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“Saturno devorando a uno de sus hijos”, de Francisco de GoyaVolver al mito sin caer en la Nueva Era

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C. G. Jung, el siquiatra y pensador que reveló al siglo XX el potencial transformador de la conciencia y al que llaman el Gurú de Occidente, despierta en cualquiera la inquietud por los mitos del hombre. Un texto suyo, Acercamiento al inconsciente, desarrolla la siguiente noción: “El hombre necesita ideas y convicciones generales que le den sentido a su vida y le permitan encontrar un lugar en el universo. Puede soportar las más increíbles penalidades cuando está convencido de que sirve para algo; pero en cambio se siente aniquilado cuando, en el colmo de todas sus desgracias, tiene que admitir que está tomando parte en un ‘cuento contado por un idiota’ ”.

Este remate alegórico —que sería tomado posteriormente por Víctor Frank, creador de una de las más interesantes teorías contemporáneas sobre la neurosis en el libro El hombre en busca de sentido—, alude a la crisis del hombre actual, cuya conciencia avanzada ha olvidado el contacto con la esencia de las cosas y, a diferencia de las culturas arcaicas, lo ha llevado a perder su identidad participativa en el cosmos.

Al respecto, en una serie de conferencias sobre el mito y su significado, transmitidas por la cadena CBC en diciembre de 1977, Claude Lévi-Strauss decía: “No estoy seguro de que, debido al tipo de mundo en que vivimos y al tipo de pensamiento científico a que estamos sujetos, podamos reconquistar tales cosas como si nunca las hubiésemos perdido; pero sí podemos intentar tomar conciencia de su existencia e importancia”.

Más que dioses permanentes o espíritus inmateriales, las primicias del pensamiento mítico son como los elementos de un sueño: objetos dotados de sentido demoníaco, lugares encantados, formas accidentales de la naturaleza con semejanzas ominosas, etc.

Los mitos se remontan a los primitivos narradores y sus sueños, a hombres movidos por la excitación de sus fantasías que aprendieron a expresar sus esperanzas y sus miedos en imágenes, y que organizaron en símbolos sus instintos más hondamente arraigados para comprender lo que les circundaba, su naturaleza y la sociedad en que vivían.

En la conmemoración ritual del mito el tiempo se paraba para retornar a los comienzos, adoptar modelos conductuales de los sobrenaturales y encontrar la significación de la existencia, con lo que alcanzaba el hombre la conciencia de la universalidad y la identificación fundamental con la vida; lo que Nietzsche denomina “la doctrina mistérica de la tragedia: el conocimiento básico de la unidad de todo lo existente”.

En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche cuenta que ésta se origina con el coro, un coro sublime de transformados que bailan y cantan olvidando su posición social para convertirse en servidores intemporales de su dios; y que es hasta más tarde, cuando se hace el ensayo de mostrar como real al dios, que la tragedia se transforma en drama y ya no es sólo coro, pues a éste se le encarga la tarea de hacer creer a los oyentes, mediante la excitación anímica, que el héroe de la escena no es un hombre enmascarado, sino el resultado de una visión.

Esquilo y Sófocles incorporaron de esa manera a la lírica del coro el mundo de la escena, el lenguaje, el color y el dinamismo de la palabra con los medios artísticos más ingeniosos, pero —dice Nietzsche— “es destino de todo mito irse deslizando a rastras poco a poco en la estrechez de una presunta realidad histórica”, y dos contemporáneos, que no comprendían la tragedia y por lo tanto no la estimaban, se aliaron e iniciaron una enorme lucha contra las obras de Esquilo y de Sófocles.

Uno de ellos era Sócrates, que encontraba en la tragedia algo completamente irracional con causas que parecían no tener efectos y con efectos que parecían no tener causas. Algo repulsivo para una mente sensata y que representaba una mecha peligrosa para las almas sensibles; le parecía que el arte trágico ni siquiera decía la verdad y se dirigía a quien no poseía mucho entendimiento.

