Letras
La traición de Julia

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Mis puños temblorosos aprisionaban la ira. Lamenté no haber sido capaz de estrellar mi puño corajudo en su cara raquítica y morena.

Fue mejor romper todas las imágenes de nuestro paseo a Veracruz, donde realizamos la consumación de nuestro amor. Sólo un montículo de papelitos hechos pedazos quedó a un lado de su librero henchido de literatura contemporánea, y ella sollozando en desaforado llanto de arrepentimiento.

—Perdóname, perdóname, eso ya pasó; no te lo dije antes porque creí que te enojarías conmigo.

Cómo me dañaba la dignidad y el orgullo su súplica desvergonzada. Un indigesto de asco me dejaba ahíto de repulsa a su persona.

Mi pensamiento estaba inundado con la representación viviente del par de cuerpos desnudos, trenzados en acuerdo urdido por la traición. La convergencia había sido el lecho de atasco en obscena calidez.

Los zombipasos de mi aturdimiento me impelieron a casa de mi madre. La carta aún descansaba culpable en la palma de mi mano. La observé como la prueba más contundente de su adulterio; me quemaba la piel, la sentí como ardiente excremento entre los dedos. La impureza del contenido era propia de ser publicada en una revista pornográfica. El papel estaba compuesto de suciedad, copia exacta de su felonía.

—No fuimos novios... —me decía con su carita de ángel cobrizo. De verdad la amaba.

Azoté mi cabeza como el martillo sobre la pared, una y otra vez en constante agonía. ¡Ay de mí!, me sobrecogió la seguridad de que ese rufián había escuchado las mismas palabras que yo saboreaba en mi tálamo de amor.

Visualicé a la hipócrita susurrando al oído de todos aquellos con los que se acostaba, las frases que yo consideraba sólo para mí. ¡Qué candidez la mía!

La cabeza comenzó a hervirme, la sentí nadar en una enorme hoya con agua candente y bulliciosa.

Tenía que llamarla y decirle lo que se merecía. ¡Aaaah!, cómo odié escuchar su voz por el auricular, tranquila y paciente. De mis labios afloraron, como lluvia de navajas, las palabras que venían haciéndome eco desde que encontré la carta:

—Julia, sólo te llamé para decirte que eres una perra y una maldita puta.

Hice gala de mi más coloquial vocabulario. La descarada se limitó a colgar, sin responder palabra alguna.

Presentí que me engañaba desde que se negaba a que hiciéramos el amor. Aunque la asquerosa carta tuviera fecha de tres meses atrás, era de imaginarse que lo seguiría viendo y emitiendo las mismas palabras que me decía en la cama. ¿Cómo tragarme tan amargo dolor? Yo que le di mi amor desde que éramos unos púberes. La desesperanza parloteó en mi tasajeado espíritu; me tambaleé de pesadez. La vida perdió sentido. El amor se trastocó en tristeza.

La solución a todo ese lastre de angustia me llegó como agua para mi sedienta alma. Tenía sed de paz, de tranquilidad, de aliviante olvido.

Pronto pisé camino a la farmacia. Lo primero: adquirir una jeringa, lo otro, comprar veneno para ratas y por último un cúter de $3.00. Cuán barato podría resultar el escabullirse de este mundo, y más que del mundo, diría de este padecimiento intolerable para mí.

El control envolvió mis andares y con estos caminados pies que me soportaban el peso del bulto que únicamente soy, me introduje con parsimoniosos movimientos al establecimiento:

—Buenas tardes, amigo.

El chico me miró con el ceño fruncido.

—¡Hola!, ¿por qué esa cara?, está nublado, Mario, pero no es para tanto, ¿qué te vamos a dar?

—¿Tienes veneno para ratas?

—Sí: hay líquido, en pasta y en polvo; ¿cuál prefieres?

—¿Cuál es el más efectivo?

—Este, el de polvo; no falla, échale una mirada al instructivo y las precauciones...

—¿Cuánto cuesta?...

—$14.00.

—Sí, está bien, dámelo.

La tarde teñida de oscuridad cubría los rostros de los transeúntes, eran como frágiles sombras inanimadas. Todos los seres presurosos con grasientas narices, de ojos malicientos y agresivos, apresurando sus interminables pasos de zapatos roídos. El viento silbador azotó mi rostro, me volaba el cabello hacia atrás. Sentí cómo el aire con soplo vehemencial me hurtó la calidez del cuerpo vacío de espíritu, mientras me dirigía a la penumbra de un rincón en la casa de mi madre.

—¡Hijo, qué sorpresa! ¿Cómo está Julia?, hace ya dos fines de semana que no vienen a visitarme.

—Está bien madre, se quedó en el departamento; discúlpame, me duele la cabeza, permite que me recueste un rato.

