Artículos y reportajes
Gabriel García Márquez¿Qué pasará cuando muera García Márquez?

Comparte este contenido con tus amigos

Muchos años después de su muerte, el mundo seguirá recordando a Gabriel García Márquez como el creador del realismo mágico, una expresión literaria que alcanzó su apogeo con la publicación de la novela Cien años de soledad, en 1967. Se seguirán dictando conferencias en universidades de todos los países y en todas ellas se indicará que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1982. En algunos centros académicos de Europa confundirán su nacionalidad: se dirá, por una parte, que era un escritor boliviano que tomó de su natal Aracataca, a doscientos ochenta kilómetros de la ciudad de La Paz, las innumerables leyendas y mitos que más tarde serían la base para la aparición de Macondo. También se afirmará, sin duda alguna, que había nacido en Venezuela, en un año incierto de la década de los veinte. Se destacará, de igual manera, que la magia caribeña de sus novelas fue producto del entorno cubano de la provincia de Santos Suárez, donde Luisa Santiaga lo había parido en una casa grande llena de boleros, vallenatos y guarachas.

Sólo en su propio país, Colombia, todos dirán que García Márquez, Gabo, nació en 1927 en la perdida población de Aracataca, departamento del Magdalena; que luego vivió en la capital, Bogotá; más tarde en Cartagena y Barranquilla, al norte del país; y finalmente, había decidido irse de su tierra para encontrar mejores rumbos en el exterior. Se precisará su permanencia en París, golpeado en una ocasión por las fuerzas francesas de seguridad al ser confundido con un terrorista argelino; se evocará su viaje a los países socialistas y muchos coincidirán en que su decisión última de largarse a México, luego de un periplo azaroso por Nueva York y Venezuela, había sido la clave para convertirse —desde mediados de los años ochenta hasta el momento de su muerte— en el escritor vivo más importante del mundo.

El primer aniversario de su muerte será todo un acontecimiento. La voz estentórea del escritor, igual que la de José Arcadio Buendía al llegar a la adolescencia, se oirá en muchas emisoras leyendo algunos fragmentos de El otoño del patriarca, y se revivirán las voces de innumerables entrevistas y diálogos con escritores famosos y periodistas cercanos.

La televisión lo mostrará una vez más en el instante en que recibe el Premio Nobel en Estocolmo, vestido de liqui liqui blanco, circunspecto, pétreo, como el rostro de Úrsula Iguarán, y con el deseo recóndito de tomar una taza de chocolate para levantarse doce centímetros de aquel piso alfombrado de reyes y reinas cuyo palacio había sido invadido en ese entonces por una delegación de juglares vallenatos que lanzaban al aire miles de mariposas amarillas. La prensa colombiana, por su parte, titulará de diversas maneras:

Un año sin Gabo

Gabo: a un año de su muerte

¡Qué falta nos haces, Gabito!

Hace un año se fue Gabo

Un año después, García Márquez sigue vivo...

Los titulares anteriores serán acompañados con toda suerte de noticias y anécdotas. Algunos diarios, en efecto, registrarán los testimonios del hombre que de lunes a viernes asiste puntualmente a la tumba del Nobel cargando todos sus libros, leyéndolos uno por uno, y de vez en cuando recostando su cabeza sobre el frontón principal del panteón mítico. Imaginará que descansa junto al castaño de la casa de los Buendía, mientras el clic de las cámaras digitales grabarán su imagen que aparecerá en los periódicos con el siguiente pie de foto: “Un asiduo visitante de la tumba del escritor Gabriel García Márquez, es uno de los símbolos más representativos en este primer aniversario de la muerte del Premio Nobel, que se cumple hoy. El extraño hombre, acompañado de todas las obras del creador de Macondo, se hace llamar Melquíades”.

