Sala de ensayo
Relato con un fondo de agua (Final del juego, 1956), de Julio Cortázar

Julio Cortázar

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Cuando uno termina de leer y releer los cuentos de Cortázar, se queda con una sensación que podría denominar, no se me ocurre otro término, como “principio de extrañamiento”; tal como apuntó Víctor Sklovsky; tal principio suele embargarnos al término de la lectura de un texto poético y así, sería considerado como una de las claves identificativas de dichos textos. Por tanto, llegados a este punto deberíamos barajar dos opciones: la primera de ellas, los relatos de Cortázar tendrían, esencialmente, raigambre poética y, en segundo término, dicho “principio de extrañamiento” sería también hallado en aquellos textos pertenecientes a distinta naturaleza de la considerada poética. Tal y como he declarado en las primeras líneas de esta reflexión, me apropio de la primera de las opciones apuntadas, en lo referente a este caso —sin desechar, por supuesto, la segunda, que puede llegar a abarcar diversos campos artísticos tales como las complementarias, entre ellas, artes plásticas.

Pensemos en el Relato con un fondo de agua. Es indiscutible que dicho relato rezuma poesía en cada una de las líneas que lo componen, a pesar de su también marcada naturaleza dialógica, o más bien, monológica; y es que el relato comienza con una fórmula directa que hace evidente su carácter oral y, por tanto, podríamos pensar que dramático en tanto que escénico.

Todo ello me hace pensar que ese “principio de extrañamiento” del que hablaba el citado formalista ruso inunda toda la literariedad, independientemente del género textual o del carácter, oral o/y escrito, del texto en cuestión. El sabor de boca que deja el Relato del autor —misterioso, desconcertante, inquietante a la par que filosófico, reflexivo e incluso, existencialista— constituye el mejor fondo del mismo, que más que agua, se trata de una cotidianidad que baña el relato cual suave arroyuelo moja la rocosidad de la manera más natural que existe.

Es imposible que tal condensación simbólica, lingüística, literaria e intertextual nos deje indiferentes. Sentimos la necesidad de pasar, al menos, de puntillas —para no mojarnos demasiado— por este fantástico —en todas las acepciones del término— regalo de Cortázar.

 

Dejando atrás cuestiones genéricas, lo que es claro es el hecho de que Julio Cortázar meditó, diseñó y construyó un minucioso plan tanto estructural como lingüístico y literario para su bañado relato. La oralidad y la escritura; el lenguaje más sencillo y cotidiano y las formas cultas; el carácter poético, prosístico e incluso, escénico —como apuntábamos anteriormente— constituyen en conjunción el esqueleto del relato.

Cortázar se muestra, desde el principio, maestro en el arte de aunar toda una serie de elementos necesarios para reunir —aunque lejos de su pretensión— a cualquier tipo de lector en un breve y —aparentemente— sencillo escrito. El lector no culto se ve encandilado por la ya citada cotidianidad, sencillez y misterio del relato que le aporta una alta dosis de entretenimiento e intriga, sin olvidar el más que probable desconcierto que éste siente al final de la historia —incluso, en el trayecto.

Pero, sin duda, es el lector culto el que logra completar todo el universo simbólico y literario que, bajo la forma de aparente simplicidad nombrada anteriormente, el autor lanza a dicho lector. Sólo él podrá descifrar —¿descifrar?— los códigos utilizados por Cortázar para cerrar —¿cerrar?— ese círculo, esa ciclicidad de que está dotado el escrito.

Cortázar tenía el esqueleto; ahora, sólo quedaba carnalizarlo.

El paraíso perdido y el presente; los libros y las botellas; la escritura y la conversacionalidad; el estancamiento y la vida que pasa; la juventud y la senectud; la vida y la muerte; en definitiva, la vida y la literatura, la realidad y la ficción conforman los binomios que fluyen por el relato, recreando, incluso, reinventando algunos de los tópicos más universales de la literatura hispánica e hispanoamericana.

