Letras
Dos relatos

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La diosa del maíz

Al entrar a la casa, Raquel, la empleada de la señora que me renta el sótano, me saludo con la cordialidad de su naturaleza y su sonrisa de diosa del maíz. Pero en su sonrisa se escondió una leve burla como de satisfacción cuando me dijo:

—Mire, le llego algo en el correo. Esta allí sobre la mesa.

—Si no fuera por las compañías de teléfonos, la verdad diría que no existo para nadie —le dije a guisa de broma. Volvió a mostrar sus lindos dientes blancos y parejos que le resaltaban más por el contraste de su piel canela.

El sobre que me había llegado tenía la balanza de la justicia y después la inscripción Juzgado Municipal de Fort Lee, Estados Unidos de América. Me eché a reír.

—Lo que es la burocracia, vea Raquel. Enviarme un citatorio para presentarme en el juzgado, cuando yo no he cometido ningún delito. A usted le consta que ya sólo me falta vender mole los domingos para sólo pasármela del trabajo a la casa.

Raquel se echó una buena carcajada y en verdad creí que ella era la reencarnación de la diosa del maíz.

—A propósito, Raquel, ¿leyó el cuento que le di? —al tiempo que guardaba el sobre en la mochila en donde siempre llevo los libros para leer en el tren rumbo al trabajo.

—Sí y por poco me encuentra la señora leyéndolo.

—¡Ah! No se preocupe, si la echan del trabajo al menos ya ha contribuido para la causa. Además no va a negar usted que yo podría ser un buen escritor.

—¿La verdad? —me dijo.

—Sí, la verdad —le dije sacando valor para enfrentarme a esa verdad.

—Ummm —dijo y se quedó pensando—, se defiende. Ahí más o menos.

—Más le vale, porque el último que me dijo que yo no podría ser un buen escritor no vivió para contarlo.

Ella se quedó riendo y yo me despedí chiflando la canción que se joda el juez de la corte de Fort Lee. Mientras le gritaba a Raquel desde las escaleras que conducen al sótano, que iría a escribir un cuento que traía en mente. “Bueno”, me contestó sin mucho entusiasmo. Y me atreví a decirle: “Este la va a impresionar más que el primero”. Ya no me respondió.

Una vez en el sótano abrí el sobre. Quien lo escribió no gustaba de la retórica o quería ahorrar tinta porque el mensaje era corto: Presentarse tal día, tal fecha, tas, tas, y punto. Se me hizo raro. Pensé contratar un abogado, pero con el mínimo que me pagan no me alcanzaría ni para pagarle quince minutos a estos buenos ladronazos del oficio. Hice lo que tenía que hacer: Tiré el sobre a la basura y me autodeclaré inocente de todo cargo presentado en mi contra, y sentí que la justicia había triunfado de nuevo.

Ese día escribí un cuento donde elogiaba a un buen amigo que nunca me lo agradeció y amenazaba a Cervantes en sobrepasarlo. Con ese cuento me pareció que Balzac me quedaba chico y García Márquez no daba la talla. En fin que me sentí el escritor más grande del mundo invencible en su talento y en su clase y a punto estuve de salir a la calle corriendo como un loco y gritando: ¡Vengan a ver a este genio de las letras! ¡Fenómeno de la literatura y azote de los escribidores! Pero me contuve, hay secretos que a veces se inventan y que deben llevarse hasta la tumba.

Pasaron los días, y a las dos semanas me llegó otro citatorio del juzgado. Donde el no tan retórico redactor de tales notas parecía que se había enojado conmigo sin conocerme. Amenazando de tan bonita manera que de no presentarme procederían al arresto donde quiera que me encontraran.

No tuve más que presentarme ante el juez luciendo mis mejores trapos y mis mejores zapatos carcomidos de la suela. Al fin conocería a quien diablos se le ocurriría demandarme.

El juez empezó la sesión con dos o tres martillazos que dio con fuerza sobre un retazo de madera. Pensé que ese mismo día había tenido problemas con su vieja porque se veía mal encarado. Después dijo: “Que empiece la sesión y que pase el demandante”

El policía se apresuro a traer a quien me acusaba. Apareció Raquel con su sonrisa de diosa del maíz y que debería pasar a la historia como la sonrisa más bella mostrada en un litigio.

