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Gabriela

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Gabriela y yo íbamos diario a la oficina, siempre juntos. Generalmente yo conducía y ella se encargaba de la navegación, era tan eficaz como precavida.

Cuando decidimos vivir juntos ambos teníamos en mente escalar en nuestros respectivos cargos, los cuales por fortuna nunca podrían llegar a competir. Los dos hablábamos de los problemas de trabajo como si no estuviéramos en la misma empresa. La razón era sencilla, Procter & Gamble es un emporio en todo el mundo, así que mis funciones como abogado y las de Gabriela en Marketing han tenido actividades paralelas pero sin llegar a unirse, “como las vías del tren”, solíamos decir.

Todo empezó cuando nos casamos tras dos años de vida en común. Decidimos afianzar nuestra unión por dar gusto a familiares y amigos, aunque la familia siempre la formaríamos sólo Gabriela y yo. Hablábamos mucho sobre la posibilidad de tener hijos y congeniamos en la gran cantidad de responsabilidades y tiempo que los hijos requieren, así que preferimos dedicarnos a nosotros mismos, a nuestra superación, a la familia y los amigos y a viajar, actividad que compartíamos con deleite sibarita.

Gabriela no es lo que se dice una mujer bonita, es muy atractiva y sabe lucir sus encantos, se conoce muy bien. Alguien dijo alguna vez que era una mujer cautivadora y quizá cuando escuché esa expresión fue que me fijé más en ella; en efecto, cautivaba a hombres y mujeres. Su seguridad, manejo del lenguaje, el suave movimiento de sus manos, sus historias siempre con una suerte de sentencias morales, míticas o a veces inventadas agradaban a quienes la escuchaban. Quizá por eso su éxito en mercadotecnia era rotundo.

Todo empezó, decía, cuando nos casamos. Visitábamos tiendas de muebles para decorar nuestro departamento con el gusto de los dos, aunque secretamente yo confiaba en ella por sus ideas radiantes; pero yo no me quedaba atrás, nunca me gustó ser el hombre silente detrás de la exitosa dama, sino un contendiente de batallas, para mí era importante apoyar y respetar a la mujer de mi vida pero también lo era conservar mi gusto y mi espacio.

Gabriela y yo decidimos dedicar los jueves a los amigos propios, yo iba a jugar squash con Pablo, Giancarlo y Marco Antonio, y luego cenábamos y terminábamos la reunión en un agradable bar escuchando jazz. A Gabriela casi no le gustaba el jazz, mujer moderna a ultranza, prefería la música que ella misma llamaba “alternativa”, así que tenía álbumes de Korn o Chemical Brothers, Wagner o Mozart, Lola Beltrán o Luz Casal. Esos jueves, Gabriela veía a sus amigas de la infancia con quienes estudiara en el Colegio Santa Sofía, iban al gimnasio, al cine, a cenar y al final pasaban la velada en la casa de una de ellas; algunas veces las encontraba en nuestro departamento al llegar del encuentro jazzístico.

Dos meses después de casarnos, Gabriela asistió a un curso de automaquillaje facial, decía que era importante para “sacarse partido” a lo que llamaría sus áreas de oportunidad. Llegó a casa verdaderamente hermosa, parecía actriz de cine, le pregunté si se había hecho una microcirugía o algo así y me respondió con ese gesto que nunca podré olvidar: “Claro que no, soy la misma pero mejorada”. Desde ese día empleaba más tiempo del normal en su cuidado personal, iba y venía del baño varias veces en un breve lapso, cuidaba el contorno de sus labios, la delicada línea oscura en sus párpados, lo hacía aun cuando estábamos solos en casa viendo una película o leyendo.

Un día le dije que me parecía un poco exagerado tanto cuidado, que no necesitaba toda esa parafernalia, desde entonces empezó a cambiar realmente. A la semana siguiente apareció con un corte de pelo muy audaz, adujo que no quería pasar horas peinándose y decidió no maquillarse. Yo no sabía qué decirle pues si criticaba este nuevo “look” quizá ella lo tomaría a mal, no lograba manejar un término medio en su apariencia, un balance; así que la aceptaba tal cual, y ella a mí pues siempre decía que estaba orgullosa de su marido. Y con franca modestia puedo decir que mi trabajo era impecable, poco a poco obtuve más y mejores oportunidades, “retos”, como decían en P & G y llegué a ser el abogado “junior” más prominente.

Otro día, Gabriela llegó tarde y no era jueves, no quise preguntarle o incomodarla pues sabía que su carácter —indomable de nacimiento— podía revertirse. La noté entonces callada, pensativa. A la mañana siguiente, entre risas y devaneos, le dije que quizá se había adelantado el jueves en su agenda, lo dije riendo, ella sonrió y no dijo nada.