—Sí, hijo, descansa para que bajes a comer; tengo tantas cosas qué platicarte.

La plática de mi madre era ya historia para mí, nunca recordaba que ya me había dicho las cosas y así, cada fin de semana que la veía, tenía que verme sometido al sacrilegio de escuchar varias veces la misma historia. Era mi madre, lo sé, pero algo en lo más profundo de mi ser me decía que tenía derecho a experimentar el más puro odio hacía ella. Nunca se lo dije, pero yo sabía que era capaz de amarla tanto como odiarla, tal como ese extraño sentimiento que sentía por Julia.

¿Julia?... Julia era una perdida; pero aun así la amaba. Por aquellos días no pude andar, comer, hablar, ni mucho menos dormir sin ella.

Y como quien participa de un evento ceremonial, tomé la lata con la etiqueta del veneno para ratas, mis ojos vacíos de vida recorrieron el instructivo:

ÚSESE PARA LA ELABORACIÓN DE CEBOS RATICIDAS
FÓSFORO DE ZINC TÉCNICO
CUIDADO VENENO

ALTAMENTE TÓXICO

INSTRUCCIONES DE USO:
¡SIEMPRE CALIBRE SU EQUIPO DE APLICACIÓN!
FOSFORO DE ZINC TÉCNICO es un producto plaguicida, destinado para ser utilizado en la preparación de cebos envenenados para el combate de roedores.

MEDIDAS PARA PROTEGER A LA
POBLACIÓN Y LOS TRABAJADORES

No permitir la contaminación de drenaje público, agua superficial o subterránea. En caso de contingencia tener implementado un plan de emergencia.

El producto no debe ser ingerido, inhalado, ni permitir su contacto con la piel y ojos. Usar equipo personal de protección (overol, impermeable, guantes PVC, gogles, mascarilla contra polvos o mascarilla completa con cartucho respiratorio). Capacitar adecuadamente al personal sobre el uso y manejo del producto.

Quedé convencido de su eficacia. Mi madre había decidido donar sus horas libres (que por cierto eran casi todas) a una siesta después de ver su telenovela. Era vieja y la mayor parte del tiempo estaba rodeada por una sobrada soledad que la mantenía mucho tiempo dormida.

Me bañé y dejé caer sobre mi cuerpo el mejor de mis trajes, rocié gotitas transparentes de loción sobre mi quijada rasurada, el toque final era encomendado a los dientes del peine. Tomé una taza; mentiría, amigo lector, si te dijera que mis manos temblaban y mis ojos lloraban. ¡No!, nada de eso... vacíe un poco de agua en la taza. Cogí el abrelatas que momentos antes trajera de la cocina y procedí a destapar el bote de lámina cilíndrica que contenía el veneno.

El color azul plomo del polvo me sonrió, penetró mi nariz, y tú, estimado lector que me toleras estas confesiones, podrías imaginar que olía feo.

Pues sinceramente aclaro que no tenía olor desagradable, sentí que el aroma a azufre me cautivó, siempre relacioné esta sustancia con Mefistófeles y su bullicioso infierno. Este colorado personaje para mí, lejos de ser temido, era divertido y tentador, por lo que empujado por una extraña fuerza que me permitía mantener absoluta calma, introduje la cuchara para mover una y otra vez la sustancia hasta verla totalmente disuelta.

Sin reparo y en total ausencia de razonamiento alguno, tomé con fuerza la jeringa. La aguja lenta tragó el líquido verdoso hasta llenar los cinco centímetros.

La transparencia de plástico dejó mis pupilas dilatadas en hipnóticas imágenes celestiales. Era válido esperar que una persona que sufre en vida descansara con la muerte, por eso yo veía que las representaciones celestiales me llamaban con agrado, lo raro era que éstos ángeles escarlata no mostraban sus mantos blancos como los pintan en las iglesias y en cualquier cuadro.

La sustancia liquidoverdosa había sido encarcelada en el tubo sin otra salida que no fuera la aguja clavada en mis venas. Mis manos actuaban por sí mismas; nada hubo que las detuviera. Extendí el brazo, “tiene buenas venas”, me habían dicho con anterioridad algunos doctores. Con un piquete como ligero pellizco, comprobé con exitosa satisfacción que así era. Nada difícil fue hacer penetrar con pasividad la punta plateada en los gusanos azulados que temerosos trataron de esconderse bajo mi piel. Un hilo delgado y granate chorreó las llanuras de mi brazo. El dolor no era poco; pero mi pulgar inquisidor hizo presión en la jeringa hasta introducir los cinco centímetros del tóxico y luego otros tres más.