 

Se ha dicho siempre que las comparaciones son odiosas; no en literatura en tanto que aportan cuerpo y riqueza a los más diversos escritos. ¿Qué sería del Relato de Cortázar sin Edgar Alan Poe, sin José Hierro, sin Borges o, incluso sin Machado —sólo por nombrar unos pocos (muy pocos) afortunados—? Ni idea; probablemente, su escrito sería una simple acuarela diluida en agua o ¿quién sabe?, puede que Julio Cortázar fuera iniciador, en lugar de seguidor o contribuyente a una de las, si no corrientes, formas de hacer literatura de principios-mediados del siglo pasado.

A lo largo de la lectura del relato que ocupa nuestras páginas, no pude evitar pensar en el Libro de las alucinaciones de Pepe Hierro, si bien posterior (1964), vinieron a mi mente los versos de la “Alucinación submarina” que dicen:

Esto es lo malo; los recuerdos.
Los que nacimos allá arriba, recordamos.
Algunos aún soñamos y revivimos mitos
y fábulas. Las viejas damas, cuando llega la noche,
suben ligeras a la superficie
a hechizar marineros, a destrenzar para vosotros
canciones y prodigios, mientras los jóvenes sonríen.

O estos otros de la misma:

Un día dije a los jóvenes: “Vamos
a rescatar por un momento el paraíso,
a revivir la vida que no se ahogó en el mar”.
Volví con la emoción y la inquietud de los retornos,
como una ruina que visita a un ser viviente.
“He aquí mi antiguo reino”, dije.

La sensación de pérdida, el recuerdo, la mezcolanza de tradición y modernidad, de lenguaje directo, referencial y conversacional con la imaginación; en definitiva, la pérdida de la juventud entendida como Paraíso: el Paraíso Perdido que hacen explícito ambos autores. Dice Cortázar en el Relato:

“[...] nos mirábamos como desde lejos, realmente desde ese otro mundo cada vez más atrás, el pobre paraíso perdido que... él volvía a buscar y yo me obstinaba en defenderle casi sin ganas [...]”.

He ahí el quid de la cuestión, el eje temático del relato. Las concomitancias son evidentes entre ambos autores. Es clara la sensación de vacío, de pérdida y de nostalgia. El recuerdo todo lo inunda, es lo único que queda de aquella gloriosa época de juventud, enemiga de la soledad y contraria a la reflexión. Sólo ahora, situado en una nada deseada senectud —ausencia, soledad— pueden apreciarse, eso sí, los más inocentes y triviales detalles como el chapoteo, la zanja, la orilla, los juncos, los naranjales... Dice el protagonista:

Además no sé, te habrás fijado que este bungalow invita, basta que uno se instale en la veranda y mire un rato hacia el río y los naranjales, de golpe se está increíblemente lejos de Buenos Aires, perdido en un mundo elemental.

Recordemos así:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

[...]

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado, “Retrato” (1906) en Campos de Castilla (1907-1917).

No queda vuelta atrás; todo está perdido; sólo existe un medio que nos transporta al pasado, al recuerdo: el sueño; única vía de conocimiento y de claridad. Todo el relato es un viaje; la vida que pasa; un camino, un paseo, un retorno lento y silencioso:

“Voy llegando al lugar donde los juncos raleaban poco a poco... y así me quedé al borde, viendo del otro lado los cañaverales negros donde el agua se perdía secreta mientras aquí, tan cerca, el río manoteaba...”.

De nuevo, José Hierro: el aquí y el allí; la vida y la muerte; el antes y el después; la juventud y la senectud. El sujeto actúa como mero observador, situado ya en la otra orilla, pero nunca alejado por completo de la que se opone a ella. Asistimos a un cadencioso vaivén, tanto en el fondo como en la forma, que nos mece embriagador de un mundo a otro, de una vida a otra, a ambos lados de un mismo espejo. La memoria guarda recuerdos dichosos o, al menos, que ahora son considerados dichosos, pero ya pasados, porque como bien apuntaba Borges en el prólogo de esta edición (Buenos Aires, 1985) de los Cuentos de Cortázar, muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en que la dicha es imposible. La madurez nos abre los ojos a la esencia, a la idea de que la verdadera belleza reside en lo elemental, en lo primigenio. Para apreciar dicha belleza se muestra harto necesario hundir todo lo anecdótico, lo superficial. De nuevo, Hierro:

Os enseñé muy pocas cosas.
(Se hacen proyectos..., se imagina..., se sueña...
La realidad es diferente.) Pocas cosas
os enseñé: a adorar el mar;
a sentir la alegría de ver vivir a un animal minúsculo;
a interpretar las palabras del viento;
a conocer los árboles no por sus frutos:
por sus hojas y por su rumor;
a respetar a los que dejan su soledad en unos versos, unos colores, unas notas
o tantas otras formas de locura admirable;
a los que se equivocan con el alma.
Os enseñé también a odiar
a la crueldad, a la avaricia,
a lo que es falso y feo, a las flores de plástico.

[...]

Tarde se aprende lo sencillo.
Tarde se encuentra la hermosura. No aquella de los ojos
mortales, la del mundo. No puedo hacer que lo entendáis.
Necesario sería que ahora estuvieseis aquí abajo
y que vieseis a vuestros hijos llegar entre las tumbas,
bajo la lluvia, y dejar su perfume y su presencia
en las tibias, alegres, inmortales
—más hermosas en vuestras manos que las del bosque—
flores de plástico.

“Mis hijos me traen flores de plástico” en Libro de las alucinaciones, José Hierro (1964).

Aunque posterior, José Hierro se plasma ya, en Tierra sin nosotros (1946), desencantado, desposeído, vacío; su mirada es fantasmal hacia todo lo referente a la identidad y al tiempo. Su desdoblamiento en otro que ve la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura (“El muerto”, Alegría, 1947) da paso al desconcertante final del Relato de Cortázar: Tendré que ir, la lengua de tierra y los cañaverales me verán pasar boca arriba, magnífico de luna, y el sueño estará al fin completo, Mauricio, el sueño estará al fin completo.El tan infinitamente tratado tema del doble, de la doble identidad —desde la Biblia, pasando por Miguel de Unamuno hasta Saramago— vive aquí una reactualización poética, al igual que la sufrida por los sentimientos esenciales del ser humano.

Tratar de reducir el relato de Cortázar a una síntesis interpretativa supondría, en efecto, un falseamiento de la realidad, una cruel amputación a la riqueza y porosidad de sus letras. No cabe preguntarse, así, por el final del cuento; sólo hay sitio para la reflexión, para el escudriñamiento, para la interrogación y la especulación. El perspectivismo, la pluralidad sabia y sencillamente enmarcada en lo elemental del escrito. Ése es el sentido.

Afirmar que el protagonista es el ahogado del sueño y que él mismo se busca para cumplir el mismo es tan válido y tan incompleto como apuntar cualquier otra teoría que se crea definitiva, concluida. Lo que es claro es que la Muerte busca irremediablemente al protagonista a mordiscos, a empujones, con desesperación, inundándolo todo de una triste monocromía; la Nada lo ahoga todo; peor que el odio es el hastío, el tedio. El protagonista posee una clara conciencia de que habla solo —la soledad— y se muestra reacio a entender la naturalidad con que el otro —entendido como anónimo— se toma el pasar de los años y se ancla, sin más, con estoicismo, en el presente.

El Tiempo, que inunda el Relato, no el tiempo sucesivo y cronológico, el que se experimenta cada día, sino el Tiempo entero, integral, pleno. Y en ese Todo no hay diferencia ni repetición de los acontecimientos, sino simultaneidad. Todo es concomitante; no hay pasado ni futuro. El Tiempo tal como se experimenta en nuestro mundo actúa como marco, como ley física que nos impide descubrir otras realidades. Cortázar borra los límites de este marco, que encorseta, limita y falsea la realidad. Debemos mirar a nuestro alrededor con los ojos del alma, con la certeza de que esta vida y todas las vidas paralelas y posibles que podíamos haber vivido mueren, porque el tiempo es finito dentro de su infinitud; porque el tiempo es cíclico. Todo lo que justifica la existencia de algo puede contrarrestarse con la misma cantidad de razones que justifican su inexistencia. Si hay infinidad de posibilidades de que el protagonista del Relato exista y esté vivo, también hay infinidad de posibilidades de que no haya existido nunca o de que esté muerto. Desechemos, por tanto, una interpretación definitiva a las letras de Cortázar; la verdadera verdad es siempre inverosímil, ¿lo sabía? Para hacer verosímil la verdad, es imprescindible añadirle un poco de mentira. Es lo que los hombres han hecho siempre (F. Dostoievsky, Los poseídos).