Esa misma prensa, y la de toda Hispanoamérica, reproducirá sus fotos en un despliegue gráfico sin precedentes: García Márquez párvulo, con grandes orejas y ojos desorbitados, tal como aparece en la portada de Vivir para contarla; el escritor a los ocho años, cuando cursaba primero de primaria en la escuela Montessori; reproducción de la partida de bautismo en la cual se lee que nació el 6 de marzo de 1927; Gabo a los trece años, cuando terminó primero de bachillerato en el colegio San José de Barranquilla, en 1940; García Márquez, cigarrillo en boca, cuando era reportero del diario El Espectador; el gran fabulista, en la Plaza Roja de Moscú, en 1957, acompañado de varios amigos; Gabito, en la sede de la revista Momento, de Venezuela; el escritor, embriagado de literatura, sentado en un sillón al lado de su esposa Mercedes Barcha, en la casa de María Luisa Elío —a quien le dedicó Cien años de soledad junto a Jomi García Ascot—, en México, 1966; en Valledupar, en la cocina de Consuelo Araújo Noguera, compartiendo mesa con su inolvidable amigo Álvaro Cepeda Samudio, y de Daniel Samper Pizano; el Premio Nobel caminando por las calles de Madrid junto a Mercedes Barcha y su hijo Gonzalo; Gabo con Vargas Llosa y Cortázar; Gabo con Carlos Fuentes y Neruda; Gabo con Fidel Castro en la cubierta de un yate, el autor de El amor en los tiempos del cólera bailando salsa en una discoteca de Cartagena en medio de los días de fasto de la celebración de sus ochenta años; fotos inéditas de Gabo...

 

El día de su muerte

El anuncio será explosivo. Desde México la noticia se regará como pólvora y la televisión invadirá al mundo con las imágenes del fabulador de Macondo. Él, cuyos temas de cuentos y novelas se reducían al amor, la soledad y la muerte, yacía ahora en un ataúd —imaginado por muchos gabólogos— protegido por un cristal que parecía empañado y que, abierto a solicitud de la familia, se comprobó que, en efecto, “estaba húmedo por dentro”.

“...Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia alcanzó a trastornarse con la idea de que estuviera vivo, hasta que el médico explicó que los pulmones habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había expulsado con la presión del pecho”.

Continuaba la leyenda. Y no había por qué extrañarse. En vida, García Márquez había contado en una de sus columnas que un buen día, al despertar en su cama en México, leyó en un periódico que había dictado una conferencia el día anterior en Las Palmas de Gran Canaria, al otro lado del océano. ¿Cuál es el asombro, entonces, al escuchar por aquí que el escritor ha muerto de muerte natural; por allá, que el Alzheimer le devoró la memoria y la vida para siempre; y acullá que aún no ha muerto, que agoniza en medio de estertores que se confunden con el llanto de docenas de seguidores aglomerados frente a su residencia de Ciudad de México?

La prensa del día siguiente confirmará la noticia. Una foto a cuatro columnas del hermoso féretro con aquel inconfundible rostro de argelino senil revelará al mundo su muerte feliz. Y se revivirán sus fábulas ilustradas: desde Ojos de perro azul hasta fragmentos inéditos del tercer y último tomo de sus memorias. Y sus datos biográficos serán repetidos hasta el cansancio, no exentos, en algunos casos, de fábulas anecdóticas que en vida fueron fuertes rumores que se escucharon en salones y tertulias literarias: que la bofetada de Vargas Llosa se produjo luego de que el escritor peruano se enteró que su mujer Patricia confesaba permanentemente a García Márquez sus desventuras de esposa infeliz; que, según los exiliados cubanos —los más felices y alborozados con la noticia de su muerte—, recibió en vida estipendios en dólares por defender la revolución y, como regalo, una hermosa mansión en La Habana que fue vendida a las volandas por los hijos del escritor, semanas antes de su fallecimiento.

