Letras
Dos relatos

Comparte este contenido con tus amigos

La llorona

Angustias era una niña pobre que vivía al borde de la vía. Un día se cansó de ser la madre de sus hermanos y la amante forzada de su tío y decidió vender sus lágrimas.

Se fue un domingo antes de pascua, día en que su padre estaba completamente ebrio tendido sobre la foto desteñida de su esposa muerta, llorando. Angustias empacó su ropa en una bolsa de cartón, acostó a cada uno de sus hermanos, los besó en la frente y se marchó. Se subió de contrabando al tren que pasaba todos los días a las once de la noche y se dirigió hacia la libertad.

Tuvo empleo en los velorios, era la llorona más efusiva y la menor paga. El secreto para llorar era tomar tres cucharaditas de miel y recordar lo mal que la había pasado en su casa paterna.

Visitó todo tipo de ceremonias fúnebres, lloró a ancianos y niños, señoras y señoritas, prostitutas y puritanas, policías y proxenetas y a todo aquel que los familiares o allegados creían necesario un buen duelo.

Con una parte del dinero que ganaba se pagaba una modesta pensión y la otra se la hacía llegar a Paco, su vecino de la villa y mejor amigo, para que les compraran a sus hermanos y a su padre todo aquello que necesitaban.

Dos días después de navidad Angustias había sido contratada para llorar en un velorio que se llevaría a cabo en una mansión del pueblo vecino, por lo que ese día se fue hasta el centro a comprarse un atuendo que estuviese a la altura de las circunstancias.

Antes de partir tomó sus tres cucharaditas de miel y se colocó la mochila de los recuerdos tristes para que las lágrimas siguieran su curso natural. Al llegar se encontró con que era un gran palacio, cercado por grandes rejas cubiertas con enredaderas; al entrar el resplandor del mármol la encegueció por unos instantes, un silencio fúnebre invadía todo el lugar, una dama de llaves vestida de luto la guió hasta el lugar donde se encontraba el féretro. El trayecto le pareció eterno. Al llegar ante el ataúd realizó el ritual como de costumbre, sólo que esa vez no pudo frenar su curiosidad y llorando se acercó al muerto. Sus lágrimas, que le brotaban a borbotones, bañaron la cara del joven produciéndole un gran estornudo. Ella pegó un grito con toda la boca abierta que invadió la gran casona e hizo que todos los allí presentes fueran inmediatamente a ver lo que sucedía.

Tras aclarar el equívoco, el joven le agradeció a Angustias su llanto y le propuso matrimonio. Ella un poco por deslumbramiento y más por necesidad aceptó la propuesta. Ambos aprendieron rápidamente a amarse y cuidarse. Ella abandonó su trabajo; a partir de ese momento cada vez que lloraba lo hacía en su habitación y de felicidad.

Una noche de verano en la que tres estrellas fugaces se habían sucedido, Angustias decidió dormir con la ventana abierta, y fue entonces cuando una abeja perdida en las tinieblas entró y le clavó su aguijón en las sienes matándola de manera súbita. A la mañana siguiente su marido se dirigió a la habitación con el desayuno servido y se dio cuenta de que su mujer estaba sin vida. En su desesperación intentó revivirla pero ya era demasiado tarde, nada funcionaba, su esposa era alérgica a las abejas y no lo sabían.

A partir de ese día cada domingo su esposo se embriagaba y se pasaba el día tendido junto a una foto con la imagen de ella, llorando.

 

Sólo necesitaba verlo una vez más

Sólo necesitaba verlo una vez más, sólo una y le confesaría todo el amor que él le provocaba.

Se habían conocido por casualidad, como ocurren las mejores cosas en la vida.

Ana había ido a cenar más por obligación que por elección con su mejor amiga Carmen, la cual quería probar las pastas que hacían en ese restaurante porque decían que eran las mejores del lugar. Cuando llegaron estaba repleto. Carmen alcanzó a divisar una pequeña mesa en un lateral del lugar. Ana se sintió un poco más a gusto cuando vio que había un escenario. Pensó “si la comida no es buena al menos disfrutaré de un espectáculo”, se sentaron y esperaron.

El mozo llegó en el momento en el que un joven ingresó al escenario. Ana, deslumbrada por la belleza del muchacho, no hizo más que pedir lo mismo que su amiga sin saber lo que era.

El adolescente tenía la belleza de los griegos renacentistas, una mirada capaz de derretir el iceberg más grande del planeta y un canto que logró cautivarla completamente.

Carmen trató de sacarla de ese ensimismamiento preguntándole si ya había entregado todas las invitaciones de su casamiento, Ana respondió mecánicamente que sí mirándose fijamente en los ojos del joven que sin saber por qué había posado los suyos en ella. Ambos estaban absortos.

Terminó el espectáculo, Ciro se fue a su camarín con el pensamiento fijo en esa mujer de ojos color miel que no cesó de mirarlo. Ella se llevaba grabado en sus ojos aquel adolescente que no pudo dejar de mirar por un solo instante desde que apareció en el escenario.

A partir de ese día Ana concurría al lugar las noches en que él cantaba. Se sentaba en el mismo sitio en que se vieron por primera vez y sentía que las canciones de amor iban dirigidas a ella; él las elegía, en secreto, pensando en ella.

Cada noche se miraban, se presentían, se deseaban hasta que él no soportó más esa situación y le hizo llegar con el mozo una esquela citándola después del espectáculo. Ella no dudó, se encontraron y se sintió obligada a serle sincera, le confesó que se casaría en pocos meses, que lo de ellos no funcionaría por la diferencia de edad, pero él le selló la boca con un beso y se amaron como nunca habían amado ni amarían jamás. Después de una hora de placer desmedido Ana se vistió y se fue a su casa.

Lloraba, lloraba por lo feliz que había sido en tan poco tiempo, lloraba por estar a pocos meses de dar el sí ante Dios mientras su corazón le pertenecía a un joven menor de edad, lloraba de amor y de rabia porque la vida se empeñaba en entregarle las cosas tarde.

Esa noche no pudo dormir, su cabeza era un barco sin capitán perdido en medio de una tormenta. Sin embargo tomó una determinación: le confesaría su amor a Ciro y le pediría que se fueran de ese pueblo a una ciudad donde él pudiera desarrollarse como cantante y a su futuro esposo le dejaría una carta que se la entregaría Carmen cuando ellos ya estuvieran en viaje. El plan era perfecto.

Ana empacó toda su ropa y la puso en la camioneta, pasó por la casa de Carmen, le dejó la carta sin darle demasiadas explicaciones y se fue al restaurante a buscar al joven. Al llegar vio que el dueño pegaba un cartel en la puerta y que caminaba cabizbajo. Ella bajó de la camioneta rápidamente, leyó el cartel “cerrado por duelo” y lo interceptó. Al escuchar que Ciro había sido apuñalado la noche anterior Ana se desvaneció.

Cuando despertó estaba dentro del restaurante junto al dueño y Carmen. No encontraba consuelo, sentía que otra vez la vida le había jugado una mala pasada y que nunca sentiría el amor que sintió por aquel joven.

Un mes después Ana estaba por dar el sí en la iglesia cuando de repente irrumpió la policía para arrestar a su marido por haber sido el culpable de asesinar a Ciro Reyes. Al oír esas palabras ella se desvaneció y nunca más volvió a despertarse.

Recordé esta historia porque entre las fotos que tengo junto a mi amiga encontré la carta que me había dejado para que le entregara a quien era su novio el día que huiría junto a Ciro.