—Bien —dijo el juez—. ¿De qué se le acusa al ciudadano Omelino Bermúdez? —ya le iba a corregir al juez y decirle que ni tan siquiera era residente mucho menos ciudadano, pero me contuve, porque nunca he sido fanático de la deportación. Raquel empezó su acusación sin decir agua va y a bocajarro dijo:

—Yo acuso al ciudadano Omelino Bermúdez de escribir mal, muy mal su señoría. Hace un mes más o menos me dio a leer uno de sus dichosos cuentos que en vez de reírme como él pretendía me dio coraje, por lo mal redactado y las incongruencias del argumento. Su señoría, este individuo que tiene frente a usted es un farsante, sus ficciones no son ficciones, son burla de la ficción, historias faltas de convicción e increíbles, y de todas estas contrariedades, aparte del coraje que me dio, me derivó un dolor de estómago que me mandó al hospital junto con un dolor de cabeza que hasta este momento no ha cesado. La señora que me emplea me sorprendió leyendo esa “magna obra” —lo dijo con toda la mala intención del mundo, lo intuí— que amenazó con quitarme el trabajo y me hizo trabajar dos horas extra porque no me creyó que sólo había tomado cinco minutos para leerlo. Sé que no viene al caso, su señoría, pero yo soy una persona estudiada, egresada universitaria y sé de lo que hablo. Aparte la humillación a que es sometida una como mujer, porque su cuento aparte de todo apoya el machismo poniendo en desventaja a nosotras las mujeres, es irreverente puesto que este señor cree que uno es una ignorante. Es por su culpa que casi pierdo el trabajo y usted no sabe lo que me ha costado conseguirlo.

—Tiene prueba —preguntó el juez.

—Sí, aquí está —dijo Raquel dándole al policía dos hojas tamaño carta.

El juez empezó a ver el mismo cuento al que yo había hecho referencia a Raquel el primer día que me llegó el citatorio. El juez se acicaló mejor los lentes y se limitó a leer mientras emitía un “ummm”. Después de leerlo el juez le dijo a Raquel que no había necesidad que continuara. Mi nombre en el papel era más que suficiente y se atrevió a emitir su juicio literario, resaltando que aparte del mal argumento que utilizaba en la historia mi forma de escribir no le gustaba porque había pasado de moda hacía no sé cuánto tiempo sin mencionar lo retórico, y se lució con la palabra ripiosidad que no era lo mismo que redundancia según dijo y que tampoco tenía nada que ver con la retórica que era harina de otro costal.

Después para hacer más insólito mi caso no me dio derecho a defenderme y emitió su juicio. Libertad bajo palabra —dijo—, seis meses a trabajos comunitarios y la multa de noventa días correspondiente a salario mínimo. Sólo alcancé a decir:

—Su señoría (por no decir se enseñoría conmigo viejo rabo verde). Creo que si me manda a la silla eléctrica me iría mejor.

—En el estado de New Jersey existe la pena de muerte pero no contamos con la silla eléctrica —dijo de forma sarcástica.

—No, pues si con eso que un calorcito y se chinga la luz hasta en New York, para qué correr riesgos con los condenados, la ley debe asegurarse que queden bien muertos no importa que sean inocentes.

—¿Qué ha dicho usted, ciudadano?

—Absolutamente nada, que continúe usted por favor su señoría que ya veo tiene estilo hasta para condenar.

Y así lo hizo:

Estará usted libre bajo palabra y bajo fianza y le condeno a continuar escribiendo como se debe, no ridiculeces como éstas, dijo blandiendo lo que consideraba mi mejor cuento en el aire y ante los presentes que esperaban sus respectivos juicios; y lo absolveré hasta cuando usted escriba como Cervantes, Shakespeare, Balzac, Joyce, Ernest Hemingway, etc. —en ese momento volví a pensar que los jueces no son tan brutos como siempre me habían parecido. Y como si hubiera adivinado mis pensamientos dijo: “Porque los magistrados somos hombres instruidos”. Y su condena no finiquita en lo antes enunciado; tendrá usted que presentarse cada semana con una historia nueva y de no haber mejorado con respecto a la semana anterior lo enviaré derecho a la cárcel y si ya se ha instituido la silla eléctrica en nuestro estado, pues me aseguraré que lo incineren. Y allí terminó el juicio y agradeció a Raquel el haberme denunciado. “Porque por ciudadanos como este que se creen la reencarnación de nuestros grandes escritores es por eso que nuestras librerías están llenan de best-sellers”.

Mi caso se dio por terminado con un aplauso del público que me mandó a casa como perro apaleado. Días después vi a Raquel y me dijo:

—Ya ve, para qué anda de mentiroso, si no escribiera tanta mentira mal contada nada le hubiera pasado. Desde entonces estoy obligado a escribir, y mi colección de cuentos respecto a los halagos que se deben dar a un juez que lo condena a uno por escribir mal, va en aumento.

 

De eso ya han pasado diez años y el juez cada semana sólo se limita a su quejumbroso “ummm” y lo peor es que Cervantes y Shakespeare junto con el Balzac y Hemingway, todos los días se van de pesca y nunca los puedo alcanzar, sólo vislumbro el movimiento de sus manos que se despiden muy allá adentro del mar con una sonrisota de burla que parecen payasos de feria, así que no dejándome otra salida recurro a la vieja costumbre mexicana, termino por recordarles a la autora de sus días con un ademán con el brazo y el antebrazo.