En otra ocasión —y he aquí el desastre— miré de reojo que Laura sonreía mientras yo conducía a la oficina; le pregunté: “¿Cómo está el tráfico, copiloto estrella?”, pero ella no contestó, sonrió con cierta malicia y noté que su mirada se dirigía a un Audi rojo que conducía una mujer con gran pericia. Éste fue el principio. Alcanzaba a mirar cómo Gabriela, mi Gabriela, sonreía con gran seducción a los conductores o las conductoras de otros autos mientras nos dirigíamos a Procter.

Varias semanas después colocaron un letrero en los aseos de todos los pisos en los que se decía que “cualquier acto de baja calidad moral sería turnado a las autoridades”. Yo me dirigí al departamento que emitió dicho comunicado, pues soy uno de los encargados de las leyes de la empresa. Cuando llegué al departamento de publicaciones internas me di cuenta de que algunos de los que se encontraban ahí se miraron entre sí. El jefe de las publicaciones me llevó a un cubículo, me explicó que “hubo un incidente” en los baños de las mujeres del quinto piso y que a causa de las quejas, les habían pedido a ellos que hicieran público que los empleados debían seguir ciertas normas morales en bien de la empresa.

Como parte del aparato legal, pregunté qué tipo de “incidente”. Y entonces el jefe en turno me dijo que alguien de limpieza había encontrado a dos mujeres besándose en el sanitario.

Llevé la noticia a casa. Mi mujer observaba su plato lleno de ensalada y poca carne pues seguía una dieta casi estrictamente vegetariana. La miré con cuidado. En realidad amaba su rostro, sus ojos —enormes y oscuros—, la suavidad de su piel, sus manos. Le pregunté si algo le incomodaba y me dijo: “No, nada, pero qué más te dijeron”. Su pregunta fue como una afirmación. No me miraba, miraba el plato y con el tenedor removía las alcachofas y las lechugas. “No hubo nada más, querida”, le dije.

Gabriela casi no hablaba. Salíamos de la oficina y me decía que debía regresar pues tenía trabajo pendiente, que pediría un taxi, a veces conducía su propio auto, un Mini azul que usábamos poco. Yo respetaba sus decisiones.

La semana siguiente al incidente del quinto piso me preguntó si me incomodaría regresar solo de la oficina el jueves, que había hecho “arreglos” con las amigas para verse más temprano y terminar más tarde. “Por supuesto que no”, le dije. Pero no fui al squash ni al jazz ni a la cena; me quedé en casa, pedí una pizza, vi la TV y esperé a mi esposa.

Llegó a las 2 de la mañana, yo estaba dormido con un vaso de bourbon en la mano a punto de derramar al suelo la última gota. Gabriela lo sustrajo de mi mano con suavidad y me susurró al oído: “Es tarde, querido, mañana tenemos que trabajar, vamos a la cama”. Yo, como un niño, me dejé llevar.

A la mañana siguiente, ella, con su nuevo “look” de hermafrodita, me miró retadora: “Un día más, cariño”, y peinó mi cabello con su mano en esa forma que solamente ella lo hiciera. Le tomé el antebrazo, la miré con fuerza y le dije: “No juegues con fuego, Gabriela, ¿qué traes entre manos?”.

—Nada —dijo ella con temor.

—Algo está pasando entre nosotros y no me gusta —le dije directo.

—¿De qué hablas, Lorenzo?

—Sea lo que sea no me gusta. Es mejor que me hables claro. Recuerda que no hay razón para ocultarnos nada.

Días después llegó a casa tarde pues había tenido una junta importante. Al preguntarle los detalles ella cambió el tema, sonrió con esa sonrisa provocativa y me invitó a jugar dominó. Yo sabía que había algunos temas del trabajo que no discutíamos, que finalmente éramos dueños de nuestra propia intimidad.

Gabriela ya no se maquillaba, usaba un poco de carmín en los labios y quizá máscara en las densas pestañas, nada más. Dejaba su pelo al descuido, corto, muy corto, sin forma, decía que así se sentía cómoda y libre.

Un día antes de que ocurriera la catástrofe, Gabriela, mi Gabriela, mi copiloto, sonreía por el espejo retrovisor cuando nos dirigíamos a la oficina. Pensé que coqueteaba con alguien, solía hacerlo sin darse cuenta. Miré por el espejo, sólo por curiosidad, y era una mujer quien sonreía a mi esposa. No dije nada, la miré y apreté su mano con suavidad, ella me miró displicente y alejó su mano de la mía.