Es evidente que Julio Cortázar ha sabido aunar a la perfección toda una serie de motivos que para nada adolecen del misterio y la intriga que, finalmente, rezuma su Relato. Es clara así la simbología del vago sendero, andar descalzo sobre el río, la luna llena y, por supuesto, el gato. Todos ellos, de indiscutible tradición literaria, sin olvidar el tópico que liga la embriaguez del alcohol a la producción literaria —recordemos las alabanzas que realizaban, en este sentido, autores tan dispares como Quevedo, Bryce Echenique o Fernando Arrabal, por nombrar sólo a unos cuantos y salvando las distancias—: después la lancha te trae con un paquete de libros y botellas.

Neruda, Borges, Baudelaire, Lewis Carroll, Poe o Alberti son sólo algunos de los autores que han utilizado la sibilina figura del gato en sus escritos con diversos fines. En la actualidad, es protagonista de obras de Stephen King, Clive Barrer o Antonio Burgos, ya en nuestro panorama literario en Gatos sin fronteras y Alegatos de los gatos. Relatos con retratos de los gatos literarios.

Los simbolistas y parnasianistas franceses pintaron muchos; lo plasma Federico García Lorca en su “Canción novísima de los gatos” (1986):

Francia admira a los gatos. Verlaine fue casi un gato
feo y semicatólico, huraño y juguetón,
que mayaba celeste a una luna invisible,
lamido (?) por las moscas y quemado de alcohol.
Francia quiere a los gatos como España al torero.
Como Rusia a la noche, como China al dragón.
El gato es inquietante, no es de este mundo. Tiene
el enorme prestigio de haber sido ya Dios.

El gato participa de los rotundos binomios del relato de Cortázar, pues en su figura se conjugan (siguiendo a Lorca en Ídem):

[...] languidez femenina y vibrar de varón,
un espíritu raro de inocencia y lujuria,
vejez y juventud casadas con amor.

Sin duda, hasta Cortázar —como hasta Borges, Kafka, Dostoievsky o Baudelaire— ha llegado la impronta de E. A. Poe (1809-1849). Nuestro autor tradujo magistralmente la prosa del estadounidense; hecho que, sin duda, tuvo repercusión en algunas de sus obras posteriores.

Dice el protagonista del relato: [...] Nos mirabas desde fuera, y ya entonces aprendí a admirar en vos las cualidades de los gatos [...].El gato entraña la libertad, el enigma, la elegancia y la cadencia; es encarnación del diablo, del dios, del demiurgo. Sentencia, esta última, factiblemente aplicable al Relato en su conjunto. El empirismo, la clandestinidad, las luces y las sombras, la inmortalidad, la identificación de la última máscara de identidad con la máscara sin rostro, es decir, la Muerte conforman junto a otros elementos un perfecto engranaje, cuyo arquitecto y artista principal —Julio Cortázar— junto con sus escritos merece con creces que les sean devueltas las palabras que él mismo dedicó a Poe, cuando se hallaba traduciendo sus cuentos y narraciones: [...] Un cuento es un organismo, un ser que respira y late [...]. Intentar, así, descifrar de manera absoluta y hermética el Relato de nuestro autor, supondría, sin duda, una cruel defenestración de aquellos elementos que se encuentran más allá de la orilla del río, de los juncos y los cañaverales, más allá de lo que nuestra limitada visión de humanos puede alcanzar a comprender.