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“El pensador”, de Auguste RodinPensar y sentir

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La relación entre pensar y sentir aparece como indiscernible cuando desbordamos el límite de la razón (hacia arriba o hacia abajo). Es bien claro que, para el hombre común, pensar no es muy distinto que sentir; y lo que en él se llama pensar no rebasa el plano de una lógica material o de una psicología formal, lo que, dicho en términos poco académicos, vendría a ser algo así como una fisiología muy básica, ingenua, diríamos, si es que su incumbencia actual no fuera el de una órbita de lo general como lo es la política. A nivel planetario, estamos gobernados por seres tan escasamente dotados para la intelectualidad como para la sensibilidad.

Hemos sostenido en algún otro lado que la auténtica intelectualidad abraza y abriga la sensibilidad; de otro modo, no sólo sería inhumana sino, ante todo, antihumana. Aun cuando esto no suene tan riguroso para quienes se enrolan en una ortodoxia tradicional (y en esto, no pretendemos sobrepasar el marco del pensamiento tradicional, al cual adherimos), tenemos presente que el rigor de los límites nunca debiera exceder los alcances de la piedad de las limitaciones (propiamente humanas del hombre encarnado). El rigor intelectual se rinde ante la piedad amorosa. Quien no comprenda esta realidad interior, está, a nuestro entender, muy lejos de llamarse pensador. De esto ha habido mucho, y sigue habiéndolo: intelectuales de libros pero no personas de sabiduría. Occidente ha sacralizado el libro y ha profanado la sabiduría. Desde el advenimiento de la modernidad, se ha acentuado nuestra crepuscularidad. Cuando Descartes recorta de la composición humana la espiritualidad, reduciendo a cuerpo y alma la esencia del hombre, ya se queda afuera del templo y condena a una vida de ilota a sus contemporáneos y a nosotros. Salir de esa condena es como salir de una maldición: fácil si uno conoce el camino; difícil si uno lo ignora. Salir es volver a entrar: la senda interior, el camino espiritual es recogimiento y no dispersión, concentración y no diversión. Un hombre moderno devenido artífice de distracciones y pasatiempos o de practicidades ligeramente travestidas bajo los modos del cientificismo y la tecnocracia, es un esclavo de la existencia y un profano del ser. En tal situación, cada vez que intenta ingresar en el templo, lo hace con el ánimo transaccional del mercader.

La senda interior es un pensar desnudo, sin seguridades, en procura de sabiduría. Precisamente, por desnudo, abriga esencialmente. Como el amor: cuanto más desnudo, más ama. Y el pensamiento es eso: el amor más desnudo del ser y el abrigo esencial de la existencia. Un sentido abierto a los sentidos, como donación y ofrenda.