El otro antagonista era Eurípides, quien según Las ranas, de Aristófanes, en su certamen con Esquilo se jactaba de que, gracias a él, el pueblo había aprendido a filosofar, a observar, actuar y sacar conclusiones; y es que él, basándose en la estética socrática, que rezaba: “Todo tiene que ser inteligible para ser bello”, examinó todo lo relativo a la tragedia. Desde esta perspectiva lo rectificó: el lenguaje, los caracteres, la estructura dramatúrgica y la música coral.

El pensamiento filosófico de esta manera se enriqueció, aquí la literatura y los mitos engrosaron la noción de democracia, libertad y sentido común. Este quehacer entonces se sobrepuso al arte y lo obligó a aferrarse a la dialéctica que, con sus silogismos, arrojó a la música de la tragedia, el sitio en el que había alcanzado su suprema manifestación. Arrojó lo dionisiaco a un lado.

Con Sócrates llegaría, por vez primera al mundo, una profunda representación ilusoria que creyó que siguiendo los hilos de “la causalidad” era posible llegar hasta los abismos más profundos del ser y aseguraba que era capaz no sólo de conocerlo sino de corregirlo. Se proclamó como el precursor de una cultura nueva, un arte y una moral que expulsaron a la poesía de su natural suelo ideal y cuyo influjo se extendió por la posteridad. De nuevo se clausuraba lo dionisiaco.

Uno de los continuadores de este divorcio fue G. W. Friedrich Hegel, cuya lógica y filosofía parecían un triunfo de lo racional en el siglo XIX, pero que tuvo un destino trágico: desencadenó el potencial más irracional que hubo aparecido jamás en la historia del hombre, pues su doctrina contribuyó, como ninguna otra, en la preparación del fascismo y el imperialismo que desató la Segunda Guerra Mundial, el acontecimiento que originó —según muchos estudiosos— el desencanto que sufre el espíritu humano de nuestro tiempo.

 

Algo está muy mal

Hoy, el castillo de cristal de roca de la dialéctica se nos revela como un laberinto de espejos oblongos y algo marcha terriblemente mal en nuestros días. Muy pocas son las personas que sienten que pertenecen a algo mayor que ellas mismas. “Las instituciones de las que depende la comunidad se están desmoronando y el dolor de estar solo, que por supuesto no es nuevo, se encuentra tan extendido que se ha convertido en una experiencia compartida” (Alvin Toffler).

La disgregación de la sociedad está disolviendo la estructura de muchas vidas; eso no es un fracaso personal ya que millones de personas experimentan actualmente la vida como algo carente de todo significado. El edificio de las ideas claras y precisas que marginó a la ilegalidad el universo de la mística y la poesía, también desterró al hombre del cosmos. “Desde este ángulo, la historia de Occidente puede verse como la historia de un error, un extravío, en el doble sentido de la palabra: nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo”, es la propuesta de Octavio Paz. Pero, ¿cómo?

El eminente mitólogo Joseph Campbell explica que en las mitologías de todas las culturas destacan figuras que, bajo el ropaje de imágenes locales, desarrollan una búsqueda esencialmente idéntica en donde el héroe, turbado por la situación en que vive, es empujado por la tentación o las circunstancias a abandonar la familia y lo familiar, a iniciar una aventura en lo desconocido. Pensemos en Gilgamesh, Sinué El Egipcio o el Hijo Pródigo.

Este héroe arquetípico afronta a los guardianes del umbral, su viaje puede hacerle “morir”. Su aventura se lleva a cabo en el submundo o en un ámbito sobrenatural de terrores y maravillas, dioses y demonios. Su iniciación requiere que afronte pruebas, ayudado por un sabio mentor o por espíritus animales. En el punto más bajo de su ordalía el Héroe debe afrontar su desafío supremo: matar al dragón o robar algún bien, rescatar a la princesa o encontrar el tesoro. Sus recompensas por el éxito son enormes: la consumación de un matrimonio sagrado, la reconciliación con el padre o el convertirse él mismo en dios.