En México, la conmoción durará largos días. Carlos Fuentes escribirá una exquisita nota necrológica que culminará con la reproducción de un aparte de su ensayo García Márquez: la segunda lectura, escrito un año después de la aparición de Cien años de soledad:

“Contra los crímenes invisibles, contra los criminales anónimos, García Márquez levanta, en nuestro nombre, un verbo y un lugar. Bautiza, como el primer Buendía, como Alejo Carpentier, todas las cosas de un continente sin nombre. Y crea un lugar. Sitio del mito: Macondo”.

El presidente de aquel país, donde García Márquez viviera hasta el instante de su muerte, interrumpirá los programas de televisión y radio para decir que México y el mundo de las letras están de luto, pues ha muerto el Cervantes de América. Y dirá que fue un mexicano más, como Paz y Rulfo, “con quienes se unirá en el cielo”.

Mario Vargas Llosa, después de haber autorizado, en 2006, a la editorial Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la reedición del voluminoso texto que escribió sobre Gabo, ordenará una edición especial de ese mismo libro —del que también fue extraído un fragmento para el prólogo de la edición conmemorativa y canónica de Cien años de soledad, presentada en Cartagena, Colombia, años atrás—, García Márquez: historia de un deicidio, de cuyo contenido un diario vespertino de Lima ha publicado la siguiente parrafada:

“Entre todos los rasgos de su personalidad hay uno, sobre todo, que me fascina: el carácter obsesivamente anecdótico con que esta personalidad se manifiesta. Todo en él se traduce en historias, en episodios que recuerda o inventa con una facilidad impresionante. Opiniones políticas o literarias, juicios sobre personas, cosas o países, proyectos y ambiciones: todo se hace anécdota, se expresa a través de anécdotas. Su inteligencia, su cultura, su sensibilidad tienen un curiosísimo sello específico y concreto, hacen gala de anti-intelectualismo, son rabiosamente anti-abstractas. Al contacto con esta personalidad, la vida se transforma en una cascada de anécdotas. Esta personalidad es también imaginativamente audaz y libérrima, y la exageración, en ella, no es una manera de alterar la realidad, sino de verla...”.

En Argentina, Tomás Eloy Martínez, gran amigo del extinto escritor y consagrado autor de Santa Evita, será el más asediado por los medios de comunicación. Y recordará, compungido, que de todas las imágenes la que más recuerda es el momento en que García Márquez, acompañado de Mercedes Barcha, meses después de publicada Cien años de soledad, ingresó a un teatro de Buenos Aires y su figura fue iluminada de repente por los reflectores que lo siguieron hasta que tomó asiento en medio de atronadores aplausos. “En ese instante pensé que la gloria descendía en forma de luz sobre su cabeza”, agregará.

Los diarios de aquel país recordarán la admiración de García Márquez por Jorge Luis Borges, y la entrañable amistad del colombiano con Julio Cortázar. Alguno de esos periódicos publicará lo que, a juicio del editor, constituía la mejor definición que se hubiera escrito del autor de Rayuela, poco después de su muerte: “Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”.

 

Gabriel García MárquezEl olor de la guayaba

En Colombia, la muerte de Gabriel García Márquez será un acontecimiento que removerá los cimientos del país. A partir de entonces se empezará a conocer la verdadera grandeza de un escritor y el profundo afecto que se le profesaba por parte de un pueblo raso que se debatirá aún entre la esperanza y la violencia. Yo recordaré aquel famoso párrafo escrito días después de su ruidoso asilo en la embajada de México un año antes del recibimiento del Premio Nobel:

“...Tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aun los más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzosa decisión lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra”.

Uno de los más reconocidos gabólatras, el periodista colombiano Juan Gossaín, contará en su cadena radial, con pelos y señales, la vida, obra y milagros de Gabo, y recitará de memoria, como lo hacía en sus reuniones privadas, los trozos más inolvidables de Cien años de soledad. Y llorará frente al micrófono. Y en medio del llanto recordará que la imagen más conmovedora de su maestro la vio en Valledupar, en el marco de un festival vallenato: “Junto a Enrique Santos Calderón lo vi cantar con el alma”, dirá. Enseguida tronará la voz de un locutor para complementar la anécdota con la lectura de un fragmento del texto que, a propósito, Gossaín había escrito con esa prosa garciamarquiana de la que en muchas ocasiones hizo gala:

“La voz era profunda y grave, como me había dicho Fuenmayor aquella mañana de hacía veinte años, y era bella. Pero, por encima de todo, era tierna y al mismo tiempo varonil. Era la voz de un hombre que amaba cantar y amaba lo que estaba cantando. Ahí, delante de nosotros, el más grande novelista que ha producido la lengua castellana, desde que se murió don Miguel de Cervantes, estaba cantando con un sentimiento que le salía del fondo del corazón, en aquella pequeña oficina envuelta por la penumbra, frente a cuatro amigos que éramos los únicos testigos de su éxtasis. Cuando arrancó con la segunda estrofa, sus cuatro compañeros nos quedamos sin pronuncia, y me pareció que García Márquez estaba en trance, como un profeta iluminado, y que en cualquier momento saldría volando, como Remedios la bella, entre la sopa de calor que cubría la plaza de Valledupar”.

Una de las notas que más llamarán la atención será la del escritor Plinio Apuleyo Mendoza, uno de los más grandes amigos del Nobel fallecido y, también, uno de los más polémicos respecto a esa amistad. Apuleyo recordará, con variaciones de la versión original, el episodio alrededor del poeta cubano Heberto Padilla. Escribirá, una vez más, acerca de la firma ausente de su amigo Gabo en la famosa carta de innumerables intelectuales que iniciaban su rompimiento con la revolución cubana. Recordará su amistad con Mario Vargas Llosa, comentará su novela Años de fuga, la invaluable ayuda que brindó para que García Márquez fuera García Márquez, y al final reconocerá una vez más que, contra su voluntad, tuvo que romper con la idea de que el hijo del telegrafista de Aracataca sería “un caso perdido”. La nota tendrá un epígrafe extraído de su libro El olor de la guayaba:

“Muchos se sorprenden al oírle decir que El otoño del patriarca es el más autobiográfico de sus libros. Yo pienso que en un cierto nivel muy recóndito lo es, en efecto. Él no ha buscado la fama como su dictador buscó el poder. La fama le cayó de improviso, con sus halagos pero también con sus pesados tributos”.

El diario El Espectador, en el que Gabo publicara por entregas su famoso Relato de un náufrago, lanzará una edición especial dedicada al escritor que acaba de morir. El editorial será un reconocimiento más al consagrado fabulista, y otra nota sin firma, acompañada de una extensa crónica, evocará situaciones, escenas, encuentros, entrevistas, anécdotas y momentos inolvidables. Programaciones de lecturas de sus libros, conferencias en todas partes y conversatorios espontáneos en calles y corrillos, mantendrán a Colombia, durante semanas interminables, en una especie de luto inacabable.

Al tercer día, las librerías colombianas estarán llenas de las obras de García Márquez y, en las calles, sus libros legales y piratas serán comprados como pan caliente. Los periódicos y revistas continuarán con su despliegue gráfico: una foto del escritor, apoyado en una mecedora de mimbre con su cara de espanto tomada en 1942, en Barranquilla (Colombia); con José Salgar, en la sede de El Espectador, en 1981; recibiendo el Premio Rómulo Gallegos, en Venezuela; escribiendo en su computador, ataviado con una camisola a cuadros rojos y negros; entrevistando a Shakira para la revista Cambio, en septiembre de 1999; Gabo, en un abrazo fraternal con el poeta León de Greiff; Gabo, con la lengua afuera; Gabo, camisa resplandeciente y jean, junto a Pepe Dominguín, Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda; Gabo por todas partes: en las ventanas de las casas, en las libretas de escolares imberbes, en los llaveros de contrabando, en los pulóveres y sweaters de cuello alto, en las carteritas de las adolescentes, en el recuerdo de los más viejos, en la memoria de los más jóvenes, en el corazón de la patria, en lo profundo de la tierra del olvido.