Letras
Madrugada

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Evoca las formas. Cuando no tengas nada más
inventa ceremonias e infúndeles vida.

Cormac McCarthy

En realidad las cosas verdaderamente difíciles son otras tan distintas,
todo lo que la gente cree poder hacer cada momento. Mirar, por ejemplo...

Julio Cortázar

Desarropada, serena. Extendida en un sueño hondo y lento. Su cuerpo latiendo, desnudo, cálido. Sé que no está aquí, que cayó en el ámbito de un lugar secreto. Una zona a destiempo a la que no tengo acceso. La miro desde mi trasnocho, silencioso. En esta madrugada suave y profunda. Mi compañera. Puntual.

Una sonrisa le tiembla en la boca. Mi sombra también tiembla sobre la cama. No puedo dejar de mirar su proximidad, su proximidad ausente, constante, abismal. Algo ronda en el aire (¿estas palabras?), una ráfaga de nada. Afuera, el frío de la noche. Adentro, el temor y el deseo.

Otra vez afuera, y las calles y los edificios agonizan de nocturnidad. La noche le cerró los párpados a Caracas. Cautelosa, la ciudad también sueña, se reencuentra con sus horas extraviadas. Migran sus culpas. Tropieza con sus fantasmas, con las imágenes y las voces de los festines y las hambrunas que se estremecen en su memoria del día. Descansa de su aptitud para convulsionar. Su único tráfico es de quietud y de sombras.

Otra vez ella, frágil y hermosa. Su piel tiene un extraño sonido luminoso. Su piel que imagino reflejada en mis ojos, vibrando en el espejo negro del lago circular de mis pupilas. Estos ojos que también han visto al mundo y su bruma, que han visto el desamparo, la felicidad, el terror, estos ojos míos que han visto otros ojos que han visto otras cosas y otros ojos en una trama interminable de miradas y cosas.

Mirar. Pensar. La miro dormir y es insólita. Con esos senos implacables, ese vientre preciso, ese cabello inmortal. Me gustaría bebérmela. Apagar la lámpara y abrir la boca y bebérmela con la oscuridad. Pero no, no puedo. Su encantamiento me sobrepasa.

¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo viéndola? Sí, ya sé, esto no tiene ni una migaja de trama. Esto parece un espacio en el que nada se cumple. Quizá simples especulaciones delirantes de una imaginación en vela. Palabras, palabras. Un sinfín de palabras que se escogen a sí mismas, que me estremecen, me quebrantan, me quiebran. Palabras que hacen y deshacen situaciones y a mí con ellas. Palabras que me dan sentido y me lo quitan. Palabras invencibles.

Pero es que contar es fácil, había una vez un muchacho que se sentía observado, constantemente, por algo que no podía ver. Vertiginosa presencia invisible. Resolvió, a partir de la idea de que eso podía estar en cualquier parte, encontrarlo. Al azar (o al menos él creyó que era al azar) eligió cualquier cosa: la bombilla de su cuarto, y concentró allí todas sus atenciones. Durante una hora la observó, obsesionadamente, sin descanso. Todo empezó a desvanecerse, lentamente, hasta desaparecer, con él. Fin.

¿Dónde estoy? Cierta fragilidad me aleja del mundo. Cierta rigidez me acerca. Parece llover, y quisiera ser la lluvia y caer y caer y caer y reventarme contra el lomo del suelo, plash. ¿Y si está soñando conmigo, viéndola dormida? Todo pasa. En esta noche que se me hace líquida, todo pasa. Digo líquida porque la soledad y el insomnio son de agua. Limpian, diluyen (pero también pueden sofocar).

Pronto amanecerá, y otra vez darle tregua a los gestos del día, a la muchedumbre de interrogaciones sin responder, a sus enunciaciones trágicas, a las identidades, a los resabios y las incoherencias, a la secuencia de los carros, de la gente, al estupor de una ciudad que me envuelve, prisión de aire, ajena, compartida. Pronto amanecerá y ella se irá y yo estaré solo, en una ciudad frenética, otra vez. Pensando. Mirando.

Pronto amanecerá, sí, pero no ahora, ahora que tengo el coraje de dejar salir estas cosas, de no contar nada concreto, de estar frente a frente con este instante hermoso y siniestro, refugiándome, amparándome, justificándome con la contemplación de esta preciosa mujer dormida, no dejando morir estas horas, circunscribiendo la forma de mis emociones a estas palabras que esperan algo que ignoro, que quizá luchan desesperadamente por dilatar la madrugada para no dejar entrar el día, el momento de las confrontaciones con un sitio jadeante, iluminado, saturado. Sí, está lloviendo. Y ella sigue allí, detenida en el fondo de la cama, indolente, desplegando indiferencia, escondida tras sus párpados cerrados. Perdida.

¿Por qué escribo esto? ¿Para definir qué? ¿A mí? ¿Una especie de autocreación? ¿Para qué? ¿Para llegar a ser? ¿Para trabar un contacto con qué? ¿Con quién? Una oración, otra, y otra, en un azar de regadera, arquitectónico. Si ella estuviera despierta entonces seríamos dos cuerpos desvelados, uno encima del otro, dos cuerpos como dos rimas pronunciadas por una boca invisible, en la posición predilecta, abrasante, concebida para derretirnos, para darnos ritmo y un nuevo sentido, en un movimiento sin tiempo, dos cuerpos sin espacio, jadeantes, sosteniendo el rumor de la medianoche, desmoronando los gemidos, estrangulando el silencio, para luego quedar bien exhaustos, descansando extendidos a orillas de la noche. Pero no está. Está rendida, soñando, e insisto, ¿estará soñando conmigo, viéndola dormida? ¿También lloverá en su sueño?

Caracas tampoco quiere que llegue el día, un día que vendrá, ella lo sabe, con temores, con presiones ruinosas, con resentimientos, impunidades, crímenes, con la violencia diaria de sus seres. La ciudad quiere permanecer así, con el reposo circulando en sus entrañas, callados los ruidos, aletargada. Todo está en orden, cada cosa en su sitio, inmóvil. No sucede nada, sólo escritura.

Escritura: una manera de interrumpir el dominio del tiempo. Refugio. Una posibilidad caminante, vaivén asombroso, sorpresivo, certidumbre y azar en guerra, encuentro y extravío, donde sucede todo lo que nos estuvo esperando siempre. Como ahora, instante en que ella despierta, y yo desaparezco. Amanece en Caracas.