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Queriéndote tragar

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Venir a este río es lo mejor que les puede suceder a los habitantes y visitantes de esta ciudad. Por muchas historias que se tejan desde sus orillas, que si los ahogados, los brujos o los violadores escondidos entre los morichales y mantecos, venir acá renueva al alma y al cuerpo.

Mariangé, que va de psíquica, manifiesta que siente entidades reclamando rezos; son voces ahogadas que nunca, en el jamás de los jamases, pensaron morir así. Otros, son infantes a los que el “monstruo” del agua se los tragó sin que mamá oyese los gritos de auxilio.

En este río, si hay algo de cierto y palpable delante de los ojos, es que en muchas de sus estaciones —o lugares o tramos, como quieran llamarlo— sus aguas se comportan muy violentas. Los caudales en estas épocas pueden llegar hasta 97,68 m/s3, es decir, son muy potentes. Las corrientes arrastran a los cuerpos y, de repente, ¡te hallas en un remolino marrón oscuro, aislante, desesperante, asfixiante, egoísta, halándote hacia abajo, como queriéndote tragar!

Mariangé con sus dedos de cruces y la mirada hacia abajo, de ojos cerrados, recita una oración. No logramos oírla, pero sus versículos deben tener alguna intención espiritual. Suponemos eso. No sé si lo que sostiene ella —lo que siente aquí— es quimera o realidad. Aun la piel de Marta y, menos la mía, han sentido algo extrasensorial que nos cause aspaviento. Por ahora, todo ha sido tangible.

Nos disponemos a escoger la muestra.

Recuerden aplicar recomendaciones de higiene y seguridad industrial: inspeccionen la zona, prevengan accidentes —sugiere Julito.

¿...En dónde estamos? En Puente Chori que es un balneario muy concurrido en épocas de vacaciones y en los fines de semana.

Hoy es un día de semana cualquiera y por eso son pocas las personas que se encuentran aquí: dos niños, tres adultos y nosotros.

Puente Chori tiene un poblado cerca, existiendo hatos con cría de ganados a sus alrededores. La vegetación está constituida por moriches, aceites y mantecos. Los helados de moriche que una doña vende, al otro lado de la carretera, son muy sabrosos. Hay un puente para atravesar el río con los carros, lo que puede indicar presencia de hierro en el agua y en el suelo, no sólo por fisiología natural.

Marta, que al parecer viene a hacer turismo, va desprevenida —no inspecciona la zona— a adentrarse en el río, en un pedacito ni muy hondo ni muy llano. El agua le llega por las batatas. Se inclina para mojarse las manos. Lleva puestos unos pantaloncitos licras, donde sus notables hilos saludan a uno de los tres adultos que está cerca de la ribera. Ella ni lo nota. Es feliz, está en su mundo. Comienza a mojarse por parte, como el primer baño de un nené. Acuna agua entre sus manos y se la lleva al rostro. Luego, medio húmeda, se acuesta boca arriba apoyándose de los codos y brazos. La temperatura del agua está deliciosa —o, acaso, un proceso de transferencia de calor concibe que sea así.

Cierra los ojos. Qué delicia, las corrientes relajan. Los rayos del sol algo madurado se dejan filtrar por el techo de la arboleda que conforma el ambiente. Marta, ni pendiente de su rededor. Mientras, en unas de esas ramas, de las que tienden por gravedad al centro del caudal y por necesidad de aproximarse al agua, muy cerca de la ojeada no presente de la mujer, silenciosa, cuidadosa y bella, se desliza una culebra. El ambiente es bicolor, marrón y verde, verde y marrón. Y la culebra, igual. ¿Quién desde acá puede verla? Únicamente Marta es quien puede verla, y todavía no se da cuenta.

Al rato, un chillido mortuorio, mezclado con gárgaras y un agitar de aguas hacen que Marta se deslice con la corriente... ¡el río se la quiere tragar!

Se le rompió la armonía de su Spa natural.

¡Se está ahogando! —grita Julito, quien estaba recogiendo la muestra muy lejos de Marta. Dos de los tres hombres adultos salieron corriendo hacia el río en rescate de la chica. La agarraron asfixiada, llorando, nerviosa... gorgoreaba y tosía al mismo tiempo.

¡Era una culebra! ¡Era una culebra! ¡Era una culebra! ¡Era una culebra!... —Marta no dejaba de repetir, una vez algo recuperada del suceso.

Mariangé, algo traviesa, le comenta a la Marta-víctima que “hubiese sido otra de las almas que reclamarían rezos”.

¡Era una culebra! ¡Era una culebra!...

Sí señorita, era una culebra. Menos mal que no “voló” para atacarla —dijo uno de los hombres.

Pese a todo, sigo creyendo que este río renueva al alma y al cuerpo.

Marta, por su parte, juró que más nunca se bañaría en él.