En esa búsqueda hay otro aspecto decisivo: el Héroe debe sacrificar los beneficios sobrenaturales de su triunfo personal y volver con su “elíxir” al mundo de los simples mortales. Este retorno es la verdadera justificación y finalidad de todo el viaje: tanto la sociedad como el Héroe necesitan renovación espiritual y él debe devolver el beneficio a sus semejantes, ya sea la familia, la aldea, la nación o, en el caso de Jesús, Mahoma o Gautama Buda; el mundo.

 

Ilustración: Stephanie Dalton CowanLa nueva ciencia

Para Jung y sus seguidores, la cultura occidental está a la vez repleta de mitos del Héroe y constituye ella misma un descomunal mito del Héroe en la evolución de su conciencia desde el animismo primitivo, a través del racionalismo escéptico, hacia una relación armoniosamente equilibrada entre ciencia y espiritualidad. “Lo que no consiguió la Crítica de la razón pura de Kant lo está logrando la física moderna”, dijo Jung.

Y es que en la actualidad, científicos rebeldes como Ila Prigogine, desde la química (recibió el premio Nobel), Rupert Sheldrake, desde la biología, o Karl Pribram, desde la neurofisiología, han dado continuidad a los trabajos de investigación de David Bohm (un físico que pensaba que el sentido de la investigación científica consistía en que era un acto de percepción, un proceso continuo de conciencia y naturaleza; que hablaba del orden implícito y que señalaba que tomar en serio la totalidad indivisa significaba “realizar un viaje increíble, abandonando todo lo cómodo y familiar”) para demostrar que es posible concebir un universo en el que cada parte y partícula de nuestras vidas puede estar imbuida de totalidad.

Octavio Paz, en La llama doble, afirma que el testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo: “Aquello que nos muestra el poema no lo vemos con nuestros ojos de carne sino con los del espíritu”.

Para Borges, escribir un poema es ensayar una magia menor, cuyo instrumento, el lenguaje, se ramifica en idiomas con cambiantes vocabularios e indefinidas posibilidades sintácticas. Chomsky y su escuela lingüística han analizado en profundidad la diversidad de las lenguas humanas y han encontrado una forma común a todas ellas, que debe considerarse innata y característica de la especie. Este curioso descubrimiento coincide con la totalidad de la nueva visión de la ciencia y con el concepto jungiano del “inconsciente colectivo”. Es más, ya se habla de la estructura genética de las palabras.

 

Hacia una ciencia más holística

Muchos presupuestos de la ciencia han sido modificados con el advenimiento de la física cuántica, particularmente por el principio de indeterminación y la inherente naturaleza estadística de la medición de lo muy pequeño. Teoremas como el de Bell y “experimentos pensados” como el del gato de Schrödinger han hecho que la física cuántica despliegue una contradicción inherente: las partículas supuestas originalmente como separadas, aparentemente, están conectadas. Dos partículas que antes del Big Bang estuvieron unidas ahora se encuentran tremendamente distantes pero giran al mismo tiempo y en el mismo sentido. Son copias idénticas. Estas dos partículas están indefectiblemente unidas, o acaso sean la misma.

Esto sugiere la posibilidad de un cambio aun más fundamental: cambio a nivel de los supuestos ontológicos y epistemológicos en la ciencia de Occidente.

Hoy existe un amplio acuerdo respecto a que la ciencia debe desarrollar la habilidad para mirar las cosas holísticamente. Una mirada donde cada cosa, incluyendo lo físico y lo mental, esté conectada a cada cosa, donde un cambio en cualquier parte afecta al todo.

Pero el error de la sociedad moderna ha sido suponer que estas causas científicas pueden explicar, finalmente, cualquier cosa. Una de las principales implicancias de la “ciencia de la totalidad” es el supuesto epistemológico de que nosotros contactamos la realidad no de una, sino de dos maneras. Una de éstas es por medio de los datos de los sentidos —los cuales forman parte de la ciencia normal. La otra a través de hacernos parte nosotros mismos de la unicidad —mediante un profundo, intuitivo, “autoconocimiento”.