Cuando la jeringa hubo actuado por segunda vez, la saqué cual daga que ha sido enterrada en el centro del corazón. Al momento nada sentí, así es que tan pronto pude sentarme en la calidez de mi cama y con la taza casi llena del veneno azulado, sin arrepentimiento lo llevé directo a mi boca. Lo tragué y sorbo a sorbo lo vertí en mis entrañas. La línea de la vida había sido traspasada y mi destino por ella había sido marcado.

El sabor no era amargo, ni desabrido; más bien paladeaba el gusto a tierra mojada con un ligero olor azufrado. ¡Cómo disfruté pensando que el tóxico sería mi salvador! Al hacer contacto el veneno con mis muelas, éste como clavos largos perforaron las cavidades de mis dientes y un agudo dolor martirizó las encías; fue como sentir una gruesa astilla enterrada en cada muela. Miré el reloj, exactamente las cuatro de la tarde.

Media hora después, los estragos con una entrada triunfal se desquitaron en mis vísceras. ¡Qué desgracia! Uno siempre desea morir sin sufrimiento, ni dolor, dormir y no despertar, o caerte y ya no levantarte, pero el destino me atestaba una mala jugada. Mi plan fracasó, el efecto que creí produciría el inyectar veneno en las arterias, de pronto no resultó. No tenía provista esa falla; así es que tomé el cúter, me puse hielo para entumir la piel y titubeante corté en forma vertical las venas. Pero el grito de mi madre para avisarme que fuera a comer interrumpió mi práctica, apenas me hice una ligera cortada que no alcanzó la savia de mis gruesas venas. Le dije que no tenía hambre y que no comería, pero su interrupción trajo consigo la pusilanimidad de mi siguiente acto.

Decidí acostarme y esperar a que lo que ya había hecho me produjera el efecto.

Las ocho de la noche: mi pantalón de lana yacía atascado de heces con color y olor al veneno; mi boca arrojaba agua apestosa al tóxico, hasta por la nariz echaba la revoltura.

Las tres de la mañana y mi vientre tembloroso, azotado por paroxismos de intenso dolor. La muerte se me negaba, no se compadecía de mí, ni de mi merecido malestar. Ya no llegaba al baño ni siquiera arrastrándome como momentos antes lo hiciera. Toda mi carne era una intensa llamarada de fuego erupcionando como un salvaje y hambriento volcán y un ardor de muerte recorría mi piel. El olor azufrado estaba impregnado en mi ropa, en mi cama, y emanaba de los diminutos poros de mi propio cuerpo. El químico oloroso pululaba en toda la habitación.

Tragar agua fue un alivio efímero, la misma que instantes después era devuelta en la cubeta, que momentos antes hube traído del baño prediciendo que no podría llegar a él.

Las cinco de la mañana y no había logrado irme de este mundo. Una gruesa chamarra cayó en mi espalda desnuda. Un pantalón de deportes cubrió mis piernas. Era mi madre que había hecho su aparición por el escándalo del vómito, quien me vestía.

—¡Hijo!, ¿qué has hecho?... vamos, te llevaré al hospital. ¿Puedes caminar?

La explicación me la ahorré, pues sus ojos tragaron con desesperación la imagen del veneno en la cubeta y mi brazo inerme y piqueteado al lado de la jeringa.

La más grande vergüenza de un suicida es ver frustrados sus planes e ir a parar a un hospital. Aún sin voluntad seguí el movimiento del chal de mi madre que aparecía como una visión fantasmal, cubriendo su espalda de mujer añosa.

Tomamos un taxi y en quince minutos estábamos detrás del estrado de urgencias en un hospital...

—¿Qué le pasa, señora? —preguntó con desgano la recepcionista.

—A mí nada, el que está mal es mijo.

Ella volteó a verme interesada y esperó mi respuesta. Como el silencio sustituyó las palabras, continuó mi madre:

—Este muchacho se inyectó veneno para ratas en las venas, además de haberlo tragado.

La cara rugosa de la mujer de blanco tomó una expresión desencajada. Yo no quise escuchar más y débil me dejé caer en las frías sillas de plástico y metal. Pronto mi madre me hizo señas para que pasara.

Tenía idea de lo que me iban a hacer, pero no la tenía del procedimiento que se llevaba a cabo.

Primero, el debido interrogatorio:

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticinco.

—¿Qué tomaste? ¿por qué lo tomaste?... Mírate, eres tan simpático y joven como para andar haciendo esas cosas —me decía, con fingido enojo, la doctora—. Piensa en lo que podrías haber causado si no llegas a tiempo.

A todo ello le siguió una inacabable letanía de llamamientos de atención y regaños. Finalizó mencionando que me harían un lavado gástrico y algunos estudios de sangre. Me tomó del brazo y me dejó a la buena de los practicantes del hospital. Muchachas y muchachos, quizás de mi misma edad; me aventuro a decir que algunos más jóvenes aun.

