Letras
La primera

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Se dice que come ranas, que primero les hace un pequeño corte con los dientes en la parte anterior de la cabeza. Ellas revuelven su cuerpo blandito, piden una última clemencia, aunque saben de antemano lo que les espera. Les hace una raja con los colmillos y después, con la boca rabiosa, tira del pellejo, que sale como si fuera una telilla viscosa y caliente; tira y tira hasta que deja al animal en carne viva. Escupe el tegumento y relame los restos de membrana entre sus dientes.

Después, con sus largas uñas, le hace una fisura en medio de la tripa, que se abre en canal como si fuera una esponja reventada, y deja al descubierto las vísceras caldeadas, aún palpitantes entre reflejos acuosos rojos y violáceos. Una última sacudida y el animal se deja vencer por la muerte. Ella entonces descuartiza el cuerpecito baboso, le corta con sumo cuidado las patas y las echa a la piedra candente.

Por las noches, antes de ir al aquelarre, danza en su gruta suntuosos bailes, se abandona al trance, deja que su cabeza venza las fuerzas de su cuello y se sacude agitando su pelo pajizo y tosco al tiempo que dice frases soeces. Parece que el organismo entero se le hubiera desencajado a juzgar por sus movimientos bruscos y repentinos. Se ríe, escupe violentas carcajadas entre frases pecaminosas y grita, se desgañita al tiempo que su cuerpo gira con los brazos alzados, sorteando movimientos soberbios e indolentes.

Toma un carbón y escribe algunas frases inconexas en unos trozos de madera, deja que el trance guíe su mano y libere su mente. Bebe y bebe y bebe, y toma vete a saber qué, y se vuelve aun más loca, y se ríe, y gira, y gime. Escribe y canta rituales olvidados. Cree ver a sus ancestros, o quizá realmente los ve, y vomita más y más palabras inconscientes a través del carbón. Pierde la noción del tiempo, la estancia da vueltas y más vueltas y oye voces que parecen pegarle tortazos en plena cara que le proporcionan un gusto irremediable. Cae. Se desvanece entre sus notas en la madera, sus animales vivos y muertos, sus botellas, sus plantas, sus polvos.

Se levanta por la mañana. Tiene visita. Se trata de Azahara, una niña de apenas ocho años. La pequeña está pálida, con los ojos hundidos, apagados, extinguidos; deja escapar una mirada sofocada. Su madre la sostiene en brazos. “Se muere... por Dios, Sibila, mi niña se me muere...”. Así la llaman en el pueblo, la Sibila. La niña no alcanza a decir palabra, parece que se ha rendido, pues sus labios secos y plagados de grietas ensangrentadas no parecen despedir ningún hálito vital.

Sibila la desnuda, la palpa, la mira. Nota que su vientre está duro, rígido, empedrado. Al hundir su dedo venoso en la parte derecha la pequeña se agita bruscamente y lanza una especie de alarido. Un grito apagado pero insufrible, agonizante. La boca se le tuerce en una mueca doliente, los ojos se le reviran y el cuello se le queda dislocado por el dolor. Ya no tiene fuerzas para volver a componer la expresión de su cuerpo.

Sibila toma un cuchillo de hierro, unos alfileres de hueso y un pequeño frasco. Ya lo ha hecho más veces. Le da a oler el contenido del frasco y la pequeña entorna los ojos, que se le quedan blancos y fríos. Queda adormecida, se abandona. Pierde su mente, su cuerpo parece muerto, permanece inmóvil, entumecida, ausente, se deja hacer.

Un corte pequeño, lento, silencioso y profundo en la barriga. La sangre brota alborotada y encharca su cuerpo a modo de cinturón, desde la barriga pasando por detrás, por los riñones. Su columna vertebral es el punto de unión de los torrentes de sangre de ambos lados, y comienza un goteo de sangre continuo, constante. La madre llora desconsolada, está asustada, pero ya ha hecho lo mismo con otros y se han curado.

Sibila maneja las manos venosas con suma agilidad, con potencia, casi con rudeza. Corta una tripa, la mira, la amasa con las manos y se ríe. La lanza contra la pared y se dispone a taponar la herida. La tripa queda pegada por unos instantes en la roca, vacila y por fin cae como una plasta al suelo. Un animal, quizá un zorro, la mira y la olisquea. Le da con la pata y se va.

Sibila canta, hace chocar dos piedras mientras toca a la niña, le hunde las manos aquí y allá, bruscamente, con rudeza, parece estar muy segura de lo que está haciendo. Le pone un ungüento en la herida, que ya no sangra, y limpia el cuerpo de la pequeña con sus pelos enredados. Canta y reza. La niña está aún desvanecida, pero su gesto es ahora apacible, tranquilo. De pronto se oyen unos pasos tan cercanos como pesados, vibrantes, ardientes.

—Rápido, es por aquí, corre, saca la espada y la cuerda —el más bajito de todos parece ser el jefe. Les hace un gesto con el brazo para que el resto avance.

Los cinco hombres avanzan con pisadas fuertes que hacen retumbar los arbustos a su paso. Cada dos pasos miran hacia atrás, temerosos, como si alguien los estuviera siguiendo. El bosque de color ocre empieza a ser púrpura anaranjado por la caída del sol. Uno de ellos levanta el brazo y apunta con su uña negra y rota la entrada de la cueva.

—Es ahí —escupe y se limpia la cara con el antebrazo—. Bruja apestosa, ya te tenemos. Lo dice con la boca casi cerrada, apretando sus dientes de oro.

