Letras
Claves para un descubrimiento

Comparte este contenido con tus amigos

—En la tienda hay un forastero —dijo el doctor Almore a sus parroquianos con el tono severo que le caracterizaba dentro y fuera de la consulta.

Y era verdad que, aunque nuestro pequeño pueblo no es un camino de paso, había entrado un desconocido, un hombre extraño sin que se supiera por dónde o de dónde. Llamaba la atención porque su color de su piel y su físico parecían corrientes, pero resultaba todo lo contrario el atuendo con el que se cubría. El curioso forastero venía vestido como de carnaval: iba cubierto por un sombrero de ala ancha y un traje de vivo color añil que no le llegaba hasta los tobillos, por donde asomaban dos alas pequeñas de cartón, dos alitas como de juguete. Y era también verdad que, como un mercurio de broma, andaba sin elevarse —uno más entre nosotros— por el centro de la tienda y que observaba con morosidad las mercancías puestas a su disposición. Fuimos varios vecinos a ver la novedad hasta que, de pronto, cuando estuvo fuera del edificio, el forastero flotó levemente y se posó en el centro de la calle; a continuación, voló un poco más alto en dirección al centro del descampado.

Nuestra aldea es pequeña, muy pequeña, y, como, aparte de unas cuantas casas de planta baja agrupadas en torno a la plaza, todo es campo —todo lo que se puede ver por los alrededores—, el corto vuelo había alejado a la criatura. El doctor Almore también fue un forastero que despertó nuestra curiosidad el día en que apareció por primera vez. Fue hace diez o doce años que vino para establecerse como médico del pueblo, como el único médico que hemos tenido y que posiblemente tendremos. Los dos casos tenían en común lo inesperado de su llegada y el misterio de su repentino interés por nuestra localidad.

La criatura volaba y, a pesar de la velocidad, las alas anchas de su sombrero seguían rígidas en la misma postura y, por debajo del pantalón, asomaban de la misma manera las pequeñas alitas pero en pleno movimiento. El traje añil, ligeramente ondulado por la brisa, aterrizó igualmente impecable cuando puso los dos pies en la tierra. Sólo el doctor lo siguió corriendo con gran interés; mientras un grupo de niños que jugaba por allí a comerse la fruta y a subirse a los árboles frutales se ponía a hablar con el desconocido.

El hombre extraño se inclinó y dejó varios objetos relucientes sobre el suelo húmedo. Luego, desapareció con un nuevo salto que lo trasladó al otro lado de una loma. Al parecer, no podía dar más que vuelos cortos. Nadie se asomó a la calle en esos precisos instantes en los que el doctor salía muy ligero de la tienda, subía al auto y se desplazaba dando graves bocinazos para alertar a la población.

Los niños pudieron repartirse una sortija para cada uno. Fue el doctor el primero que llegó e intentó apartarlos de los brillantes objetos, pero todos a la vez se alejaron a la carrera hasta quedar fuera de su alcance. Saltaron la zanja y doblaron la esquina de los cobertizos hasta el campo que queda a la espalda de las casas, y ese mismo trozo de tierra se puso de color morado, y toda la hierba crecida como consecuencia de las últimas lluvias y también los árboles cambiaron de aspecto inmediatamente.

El grupo infantil se quedó quieto, muy quieto; ya no se les oía reír. Sus pequeños dedos siguieron brillando con el intenso resplandor de la sorpresa y, entonces, los pájaros bajaron para posarse sobre las frentes inmaculadas y también pálidas; y aunque quisieron desentumecerlos, sus cuerpos se quedaron para siempre ateridos, rígidos, tan en silencio como si se tratase de estatuas.

Nadie quería creer en el fabuloso fenómeno que nos había traído el infortunio. Los niños jugaban por casualidad a la salida de clase y, de repente... Todos los pájaros se detenían por allí, sobre las copas bajas de los árboles frutales y miraban codiciosos los destellos y las lágrimas congeladas en los rostros petrificados.

Sin duda que el doctor Almore había llegado hasta nosotros buscando algo muy especial, una creencia, un norte, tal vez algo así como una razón de ser; había asimilado nuestras costumbres pero seguía buscando. Así que, por la noche, se acercó hasta el cerro por donde había traspuesto la aparición que tanto mal nos había hecho. Subió unos metros deprisa hasta que sintió que perdía fuelle. Se abrió paso con ímpetu por entre la espesa maraña sin querer que lo acompañaran otros vecinos. A un lado y otro, oyó ruidos que lo desasosegaban pues la agitación de los animales silvestres crece al anochecer. Es ese un espacio con gran densidad de roedores, de conejos y liebres y con numerosas zarzas, y tuvo que salvar además una especie de gavilla que cruzaba el camino, más bien el estrecho sendero, la trocha algo más accesible que el resto de la ladera. Y cuando creyó estar en lo alto, no era tal, sino que, a la derecha, se elevaba una nueva pendiente de parecidas dificultades. El doctor Almore esperaba encontrar al otro lado algún nuevo milagro; pero al otro lado de ¿qué? Él era el único doctor en muchos kilómetros y tenía en este caserío su residencia habitual. Puede que fuese el elegido pues nadie más había observado el prodigio en toda su secuencia; tampoco el último salto mágico por encima de la loma.

Desde la aldea, la colina no parece una altura demasiado importante pero, más lejos, incluso más arriba, otra zona de fuerte pendiente se elevaba sobre su cabeza y le ponía la ascensión imposible: una sobre la otra, las sucesivas elevaciones del terreno parecían dirigirse hacia la máxima altura del cielo. Los árboles y los arbustos se interponían hasta que la densidad de formas le resultó desesperante. Almore se paró; pareció recapacitar. Más tarde nos contó que, en la oscuridad de la noche, había creído encontrar el lugar donde se esconde el Altísimo o, por lo menos, la auténtica imagen de Dios. Se sentía pletórico porque estaba afrontando la aventura con éxito, pero la noche era ya tan cerrada que decidió volver sobre sus pasos para que el descenso le resultara menos difícil. Tomó impulso, retrocedió. Las piedras sueltas eran lo más peligroso ya que se desprendían continuamente. Comenzó a bajar como si deseara alcanzar cuanto antes la base del montículo, corriendo de un modo frenético, sin causa justificada, como si el miedo le hubiera afectado alguna de sus facultades mentales. Se movía poseído por el afán de llegar cuanto antes al mismo tiempo que exclamaba “Hay un extraño en la tienda” con grandes voces. Hablaba solo mientras saltaba las zarazas y salvaba los pronunciados desniveles.

Estaba realmente emocionado cuando llegó a la aldea y nos contó que Dios tenía sin duda el aspecto de las pendientes que se superponían por encima de la primera ladera, que tenía también la imagen de la noche estrellada con todas sus constelaciones; la del arroyo que corre en dirección al prado e incluso la de las casas del pueblo agrupadas en forma de cucurucho. Había comprendido que todo, todo lo que se puede observar desde nuestra modesta aldea y desde mucho más lejos, desde cualquier superficie planetaria, tiene una luz especial porque es la luz de la cara de Dios. Que ese era su rostro concreto y que ya era hora de que cesaran todas las especulaciones y las averiguaciones. Nos dijo que debían cesar todas las especulaciones de los hombres, de las mujeres y de los niños sobre esta cuestión básica pues la aparición de la criatura voladora le había enseñado el camino. Hablaba con gran entusiasmo, sin pausas, de las circunstancias extraordinarias que habían rodeado ese día y esa noche. No podía parar de explicar cómo había llegado a ese fundamental descubrimiento.