Letras
El regalo

Comparte este contenido con tus amigos

“La violencia engendra violencia”
Mohandas Gandhi

La pálida imagen de aquel escenario se dibujaba padeciente, sufrida. Arbustos lánguidos, casitas victorianas camino a la ruina y apenadas melodías de juegos infantiles testificaban aquel drama. Hija del salitre, de la soledad de aquel pueblo tranquilo y triste, creció la mujer más bella del mundo. Se mantuvo ágil y hermosa, preparada para la deprimente tarea de ser esposa infeliz.

A los quince años su padre arregló el matrimonio con un emprendedor comerciante de Barcelona que cruzaba ante la casa azul. Al mirarla, deslumbrado, el catalán dejó caer una bolsa con cientos de monedas a los pies del que juntaba la paja en la esquina del potrero, el padre. Una lágrima brotó del ojo izquierdo (por el que lloran los indigentes) de ese viejo barbudo y entregó sin pensarlo a su única hija.

Templada por las artes del bordado, ella pacientemente aceptó el designio de su heredada miseria y toleró cada instante de la agonía de su virginidad. Sentada en una mecedora de pino vio crecer su panza unas tres veces sin producir fruto alguno, mientras tejía.

En la casa nunca faltó nada, sólo amor. El servicio era cubierto con impecable diligencia por Tomasa, la negra isleña que había amaestrado la madre del soberbio catalán. La joven asistía a su marido con abnegación escolástica; mas nunca la ternura medió entre la mirada de ambos, jamás conoció el deseo por la piel de quien le amaba más por su apariencia que por su ser, o incluso, por la pertenencia.

El marido continuaba sus andanzas comerciales fiel a la belleza de su esposa que residía en un palacio gigante, de enormes paredes y candelabros lujosos. Nunca demostró el amor que sentía por ella, era cosa de débiles. Temeroso de que algún extraño cayera hechizado por su belleza, le condenó al encierro diurno, reduciendo sus distracciones al bordado cotidiano y a breves paseos nocturnos en el único vehículo de motor que rondaba aquella aldea perdida en el tiempo y la lejanía.

Una noche como esta, en su cumpleaños, el marido entró a la casa con sigilo, pretendiendo dar una sorpresa cariñosa: le había escrito un poema. Caminó de puntillas por el silencioso salón. Cuántos bailes sin hacerse, cuántas recepciones de amigos que nunca pudieron ser, gracias a su recelosa cautela. El esposo, miserablemente herido por su propia actitud, se lamentaba por la clausura a la que había sometido a su amada.

Miró los asientos como esquivándoles la vista, como si los muebles tuvieran ojos y fueran a delatar su agasajo secreto. Avanzó veinte pasos por aquella terraza de yeso y madera. Abanicos inservibles batían un aire tibio y seco, como el de todo el pueblo. Entró al pasillo y divisó el retrato encantado de la compañera infortunada de sus noches. La imagen de la menor, emancipada de sus sueños de señorita, cual pieza de coleccionista, lucía altiva en su lujosa residencia convertida en cárcel. Pensó en ella. Cuán triste debía ser. Condenada a un encierro de largas soledades, sin más compañía que la de un gato y los servicios molestos y empalagosos de una esclava, cuya ignorancia no le permitía articular conversaciones para entretenerla.

Se sintió culpable, no sospechaba la magnitud de su yerro. Compadeció a aquella mujer y su destino y soltó una lágrima que se deslizó por el párpado inferior del ojo derecho (por el que lloran los adinerados). Traspasó el cuarto de visitas, cerrado con una puerta de caoba y un llavín dorado. Continuó su paso por aquel angosto pasillo, sus pies no le pesaban, pero no tenían ya la agilidad de hacía diez años cuando soltó, como sin querer queriendo, aquel saco de monedas sobre el pie neurítico del suegro difunto. Pensó en aquel día, en la lágrima del padre esclavista: “Estoy viejo”, dijo.

Viejo y ablandado por los años, caminaba en la penumbra del pasillo sobre la planta de sus enlanados pies. La edad le había reblandecido el corazón, y tarde vio la pena de su futura viuda. Al pie de la escalera sintió una presencia misteriosa. Allí, en la penumbra, no lograba divisar la silueta. Tuvo miedo. Pero el temor fue interrumpido por el estallido irreverente de un maullido en el silencio. Acaricio la cabeza del felino y siguió su paso.

Subió peldaño tras peldaño la empinada escalera y se sintió cansado. Empuñó la baranda en el último escalón para tomar aire, amilanando el jadeo del ejercicio sofocante. “Andando”, se dijo, y prosiguió su vía crucis por la mansión polvorienta.

El empaque lustroso no delataba el interior de aquel regalo. El papel era rojo y la notita con el poema, cursi y mal copiado, estaba escrita en tinta china, aún de firme trazo. Lo sostenía mientras caminaba hacia la recámara donde esperaba encontrar a su esposa recluida, tejiendo a mansalva, como suponía que sucediera todas las noches antes de su llegada puntual a las siete y treinta. Antes de llegar a la casa el consorte acostumbraba hacer algunos pagos a sus colaboradores y abastecía el coche de combustible. Aquella noche era distinta, era el cumpleaños de su presa, que a partir de hoy no lo sería más. Su mujer iba a ser como las demás del pueblo: libre. “Irá al mercado, al club de bridge, a comprar revistas y a disfrutar las flores. Ya no seré más su carcelero”, decía para sus adentros.

Eran las siete en punto. Con la cautela inicial dio el último paso antes de presionar la cerradura. Abrió la boca, antes que la puerta, para desentonar las notas:

Celebrotucumpleañostanprontoviasomarelsolyenestedíagloriosopidotudichaalseñor...

Un destello de asombro le hizo tirar el regalo. Detuvo el canto. La piel de leche de su amada se batía con cadencia en una danza extraña, diabólica. Enfrentándole, contrapuesto, el café de los cueros de Tomasa, se sacudía en el baile que, demencial, constante, llevaba aquel macabro paisaje. El aire, el pudor arañaban las paredes huyendo de la imagen desgarradora, como huyen los insectos de su exterminador. La pintura del techo se desprendía de aversión y él, marido traicionado, paralizado, inerte, no pudo reaccionar al instante ante aquellas miradas cómplices que le invitaban al banquete.

Liberado de su asombro pudo avanzar tres pasos y mover su mano derecha (la que mueven los magnates) y extraer con violencia un revólver de su bolsillo. Y como sentenciándolo, probándole la vieja frase de Gandhi, apareció a sus espaldas, desnudo, con tres brazos, el esposo de Tomasa con su negra musculatura y brillante de sudor, con un puñal en la mano izquierda (...).