Llevan sus espadas en alto, van de dos en dos, con las espaldas pegadas, como siameses diabólicos que se separarán para la lucha. El primero de ellos dirige su pérfida mirada a la entrada de la cueva y dedica al resto una amplia sonrisa.

—Es el momento de despertarla —dice Sibila con voz extremadamente apacible pero ronca—, tranquila, todo ha ido bien, está curada.

Toma otro frasco de mucho menor tamaño que el que utilizó para dormirla y lo abre.

—Tardará unos minutos en volver en sí —tranquiliza Sibila a la madre—, tiene que olerlo un buen rato y después volverá en sí. Tu hija ya no va a morir. Está sana, tan sólo permanece aturdida en estos momentos, pero ya está sana, créeme.

De pronto levanta la mirada con gesto enfurecido, se pone a cuatro patas y lanza un espantoso rugido. Con un movimiento rápido, más propio de un animal que de una persona, toma a la niña en brazos y la coloca detrás del camastro. Da el frasco a la madre, que lo guarda dentro de sus ropas.

Los cinco hombres entran en la cueva espadas en alto. Sibila rasga sus ropas y aúlla feroz. Se lanza sobre los cinco hombres mientras madre e hija huyen atormentadas. A pesar de los escupitajos, los mordiscos, los insultos, las patadas, a pesar de su putrefacto aliento, logran atarla, no sin antes hacerle algún que otro corte gratuito con las espadas, entre risas y patadas en los costados.

La madre, que corría despavorida, se detiene de pronto, oculta a su hija entre unos ramajes y vuelve. No quiere que se lleven a Sibila, ella ha salvado la vida de su hija. Es una mujer rara, es cierto, no es normal, es verdad, es especial, nadie puede negarlo, pero no hace mal a nadie, muy al contrario los cura con su sabiduría, aunque otros consideran que los embruja con sus hechizos, que los hace morir y luego resucitar con sus sortilegios heréticos para poder hurgar en sus cuerpos, para poder robarles el alma. La acusan de desafiar el poder divino con sus cánticos, sus palabras, sus escritos sin sentido, de blasfemar con los movimientos danzantes de su cuerpo, de profanar mentes y de volver a traer a la vida a aquellos que Dios eligió para morir en ese instante. Nadie puede salvar una vida que Dios desea para sí. Nadie. Es una bruja hereje que merece morir quemada, debe abrasarse semejante despojo, semejante animalejo con forma de humana que trabaja para las fuerzas del lado oscuro, que reta el poder divino constantemente con su asqueroso modo de vida.

De nada sirven los gritos desaforados de la madre pidiendo que la suelten, ninguno escucha sus explicaciones, nadie la cree cuando dice que Sibila ha salvado la vida de su hija. Se ríen de las dos. Uno de los hombres intenta darle un golpe en la cabeza, pero Sibila lo impide con una fortísima patada en los riñones. La madre logra huir desesperada, convencida de que ya nada puede hacer por ella.

—Morirás por siempre maldita, morirás abrasada, sólo Dios decide cuándo salvar una vida.

Antes de entregarla se divierten un poco con ella. Sibila ya no tiene fuerzas para impedirlo. Se deja hacer, humillada, dolida, perdida. Oye las risas y siente los golpes, los puñetazos, las patadas, las embestidas. El bajito quiere ser el importante: le da el golpe de gracia, como él dice, un golpe en la cabeza que le hace perder el sentido.

La sacan arrastrándola por el pelo y le atan las manos. El otro extremo de la cuerda lo atan a uno de los caballos. Que vaya andando, a ver cuánto tiempo aguanta el ritmo del caballo. ¿Podrá ir a la velocidad del galope con sus pies? Prueban. Parece que no, la idiota no quiere usar su magia. Pues que la arrastre el caballo, peor para ella. El caballo galopa y Sibila va atada a él lijándose el cuerpo contra el suelo, limando con sangre sus pies y sus piernas, rompiéndose las muñecas.

La llevan en medio de la plaza. La multitud grita enardecida. Es una bruja y Dios la ha condenado por pactar con el diablo para resucitar a los muertos. De camino al palo de la hoguera recibe escupitajos, golpes, patadas. Le tiran una piedra que le da en la frente. La carne fresca se abre ante el torrente de sangre que vierte la herida desgajada. La gente se anima y una segunda piedra le llega certera al cogote. Ya no siente dolor, pero sí la sangre caliente que le recorre la espalda. Oye los insultos como voces lejanas y por un momento no sabe si el clamor popular son las voces del infierno que la reclaman para sí.

Nota las cuerdas que le ciñen las muñecas al palo. Le corta la circulación y eso hace que se le acartonen las manos y parte de los brazos. El verdugo levanta la antorcha y el pueblo desparrama un rugido enardecido. El clérigo da la asiente con la cabeza y el rosario entre las manos. Reza y mira sonriente. Ella también le sonríe. Grita, grita, y llora. El pueblo se escandaliza de su risa. Ella llora y llora. Y el pueblo se santigua porque Sibila se ríe, “mirad, mirad cómo se ríe”, dice el clérigo. Ya no puede llorar más alto. El fuego le llega a la garganta. Se abrasa. Se muere.

Un olor extraño pero al que ya se van acostumbrando se va haciendo hueco entre los presentes, es un aroma pesado, espeso, ahogado, que entra mezquino por la nariz y se va quedando pegado al cerebro.

 

Así fue como el dos de febrero del año mil, entre gritos, insultos y golpes, quemaron viva a la primera cocinera de cocina alternativa, a la primera poetisa surrealista, a la primera persona que ejerció la cirugía en una cueva apestosa en medio del bosque.