Dos chicas de manos bonitas se acercaron a mí, amenazantes con una manguerilla larga y transparente. Me imaginé que eran brujas disfrazadas de hadas. Pensé que por la longitud del instrumento podrían introducirlo por cualquier orificio de mi cuerpo: la boca, las orejas, el ano, la nariz, cualquier parte en la que cupiera.

La voz ronca de una de ellas interrumpió mis pensamientos:

—Es una sonda, la introduciremos por la nariz hasta llegar a tu estómago, te molestará un poco, pero más vale que cooperes con nosotras y pongas de tu parte para no complicar más las cosas.

El largo hilillo de plástico transparente entró por el orificio de mi nariz, yo creí asfixiarme. Lo sentí correr por mi garganta y explorar mi organismo. Mis ojos arrojaban lágrimas por el dolor y mis pupilas querían salirse de su sitio y perforar los rostros de las enfermeras para que pararan el suplicio. Eso fue el comienzo del sinuoso camino que tenía que recorrer. Tres veces más introdujeron la sonda, la solución del líquido no pasaba y no sabían por qué, hasta que un doctor de mayor edad se acercó y advirtió que la estaban metiendo al revés. Piquetes por todos lados me asaltaron en desprevenido descuido.

—Le vamos a sacar un poco de sangre para el análisis —al extraer la sangre inmediatamente se coagulaba en espeso líquido que se tornaba entre color mostaza y café.

—Así no puede realizarse el estudio, esperaremos otro rato —y esperar otro rato no sirvió de mucho; una vez extraída la manguerilla, mi estómago encontró la forma de parar la inmolación propinada y aplicó justicia al rociar sobre las enfermeras y aun sobre los pacientes una gran cantidad de vómito negro, manchando las inmaculadas batas blancas de los verdugos de mi organismo.

Quejas y reprimendas llovieron sobre mí como volátiles agujas para mi engorde de vergüenza. Yo sólo incliné el rostro molido en señal de solicitar un perdón inexpresado con palabras. Y de nuevo dispuse mi materia para permitirles de forma sumisa que continuaran con su trabajo.

Una vez en el área de urgencias y lleno de extraños cables en el pecho con parches blancos adheridos a la piel, me pusieron el llamado “catete”.

—¿Qué es eso de catete, enfermera?

—Es una aguja precedida por una manguera delgada que penetra por las arterias, por medio de ella le aplicaremos medicamentos.

El dolor es indescriptible, calambres y temblores sacudían mi cuerpo.

Dos días después, yacía mi carne descolorida en un aislado cuarto de terapia intensiva. Un aparato que contenía oxigeno pendiente de un grueso tubo, equipado con una mascarilla, cubría la mitad de mi rostro y químicos oscuros llenaban los frascos de vidrio trasparente, el cual gota a gota tragaban mis venas. Sabe Dios qué extraños estudios y análisis hicieron los doctores para salvarme. Decían que nunca habían tenido un caso similar, que a nadie se le había ocurrido envenenarse directamente las venas.

Seis días de encierro total y de experimentos aplicados a mis arterias para encontrar la solución y por fin lo habían logrado, sin asegurar que los efectos resultaran ulteriormente. Aún no tenía ganas de vivir y a ello se adherían las ansias de escapar de ahí. Era algo inevitable ver el desfile de batas blancas a todas horas y oler el medicamento que exhalaban los cuerpos enfermos y desvelados de ese lúgubre lugar.

Después de permanecer dos meses internado, ya podía levantarme e irme a bañar con la ayuda de alguna enfermera, pero les espantaba ver los huecos llagosos en mi cabeza descabellada, pues uno a uno se me desprendió el cabello, como si sólo estuviera puesto por encima. Un manojo en la almohada, otro tanto en el baño y unos más en el peine. Mi rostro no mostraba más que pellejo verdoso albergado por un cadáver viviente. La piel dejaba partículas secas por donde caminaba o me acostaba. Cacho a cacho perdía los dientes, ya se me habían desprendido tres y no tenía esperanzas de conservar los otros, ya podrán ustedes imaginarme chimuelo y con la calva infectada y cacariza.

Tal vez y finalmente llegaría a cumplirse mi deseo de desaparecer de este mundo. Nada más que a cambio de ello tenía que vivir tan vergonzosa y lenta vejación.

El espanto del rostro de mi madre al ver las llagas, algunas costrosas supurando pus de mi cabeza, me empequeñecía. Hasta ese momento Julia no había ido a verme al hospital, pero ese día llegó con mi madre.

—¡Hijo!, tu hermana Julia vino a verte, además te trae una buena noticia para que te animes. Pronto va a casarse, está esperando bebé... ¿verdad, Julia?

Mi hermana Julia, aterrada por mi aspecto, sin disimulo se apresuró a llevarse las manos al vientre como queriendo protegerlo de mí.