Letras
Dos relatos

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Retazos

La recuerdo a través de un tango que aterriza en mis manos a las seis de la tarde. El aire se mete por los huesos y no sale nunca más. “La tarde está muriendo detrás de la vidriera y pienso mientras tomo mi taza de café”. Miro el reloj, avanza lento. La pareja sentada cerca a la ventana ya no se mira. Por debajo de la mesa sus pies ya no se tocan. Están escapando y no se han dado cuenta.

“El viento de la tarde revuelve la cortina. La mano del recuerdo me aprieta el corazón. La pena del otoño agranda la neblina”. Afuera la lluvia los moja y los ahuyenta. Una mujer se levanta y cierra los ojos; los pasajeros de la calle la ignoran. Aquí la recuerdo y todavía no hace frío. En la calle se escuchan los gritos. Adentro todos están sordos.

En la mesa de enfrente, un hombre respira despacio, se fuma un tabaco y cierra los ojos. Podría estarme recordando... si fuera mi padre. Su mirada yace en el fondo del vaso, sus pies se amarran a la silla como dos raíces que van a ser cortadas. La mujer de la esquina se confiesa, mueve los labios pero no habla. Alguien la mira.

“Cuando el suburbio dormita, bajo la lluvia o en noche serena, cruza como un alma en pena las tristes calles una viejecita”. Entra sin cuidado, con sus alas escondidas; están rotas y sucias y no le gusta que las vean. Ya no sabe cómo limpiarlas y tampoco cómo se llama. En mi espalda se estrellan cantos de grillos y otras voces pálidas tejidas con afán.

Pienso en ella, la invoco. Sus pasos aún no me recogen y ya tampoco tengo ganas de esperar. Miro para otro lado y dejo de pensar. La luz entra por las rendijas de la piel. En un rincón dos hombres trazan sus sueños con pinceles gruesos y dos cervezas. Todavía tienen tiempo.

La pareja de la ventana todavía no se mira. El hombre que podría ser mi padre se vuelve otro. La mujer de la calle está muerta. Aquella de las alas sucias se retira vencida. Los grillos siguen cantando aunque nadie los escucha. Los hombres del rincón piden otra cerveza; sus sueños son largos. La mujer que no habla tampoco mueve los labios. Y yo me quedo y ya no recuerdo.

N. del A.: En cursivas, frases de los tangos Mi taza de café y A media noche.

 

La ventana en el espejo

En la ventana instaló el puesto de observación. Su única defensa. Por algunos minutos continuó mirando a través del hilo de luz que entraba por la cortina, después volvió a la cama. Sus ojos seguían el rastro de las figuras resaltadas en el techo. Lo estaba buscando. Desde la línea de cemento cortada junto a la puerta a los mundos que aparecían en el recorrido hasta el final del muro; las noches anunciadas y los bosques pintados en la ruta de sus manos.

Por dos meses y tres días lo buscó, con el firme propósito de mirarlo y preguntar. No lo quería para nada más. Era lo que le repetía todos los días la mujer que se asomaba en el espejo. Ella no estaba tan convencida. Así que escondía las palabras detrás de su lengua, después, sin que se diera cuenta, las escupía en el lavamanos. De vez en cuando guardaba alguna, para pasar los silencios.

Durante el día, dos o tres veces, se asomaba con precaución por encima de las barricadas de la ventana. Con los ojos cerrados primero, por si acaso. Luego daba una mirada general al terreno, algunas veces aún sin abrirlos, empezando en el jardín de los almendros y las historias escondidas entre sus grietas de otras mujeres asomadas, respirando. Pronto estaba atisbando en las otras ventanas, sin saber con certeza si eran enemigos o aliados los que, escondidos, la estaba mirando. De eso sí estaba segura, la observaban, a través del pequeño espacio entre el cerco, de madera maciza algo desteñida, y la jamba labrada sin ningún cuidado. Sólo unos pocos centímetros eran suficientes, así era para ella y sin duda también para los otros.

Esas miradas, a veces tan lánguidas, eran la única herramienta para la batalla. Miradas en línea recta, afiladas, desahuciadas, sin discursos. Miradas desnudas. Y entonces el espejo también servía para ensayar, jugando a la guerra. Así, descubría a los otros que la habitaban, los advertía entre los espejismos y trataba, en vano, de derrotarlos. Nunca se rendía, tampoco nunca se resistía.

Y en esas batallas, perdidas antes de empezarlas, se pasaban los segundos que eran minutos que eran horas que eran días que eran palabras enredadas en su vientre. Escribía. Debajo de su almohada permanecía su cuaderno de hojas recicladas, así como las historias repetidas que ya conocían el mismo de regreso. En sus anotaciones siempre era de noche y él siempre la estaba esperando...