Sala de ensayo
Horacio QuirogaSobre la muerte en un cuento de Quiroga

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“El hombre muerto” nos lleva a la cotidianidad de nuestras existencias. Quiroga hace por medio de la imagen de la muerte una alegoría a lo incierto de la vida; una advertencia, una exhortación que despierta aun a la conciencia más adormecida. El cuento nos transmite lo irónico y lo efímero de la vida, en la que no existen cánones ni patrones, es decir, no existe certidumbre de ningún tipo. Por el contrario, la incertidumbre, siempre presente, es lo que se deriva de la irracionalidad de la existencia. Es una consecuencia de ésta. Y a su vez, podemos deducir de la incertidumbre una consecuencia importante: la imprevisibilidad.

Lo imprevisible de la muerte se nos muestra como rasgo esencial de la muerte real, no ella misma como algo que no se sepa va a ocurrir sino enmarcada dentro del tiempo y lo perecedero de nuestra vida, es decir, dentro de lo temporal, el cuándo puede llegarnos, cuándo nos puede visitar en medio de nuestra más absoluta sorpresa; mientras que de la muerte ficcional en el cuento resalta la muerte como obra, a la vez, macabra y natural de la vida.

La paradoja que encierra Quiroga en esta parte del relato: “...¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer, y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!”,1 nos introduce al argumento fundamental que desarrolla a lo largo del cuento: lo imprevisto y lo incierto de la ley natural de la existencia.

En alguna parte dirá Quiroga: “El hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror!— y piensa: ¡es una pesadilla; esto es!...”.2

En el fondo todo el cuento es hasta irónico, colinda con el borde mismo de la ironía. Es justamente la muerte en donde acaba nuestra existencia y a la vez es parte de la vida, de lo que sucede a diario, de lo cotidiano.

La muerte, como nos la presenta Quiroga, es un acontecimiento natural y, por consiguiente, un acontecimiento irracional. No está sujeta cabalmente al análisis por parte de nuestros razonamientos, siempre tan razonables. Escapa ella a nuestra conciencia siempre que la pensemos como solemos hacerlo, es decir, a partir de un supuesto matiz que le atribuimos como propio y que consideramos sensible a nuestra inteligencia. No en vano, desde que surgió la escritura y con ella la historia que hoy conocemos, la muerte sigue siendo aún un gran misterio. Quizá por esta razón las religiones que profesan los hombres y las mujeres de todo el mundo están fundadas sobre hechos que, al igual que la muerte, no son comprensibles a través de nuestras meras explicaciones, que surgen de capacidades limitadas propias de todo ser humano.

También podemos concebir la muerte desde una posición algo más banal; la muerte como el simple término de la vida. Si conversáramos con un biólogo seguramente nos diría que la muerte es otra de las etapas por las que debe atravesar cualquier forma de vida y que, lamentablemente para nosotros, lo que a él le ocupa es el estudio de toda forma viviente y su respectivo ciclo vital; mas en ningún caso la muerte. Pero como esto constituye una sencilla suposición volvamos mejor al asunto que nos interesa.

En condiciones relativamente normales: cuando no somos capaces de situar algo espacial y temporalmente ni podemos clasificarlo, o sea, etiquetarlo, tampoco lo somos para aceptarlo. Así, creo yo, fue como comenzaron a tomar forma algunos de los misterios que han ocupado la mente de muchos pensadores a lo largo de la historia y que, posteriormente, tras una lenta y casi imperceptible evolución fueron alimentando lo que hoy en día se conoce bajo la denominación de religión. Basta pensar en la cosmogonía, por ejemplo, para imaginar cómo y de qué se nutrieron las sociedades antiguas cuando paulatinamente fueron asiendo sus vidas y creencias a ídolos y dioses.

Recordemos que en toda religión la muerte merece un trato diferente de muchos otros estados de la vida. Particularmente se le celebra como un acontecimiento solemne dentro de cualquier organización humana. Precisamente el acto de enterrar o sepultar a un individuo constituye la aproximación más cercana que tenemos de nuestros antepasados y de las primeras civilizaciones; fue del mismo modo una de las formas en que cohesionaron los individuos de una misma sociedad (mediante una creencia común acerca de la muerte) pues, junto a otros ritos, éstos fueron adquiriendo eso que llamamos nosotros identidad colectiva, imprescindible para que exista unidad y una relativa homogeneidad dentro de cualquier sociedad.

Cuando discurrimos de esta manera lo hacemos únicamente con el fin de ser conscientes de la faceta más interesante que nos muestra la muerte (es posible que la única). Ya una vez expuesto a la luz este argumento tan formal y, a la vez, tan pesado acerca de la muerte, aparece el siguiente fragmento en el que Quiroga se mofa con ironía de esa pesadumbre eclesiástica que gira en torno de la muerte y del hombre a quien la muerte ha tomado por sorpresa:

“Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevenido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?”.3

Hay lugar aquí para tratar de lo que para Quiroga es lo risible y, al mismo tiempo, lo terrible de la muerte cuando refiere que el jornalero: “...Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere”.4

Por un lado, observamos a través de la lectura del cuento cómo Quiroga urde en su mente la muerte del personaje, y cómo sabe retratar con increíble frialdad la absurda muerte del campesino, quien es aleccionado por la muerte sin que pueda hacer nada, cuando, en un día como tantos, sale desprevenido a tomar parte en sus labores.

Por el otro, percibimos un tono que hace pensar en lo cotidiano del suceso; aunque no de la forma tan curiosa como Quiroga lo hace, es decir, por medio de muerte semejante, sino en lo diario y cotidiano de la muerte y hasta de lo insignificante que puede llegar a parecer. Esto último es quizá lo que nos refiere más a la muerte que nos circunda en lo común de nuestras vidas y en la realidad, o sea, nos remite a la muerte real tal y como la vemos en nuestro día a día.

“¡Qué pesadilla!... ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está!...”.5 Esto es lo que dice Quiroga a propósito del momento en que el campesino escucha la voz de su hijo. Así es como se revuelve la muerte dentro del cuento: en medio de lo fortuito y lo intempestivo.

 

Referencias

  1. Horacio Quiroga. “El hombre muerto”. Biblioteca Ayacucho, 1993.
  2. Ídem.
  3. Ídem.
  4. Ídem.
  5. Ídem.