Aquí empieza el meollo del asunto. ¿Hasta dónde las nuevas corrientes de estas ideas y las nuevas oleadas de “moda” inducen a este ser contemporáneo a nuevos errores? ¿Hasta dónde esa búsqueda del nuevo mito, ese “religarse” a las nuevas formas místicas nos están dejando sin guía, sin Hilo de Ariadna?

¿Hasta qué punto la nave Enterprise es una parábola de la sociedad norteamericana? ¿Hasta qué punto la actitud de los Gnósticos de Cartagena, que fueron a la Sierra Nevada de Santa Marta a esperar, hace unos años, una nave espacial que los iba a salvar de la devastación del mundo, es la resultante de ese camino erróneo? ¿Acaso la creencia en fuerzas externas nos lleva hacia una nueva destrucción del mismo mito?

Las sectas y las congregaciones de raro carácter aparecen a diestra y siniestra, todo con un trasfondo eminentemente material.

El sociólogo francés Alain Touraine afirma que el mundo evoluciona hacia dos tipos de denominaciones contrapuestas: la dictadura del mercado (la racionalidad instrumental) y la dictadura de la identidad. La primera se trata de la alienación de las sociedades capitalistas avanzadas y la segunda se refiere a varios tipos de integrismos y fundamentalismos. El fenómeno de la Nueva Era, así como otras expresiones de las “mancias” (taromancia, FenShui, numerología, etc.), se encuentra en el mundo contemporáneo para demostrarnos que incluso los individuos que siguen a la letra esa racionalidad capitalista terminan siendo proclives a embarcarse en todo tipo de rituales y supercherías.

La Nueva Era y todo lo que trajo la Meditación Trascendental, y otras “buenas ondas”, centran sus raíces en el hecho de hallar una conexión entre la ciencia y la religión, entre la razón y la magia. El asunto es que todos los conceptos anteriores son recogidos, ampliados e interpretados por los argumentadores de estas nuevas modas espirituales.

Uno de los cálculos es que esta nueva ciencia controlará la historia y que todo es un problema mental, que la pobreza y la injusticia son estados de la mente, y que la verdadera realidad es otra. Tener conciencia “new age” no cambiará en nada la sociedad porque el planeta no se cambia con mensajes telepáticos o canalizando consejos de los extraterrestres. En la realidad estos movimientos se alejan del mito y de aquella actitud que engendró la solidaridad en el mundo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”; porque todo el universo y los milagros, y hasta los roces de Dios, emergen de un estado de conciencia, de un mirarse a sí mismo y no de una comunicación con los otros.

 

El arte, horizonte del mito

No obstante Ernesto Sábato diagnostica que el arte está siendo el instrumento para rescatar la integridad perdida, aquella de la que forman parte la realidad y la fantasía, la ciencia y la magia, la poesía y el pensamiento puro.

Quizá por eso el fin de una civilización es más sentido por los jóvenes, que no quieren resignarse nunca al derrumbe de lo absoluto, y por los artistas, que son los únicos adultos que se parecen a los adolescentes. Emil Sinclair, el adolescente creado por el artista adulto Hermann Hesse, nos cuenta en Demian: “Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas, sabe a disparate y confusión, a locura y sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose a sí mismos”.

La actitud mental positiva, la Meditación Trascendental, los ejercicios espirituales, la búsqueda del bagua (punto de equilibrio de la energía de un lugar, según el Feng Shui) y otras tantas sutilezas no harán bajar los 7.300.000 habitantes que están por debajo de la línea de pobreza hoy en Colombia. Pero el verdadero retorno al mito en las entrañas de nuestra convulsa realidad, es decir; el “elíxir” antes mencionado —que, por cierto, se encuentra a la mano: en la tradición oral, en el llamado de un canto de vaquería, en lo que dicen mansamente los bardos anónimos de nuestras sabanas mitológicas, o en la música profunda de las perdidas tierras— puede ayudarnos a encontrar nuevas formas de convivencia y goce.