Letras
El diezmo

Comparte este contenido con tus amigos

Selene exhibía los muslos con casquivano desdén. Retó con su cuerpo al forastero, le mostró la espalda al barman y dio inicio, sin mucho interés, a su acostumbrado ritual. Levantó la pierna izquierda, fuerte y grosera, y, permitiendo que el helado aire de agosto se colara por el más rentable de sus rincones, la dejó caer suavemente sobre la derecha.

—¿Cuánto cobras? —el desconocido tomó entre sus dedos una maltrecha billetera azul.

Selene mencionó una cifra, algo alta quizás, a la que el muchacho respondió con apesadumbrado guiño. La morena sonrió. No solía ceder ante los gestos de sus clientes. Viéndolo alejarse y acostumbrada a las reacciones que provocaba su tarifa, regresó su cuerpo hacia la barra. No había por qué desesperarse, el bar recién abría y quedaba una noche por delante. Se dejó encender un cigarrillo por el mesero, y tras sacar un espejo de su cartera exigió su trago preferido, un martini.

No era bueno empezar la noche sin un martini. Una vieja costumbre aprendida del padre José, quien religiosamente bebía dos copas entre confesión y confesión. Y fue justamente con él con quien tomó su primer martini. Lo hizo en la sacristía, cuando, invirtiendo roles, el clérigo decidió revelarle sus secretos; un vaso descartable fue su cáliz y sus avinagradas sábanas el confesionario.

El labial de Selene aún no marcaba la copa cuando la figura del muchacho, un rubio melenudo con ojos de trozos de hielo, reapareció frente a ella. Vestía unos jeans que barrían el parqué y una camisa amarilla con dos manchas de grasa, una por botón.

—¿No me podría hacer un descuento? —la ceja derecha se inclinó en triste mohín de súplica.

Sin mirarlo, Selene buscó en su memoria el antecedente de algún descuento por sus servicios. Existía uno, en el verano del 2003 y precisamente con el padre José. —Nuestra feligresía es humilde —recordó el argumento del prelado—, apenas si dejan unas monedas los domingos. Esa tarde tampoco se había dejado llevar por la sorpresa. Con serena frialdad sopesó las circunstancias y considerándolas apropiadas asintió. Siempre pensó que el Señor guiaba por extraños senderos a sus feligreses; Selene, católica confesa, asumió que no existía camino más directo a Dios que a través de uno de sus embajadores terrenales. Se persignó, levantó sus faldas y por vez primera entregó su óbolo. —Padrecito, no sólo le acepto el descuento —dijo Selene—, sino que a partir de hoy, éste será mi diezmo. Y desde entonces cumplió su promesa a cabalidad. Religiosamente, cada nueve clientes, Selene visitaba la parroquia del padre José, y reafirmaba, con la noble entrega de su óbolo, sus firmes principios cristianos. Al despedirse y tras sosegada confesión, quedaba liberada de sus culpas, cuando el sacerdote, dibujándole sobre el rostro la señal de la cruz, susurraba con un guiño sus sacras palabras: “Podéis ir en paz”.

Selene, ahora frente al muchacho, ni se inquietó al despedirlo con un ademán. Él en cambio permaneció de pie; los surcos trazados sobre su rostro evidenciaban contrariedad; su mirada, que recorría ansiosa la espalda lisa de la morena, terminó acoderada sobre las pequeñas líneas paralelas que marcaban su cintura. Selene de pronto sintió los ojos helados del muchacho rasgando sus incipientes estrías. Volteó pero apenas si alcanzó a distinguir unos ajados jeans alejándose del bar. Sintió frío cuando, en su retirada, la magra figura del forastero arrancó un chirrido a las batientes puertas de madera.

En el alejado pueblo de Tres Cruces no se presagiaba un buen día. Selene levantó la mirada y divisó el campanario de la iglesia. Recordó entonces que estaba próximo el pago de su diezmo. Enumeró con los dedos la relación de sus últimos clientes… dos turistas, el juez, el comisario… el doctor Martín… mmm… sí, con el doctor del pueblo ya andaba por los ocho. Ocho en las últimas once semanas. Algo anda mal —pensó—, antes me confesaba más seguido. Se preguntó si estaría incumpliendo con algún mandamiento y se tranquilizó al recordar la definición de la palabra “diezmo”: décima parte que como ofrenda es entregada a la Iglesia. El tiempo no tenía nada que ver en esto. En fin, uno más y tocaría visitar al padre José.