Al día siguiente, jueves, intenté reunirme con los amigos del squash. Giancarlo había cancelado las tres últimas semanas y Marco Antonio mandó a su mujer al teléfono para decir que tendrían visitas inesperadas de Chicago. Como sólo quedamos Pablo y yo, le sugerí que cenáramos temprano y fuésemos al jazz, de esa manera nos saltaríamos el squash y podríamos conversar con mayor intimidad. Pablo estaba tenso. Le pregunté si tenía problemas en el trabajo, compartía el departamento de compras con Giancarlo, todos de Procter. Su mirada esquivaba la mía. Salimos del restaurante de los jueves, noté que casi no comió y no quise insistir en mis preguntas sobre su salud o estado de ánimo. En el bar del jazz tomó rápidamente un vodka, y otro, y otro. Finalmente, se armó de coraje y me dijo:

—Alguien tiene que decírtelo, Lorenzo.

—¿Decirme qué?, ¿de qué hablas Pablo?, no entiendo nada.

—Pues es mejor que trates de entender —y respiró profundo—. Gabriela está en problemas. Quieres que te diga yo lo sucedido o prefieres investigarlo por ti mismo.

Sentí que algo helado recorría por mis venas. Mi Gabriela en boca de todos. ¿Qué habría pasado? Solamente alcancé a preguntarle a Pablo:

—Es el gerente de compras, ¿verdad?

—No —dijo mi amigo secamente.

No quise saber más. Llegué a casa inmediatamente. Revisé los cajones de mi esposa, su agenda, sus bolsos. Nada. No había ninguna pista. Me preparé un bourbon, encendí el estéreo y puse el relajante jazz con la voz de Billie Holiday. A la tercera pieza, escuché el auto de Gabriela y apagué la música. Creo que me había servido el tercer bourbon. La puerta se abrió con sigilo y alguien canturreando.

—Ah, estás aquí, me ganaste. ¿Qué tal..?

—No sigas, Gabriela —la interrumpí.

Mi esposa notó mi pesada mirada. Vacilante llegó hasta la sala y se sentó. Yo, aún amable, le preparé un vodka tónic, su bebida preferida.

—Estoy dispuesto a escucharte —dije en seco.

—¿Quién te lo ha contado?, ¿Pablo?

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Él nos vio alguna vez.

Sentí que todo giraba a mi alrededor. Vivíamos en el piso 34. Imaginé que había un terremoto y nuestro edificio se colapsaba.

—¿Quién es?

—¿No te lo dijo? —me preguntó con asombro. Me quedé callado mirando sus pies, estaba helado—. No había besado a una mujer... —vio mis ojos enormes saturados de angustia. Me quedé sin habla— ...desde hacía muchos años —continuó con la descarga emocional de quien ha estado conteniendo el aliento por mucho tiempo—. Laura siempre me había atraído desde que tomamos el curso de automaquillaje juntas, la invité a las reuniones de los jueves, nos empezamos a volver íntimas... bla, bla, bla... —ya no escuché más.

Luego de un silencio, me dijo:

—Pensé que tú lo habías notado cuando nos sonreíamos por el espejo al llegar a la oficina.

—¿El Audi rojo? —dije tontamente.

—Lo siento —asintió.

Me sentí como un niño burlado por sus amigos, timado, el único que no sabía la verdad, todo Procter conocía el suceso. Las dos mujeres besándose en el baño. No sabía si reclamarle lo que había pasado, si preguntarle por qué no me lo había dicho antes, o si enfurecerme por haber aceptado hacer el amor conmigo la noche anterior. Me levanté como si mi cuerpo fuera una pesada mole, dejé el bourbon sobre la mesa, tropecé con el tapete y salí a caminar.

Me preguntaba si mi mujer era mi mujer o era la mujer de otra mujer, si ya no me amaba, si yo ya no la amaba. Todo Procter sabía lo sucedido menos yo. Recuerdo la sonrisa del gerente de compras. ¿Qué haría yo ahora? Quizá sería bueno pedir mi traslado a otra ciudad o a otro país, ¿qué tal Suecia?, o Siberia, tal vez Macedonia... Empecé a hacer bromas conmigo mismo. Un viaje resolvería nuestros problemas. Invitaría a Gabriela al Ice Hotel, adonde siempre había querido ir y yo no porque prefiero las playas... no, realmente todo estaba terminado.

Llegué a casa tras cuatro horas de andar divagando. Me dormí en el sofá con otro bourbon en la mano. Al día siguiente me reporté enfermo, estuve enfermo varios días. Gabriela recogió sus cosas, me dejó una nota de despedida, se mudaba con Laura. Luego, tras varios meses, me pediría el divorcio.

De todo esto hace ya un año.

Ahora he empezado una vida nueva, ya no trabajo en Procter, empecé mi propio despacho de abogados y hago consultorías. Ya no juego squash ni ceno los jueves con los amigos, ya no escucho jazz, ni tengo discos de Billie Holiday, ya no vivo en un piso tan alto, no sea que aquellas costumbres me den mala suerte.