Letras
El seleccionado

Comparte este contenido con tus amigos

Era una tarde de verano, de aquéllas tan preciosas y apabullantemente calurosas, que la mente era como si se me hubiera escapado; un viaje astral digo yo que estaría haciendo.

Busqué en el bar de al lado de casa, por si allí había algún conocido que pudiera sacarme de ese estado vegetativo en el que me encontraba. Me explicó el camarero que todos habían desertado a las playas de los alrededores...

Allí estábamos los dos mirándonos fijamente, mientras yo a sorbitos controlados iba acabando con aquel granizado de café, que esperaba que me devolviese a la órbita espacial.

 

El chico, que más que acompañarme me desacompañaba, mentó algo sobre el Campeonato de Golf que televisaban, y tras personalizar el canal de la tele cutre que tenía en un estante, se giró hacia la pantalla, y se quedó expectante y atónito viendo esforzarse a un hombre con un palo, que trataba de darle con fuerza a una pelota.

Me escabullí en cuanto pude.

 

El granizado lo único que hizo fue engañar al cuerpo; de repente estuve tan fresco como una lechuga y de repente tan cocido como un pollo.

Por la calle, donde daba el sol, la impresión de que el cemento se derretía era perpetua. Yo buscaba la sombra, pero no quería parar porque luego no iba a poder continuar. Muchos cobijos oscuros me tentaban a quedarme allí, no obstante esto era una trampa para que yo no llegara a casa.

 

Y al dar la vuelta a la esquina, tropecé con ella, con Fabiola, la cual me descubrió, mientras se agachaba a recoger los peluches que se le habían caído por toda la acera.

—¿Estás esperando por si son malos y saltan? ¡Pero, ayúdame! —declaró.

No me negué a ayudarla, y en un abrir de ojos los mantenía a todos. Dudé que llegara muy lejos con todos esos muñecos peludos, así que me decidí a acompañarla llevando yo unos cuantos encima: un tigre con unos bigotes exagerados, un cervatillo con ojos diabólicos, un reno que cantaba una canción de Bustamante si le tirabas de una pata, y una rana con gafas de sol.

—¿No creerás que por acompañarme tienes derecho a alguna recompensa?

—No voy a ser tan gentil como para conseguirla —contesté.

—Pues eres tonto, alma de pedernal.

—Lo mismo de tonto que para llevar estos ridículos animaluchos.

Entonces se puso muy seria, como si la hubiera insultado.

—A lo mejor la idiota soy yo por ir con gentuza como tú —comentó airada.

A tirones me quitó los peluches que yo transportaba, y huyó por el pavimento cargada con ellos. Con las prisas, a la rana se le cayeron las gafas, sin embargo Fabiola no se agachó a recuperarlas.

Yo me encargué de recobrarlas, y le grité para que se parara. Llevaba zapatos de tacón alto, así que era obvio que iba a alcanzarla. Hasta que en el último momento, hizo un par de movimientos con los pies, y dejó los zapatos tras de sí... Parecía haberse puesto propulsores a chorro, de lo rápido que marchaba.

 

Vi poco después a Fabiola en un portal próximo, que entraba con toda su comitiva animal. Sólo quería entregarle las gafas de su sapillo, así que me acerqué para ver si podía adivinar su piso.

Eran once pisos de tres manos cada uno. Era prácticamente imposible que diera con Fabiola, aunque por azar, me decidí a probar con el timbre del segundo izquierda.

Por suerte o por desgracia, no respondió nadie a mi escueta llamada. Me alejé del portal, y miré a las terrazas por si distinguía a Fabiola en alguna de ellas.

Lo único que advertí en el cuarto derecha, fue a un hombre gordo que, con un cigarrillo en la mano, me examinaba suspicazmente desde su ventana. No obstante, ni rastro de la dama de los peluches.

 

Ya me iba a ir cuando Fabiola, casi desconocida sin peluches, salió del portal, y de un salto se plantó delante de mí.

Nos quedamos durante unos segundos mirándonos a los ojos como si fuéramos dos desconocidos, que en realidad era lo que éramos, y ella exclamó de pronto:

—¡Ya está! ¡Eres un obsesivo psicópata acosador de éstos que salen en las noticias todos los días!

—No, yo sólo... Quería devolverte esto. Se le cayó a uno de tus muñecos —dije, alargándole las gafas de sol de la rana.

—No es un muñeco, es una mascota, y tiene nombre. Se llama Woody —sentenció ella.

—Bueno... Pues toma las gafas de Woody.

No me dio ni las gracias, sin embargo no me importó. Se metió las gafas al bolsillo, y se observó los pies descalzos.

—Podías haber recogido también los zapatos que perdí por darte esquinazo —escrutó.

Anduvimos sobre los pasos que habíamos dado antes, y en un abrir y cerrar de ojos, dimos con los zapatos de tacón de Fabiola. Volvió a calzárselos y su figura, por ese nimio detalle, adoptó una forma como más estilizada y espigada.

Declaró, después, que estaba de mudanza, y tenía que bajar hasta su antiguo domicilio para coger unas cajas, y llevarlas al bloque de pisos donde habíamos estado previamente. Insistió en que la escoltara para que la echara una mano allí.

—Está muy cerca.

—Hasta me he olvidado del calor... Iré contigo.