Miró a su alrededor. No había clientes; tan sólo un espejo en el que vio reflejada su figura. Tenía buen talla, su cuerpo aún trazaba curvas y sus piernas, aunque regordetas, solían despertar lascivia. El problema no soy yo; el problema es que en este pueblo miserable los únicos que tienen dinero son los que están de pasada —se consoló. De pronto, un hálito frío recorrió su espalda.

—¿Podría deberle lo que me falta? —la gélida mirada del muchacho era más celeste que nunca—. Por favor, quiero acostarme con usted —en la súplica exhibía ansioso un puñado de billetes.

Selene, más por curiosidad que por interés, echó un vistazo por el rabillo del ojo. Los colores percibidos alejaron de golpe su mirada: los billetes, de baja denominación y descoloridos, no la convencerían. Una vez más se dio media vuelta; esta vez sin embargo soltó un murmullo que sonó a desprecio. Ignorando al forastero volvió a pensar en el padre José. Venía reclamándole sus prolongadas ausencias a la parroquia. La última vez que recordaba haberse hincado ante al sacerdote había sido a fines de mayo, un mes después de su anterior confesión. Por aquellos días, más por insistencia del prelado que por vocación cristiana, tuvo que redoblar sus horas en el bar hasta conseguir que un ganadero de la capital se convirtiera en su noveno cliente. Sólo así consiguió aliviar su conciencia, sólo así cumplió con su diezmo. Tres meses habían transcurrido desde entonces. Por eso no le parecieron casuales las visitas que desde hace unos días venía haciendo el sacerdote al bar. Se le veía irritado. Un par de veces, incluso, al no encontrarla, había expresado su malestar con fuertes reprimendas a los parroquianos. ¡Impíos reprimidos, paganos cohibidos, falsos traficantes de la carne… el Señor castiga la hipocresía y la mezquindad! Hasta le dejó una nota con el mesero recordándole el compromiso cristiano de su diezmo; la esperaba a cambio el pío sacramento de la comunión.

Sintió soledad frente a la barra. La temperatura era inusualmente baja, el bar recién abría y las mesas formaban desalineadas torres en el salón. El mesero, en la cocina, enjuagaba una pila de vasos sucios. Sin voltear e incómoda por la presencia del único cliente, deseó que el muchacho se retirara y poder por fin bostezar con libertad.

—Por favor… acuéstese conmigo. Le prometo que completaré la paga. A más tardar mañana —la voz del forastero perdía fuerza, sus manos temblaban.

Esta vez sí lo miró. Sabía, su experiencia se lo decía, que lo mejor era deshacerse con rapidez de esa clase de tipos. Estuvo a punto de soltar una expresión vulgar, una de esas que reservaba para los momentos indeseables. La mirada del muchacho la detuvo. Sintió frío, luego prosiguió.

—En el bar de al lado está la Julie, ella aceptará tus monedas. No insistas conmigo.

—No lo has entendido —sus palabras aporreaban la noche—, es a ti a quien deseo.

—O completas la tarifa o me dejas en paz —con falso valor su mano hizo un ademán de desprecio.

—¡Perra! —fue lo único que alcanzó a decir el forastero. Sin darle la espalda y con nerviosa lentitud caminó hacia la calle. Su mirada jamás se desprendió de la de Selene.

Cuando las puertas del bar dejaron de batir, la morena soltó un suspiro de alivio. En la cocina seguían lavando vasos y el ruido del agua, deslizándose por el lavadero, recorría solitario el salón. Aburrida empezó a tararear una canción de moda. Sólo calló cuando en un instinto de protección llevó sus manos hacia el cuello.

De todos los asesinatos que se cometen, el más silencioso es el del estrangulamiento. Casi no se emiten sonidos y de no ser por algunas marcas sobre la piel, sólo se deja una mueca triste y grosera en el rostro de la víctima. Cuando el mesero regresó a la barra se encontró con el cuerpo de Selene sobre el piso. Su mirada expresaba lo que sus palabras no pudieron; su traje, desordenado y colorido, le daba el aspecto de una flor arrancada con violencia. Al verla agonizar, el mesero corrió hacia la calle a pedir ayuda. En segundos, Julie, el forastero de ojos helados y un par de borrachines rodearon el cuerpo de Selene. Se miraron las caras y coincidieron. No se requería de un médico para saber que la mujer agonizaba. Entre llamar al doctor Martín y al padre José, eligieron al segundo.

Fue inútil, no lo encontraron. Había abandonado apresuradamente el pueblo.