 

Historia de tren

A Ruby Arvizu, por el sueño

Me subí al tren, y la memoria repite y repite como un tango en rockola, los recuerdos. En la calle 125 se subió una señora, llevaba puesto un abrigo de piel. De acuerdo a los parámetros de lo que manejo como estética femenina, la seño en cuestión no era fea ni era linda, era agradable.

Yo iba practicando la mano con el lápiz caligráfico: haciendo unas gárgolas y tratando de recordar cómo se hacían esos nudos célticos. La seño me abordó con un elogio a lo que estaba haciendo:

—Eres una persona muy talentosa —me lo dijo en inglés con acento de Brooklyn. Cosa poco usual en New York. Nadie habla en el tren y menos para decirle lo talentoso que uno es.

No tenía ganas de hablar para esas horas, tenía ganas de llorar. Como dice Jaime Sabines, cuando uno tiene ganas de llorar llora sólo con mencionar la palabra “excusado”. Y yo quería decir excusado y ponerme a llorar.

Después me preguntó dónde había aprendido, y le dije que era un autodidacta. No dije más, sin embargo insistía en hablar. Para no hacer el cuento largo al final me dijo:

—Quiero que me hagas un favor. ¿Te gustaría venir conmigo a casa? —se le dibujó en el rostro esa sonrisa candorosa con que las mujeres podrían abrir hasta las piedras (existe una estadística que casi en un 99% siempre lo logran).

Me sentí tentado a ir con ella, empujado por mi instinto de macho. Quise levantarme pero no me sentía seguro de mis piernas, el alcohol había empezado a hacer su efecto en el semi abstemio que soy y la tristeza de no ver a mi familia y haber cumplido doce años, el 28 de noviembre, en otro país que no era el mío, me punzaba el corazón. La vi, sonreí con cierta sorna. Me preguntaba cómo aquella mujer estaba invitando a un hombre desconocido a su casa, y sobre todo a un hombre que no es un Adonis ni tiene los argumentos suficientes para creerse ser un objeto sexual en cualquier circunstancia, y menos a las 12 de la noche cuando vas cansado del trabajo y acabas de salir de la cocina con olor a aceite rancio, llevas unas copas encima y vas despeinado y lo único que te representa como persona decente es un par de zapatos desgastados de tanto usarlos, que te regaló un amigo que cumplió el sueño de regresarse a México.

—Entonces, ¿vamos? —me volvió a decir.

No pude contestar porque dos lagrimones me traicionaron en el momento preciso. Ella había tomado la confianza para llamarme baby (What’s going on baby, me dijo). Y yo estaba en ese estado confuso en que te estás reponiendo del golpe que te propina la realidad, la realidad acompañada de incredulidad porque crees que nunca te pudo haber sucedido algo así y no sabes ni cómo debes actuar. Porque la verdad nunca estás preparado para enfrentarte a la realidad de New York cuando te asalta a quemarropa.

Los pensamientos se han de haber ahogado en el alcohol. No me paré, no dije nada. Hasta que pasados unos minutos me vino a la mente la historia esa del hombre que se despertó con una cuchillada en el costado, metido en la tina de baño llena de hielo y sin sus intestinos. No era mi deseo obtener 15 minutos de fama que otorgan los tabloides de la ciudad al día siguiente en casos como esos. Quería ir al trabajo al día siguiente antes que estar en una tina de baño llena de hielo. Desistí.

—No sabes lo que te pierdes —me dijo—, pero por si te arrepientes aquí está mi tarjeta de presentación por si te decides a llamarme.

Es de notar que a la una de la madrugada son pocos los usuarios de trenes que se suben después de la calle 125. Es la primera vez que siento miedo de estar a solas con una mujer. No sé dónde se bajó, lo que sí me acuerdo es que cuando salió del tren se paró en el andén y pude verla por la ventanilla. Se abrió el abrigo y entonces vi que no llevaba absolutamente nada. Todo al descubierto como he pensado que deberían andar todas las mujeres en la calle cuando no hace frío. Era demasiado tarde para ir tras ella. El subterráneo ya arrancaba. La seguí viendo a través de la ventanilla hasta que ya no fue posible y sentí el temor que la canica del ojo se me fuera a voltear cual si fuera un bizco.

Y aquí estoy hoy sentado en la mesa donde escribo todas las noches, tratando de paliar el frío del sótano donde vivo y enfundado en ese chaquetón que usaba anoche, tratando de rearmar toda esa historia que dudo haya sido verdad, acariciando a intervalos la tarjeta de presentación que guardo en el bolsillo y tamborileando los dedos sobre el papel esperando que den las once...