—Cuando lleguemos allí, te puedo invitar a algo de beber.

Acepté sin más divagaciones. No caminamos mucho, y paramos en el Asilo de Salud Mental, en el manicomio. Me quedé un poco desconcertado al ver entrar, pletórica, a Fabiola.

—Es aquí. Me han dado el alta —confirmó.

 

La seguí sin hacer preguntas, pero dudaba si hacía lo correcto.

—Me encerraron en mi adolescencia, ¿sabes? Un brote de esquizofrenia, decían los médicos... Ya estoy bien, y me voy a vivir a otro lugar —explicó sonriente.

Yo seguía sin articular palabra.

Todos los que había en el jardín me observaban minuciosamente, aunque cuando entré al caserón me sentí peor, como si me acobardara una claustrofobia crítica.

Una chica con una bata blanca se acercó a Fabiola. Le susurró algo al oído, y Fabiola le rebatió:

—No, no, es inofensivo... Viene para ayudarme con mis peluches y mis cajas.

Observé con detenimiento a la chica que parecía que llevaba el cotarro de todo aquello. Su pelo era largo y rubio, y un poco deshilachado; además, olía como si se lo hubiera quemado. No era muy alta, y no sé por qué comencé a diseñar cómo serían sus zapatos, que posiblemente no tendrían los taconazos de los de Fabiola.

Me perturbé cuando, al bajar la vista, me di cuenta que tenía los pies embutidos en bolsas. Al asentarme y contemplar su bata más paradamente, concluí que la bata no era suya; la bata era dos tallas más grande, y en la pechera podía leerse Dr. Jaime Dorronsoro Quintana, bordado en letras azules. A no ser que se hubiera hecho transexual...

Ni era su bata, ni la responsable de aquel sitio.

Se pusieron a discutir entre ellas. La jerga era incomprensible. Fabiola vociferaba más fuerte que la otra que no estaba de acuerdo con lo que la otra añadía.

Pensé abandonar el lugar lo más callado posible, y así, casi como una culebra, repté por el pasillo que conducía al vestíbulo. Un hombre de unos sesenta años me cortó el paso, y a empujones me llevó hasta un cuadro, una imagen de un rey holandés o francés del siglo XVI o XVII.

—¿Qué opina de él? —inquirió el hombre.

No sabía si amonestar la imagen o venerarla. La pasión por salir de allí había liquidado íntegramente mis gustos y apetencias pintorescas. En ese momento, estaba demasiado fatigado para preocuparme de otra cosa que no fuera de encontrar la salida.

—¿Qué opino de cómo está el cuadro, o del personaje personalmente? —tanteé.

—¿Qué clase de pregunta tendenciosa es esa, niñato?

De tendenciosa no tenía nada, pero me callé ante la ira que parecía haber despertado en ese hombre. Me retorció el brazo, y me admiré de su fuerza.

Iba a gritar de dolor. Buscaba con impaciencia a alguien que pudiera ayudarme, y de pronto reconocí a Fabiola que forcejeaba con el hombre para que me soltara.

La chica de la bata me sostuvo. También había llegado y todavía tenía la respiración agitada.

 

No podía creerlo, ellas habían sido mis salvadoras; habían impedido que ese hombre me rompiera el brazo. Debía mostrarme agradecido.

Ahora las dos, cada una sujetando uno de mis brazos, me llevaban por otro pasillo; éste, más ancho que el que llevaba al vestíbulo.

—Yo os agradezco, pero...

—No agradezcas, sin saber —añadió Fabiola, como robotizada, sin expresión.

—Esta situación me está resultando rara.

La de la bata reía en silencio, como orgullosa de que se iba a hacer lo que ella decía. Evitaba el contacto visual, pero yo sabía que me observaba por el rabillo del ojo.

—¿Estáis todos locos? —quise examinar.

Parece ser que les incomodó mi pregunta. No hubo respuesta. Sólo, silencio.

 

Muy seguras de lo que hacían, y sobre todo, conformes la una con la otra, abrieron una puerta sita a la izquierda, y totalmente sincronizadas me dejaron sentado en un gran sillón granate de una habitación ribeteada en tonos pastel.

Confirmé que era un infeliz al esperar una explicación por lo menos de Fabiola, sin embargo me fijé que sus labios se curvaban como pronunciando algo, y me ilusioné imaginando que me estaba reproduciendo un mensaje secreto sobre cómo escapar de allí, o alertándome de que luego vendrá a buscarme.

Mi equivocación fue colosal. Solamente estaba canturreando una canción de Mónica Naranjo.

Y la otra, la rubia enana de la bata, le hacía los coros. El audio fue interrumpido un instante:

—Te llamamos cuando te necesitemos —insertó Fabiola justo antes de cerrar con llave desde fuera.

Nervioso, busqué las ventanas; salté hacia ellas, pero todas ellas estaban forjadas con verjas. Eran como las rejas de una cárcel, y me sentí impotente queriendo doblarlas sin conseguirlo.

Quizá debiera sentirme prisionero ya, pero, ante todo, me sentía abatido por no haber presentido que todo había sido un anzuelo. Allí estaba yo agazapado, esperando a los deseos explícitos de los habitantes de aquella casa de locos. Por primera vez en mi vida había salido extrañamente agraciado, el gran elegido; el seleccionado de entre tantos y tantos...