la metahistoria. En compañía de su nuevo protector “el chico” llega al sitio donde acampa la que será su nueva familia: “La mujer al verle lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Oh, dijo, me alegro tanto de verte. A veces le hablaba de Dios. Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos” (negrillas mías). En otras palabras, el espacio destruido por la catástrofe nuclear es apenas el reducido ámbito en que (parafraseando a Borges) “se encendió esta guerra cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra”. Pero la confrontación decisiva tiene como contrincantes, por un lado al “aliento de Dios”, ánima y “fuego” de “los buenos” y por el otro, a “los malos”. Simplemente “los malos”, sin “el fuego” que es el “aliento de Dios” pasando “de hombre a hombre por los siglos de los siglos”. Pero esa liza no se ve porque es el corazón humano. Sólo podremos acercarnos a él sumergiéndonos en las friables aguas de la metahistoria. Lo visible y que creemos verdaderamente importante y decisivo son “las mentiras dispuestas en millares de hileras sucesivas” en las que se acumularon durante milenios todas las falacias positivistas, reduccionistas e historicistas que configuran los relatos legitimadores de la injusticia, la desigualdad, la violencia y la guerra, que de paso sepultaron las verdades del arte. La carretera reivindica algunas de ellas. Debe ser por eso que Cormac McCarthy no gasta mucha tinta describiendo el bombardeo que arrasa a la especie humana y a todas sus obras. “Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. (...) Un fulgor rosado en la luna de la ventana”. Basta y sobra para despachar de un plumazo “las mentiras dispuestas en millones de hileras sucesivas” y dedicar la totalidad de 200 páginas de carretera a desarrollar lo espiritual del arte que lo es de su novela: la cruenta disputa por el corazón del hombre, pebetero del “fuego”, del “aliento de Dios”, pero también el deber que tienen “los buenos” de defender sin descanso la morada de Dios en la trinchera de sus corazones.