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El chaski

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“Por los colores sacaban lo que se contenía
en aquel tal hilo, como el oro por el amarillo
y el plata por el blanco, y por el colorado
la gente de guerra”.

Garcilaso de la Vega.

Él corría a velocidad de verbo, acción pura que estropea la idea, la subyuga si en su centro se desplaza, con o sin adverbio. Él corría con los pies descalzos sobre muros de imperio antiguo, a veces fríos en escarcha de madrugada, a veces rígidos y austeros en calor de mediodía, piedra henchida de caos, deslave implacable en épocas de lluvia. Pero la lluvia no escarmienta al mensajero, al escalador de montes y continuidad de hombre civilizado; a éste le bastaba con observar la determinación de los vientos y complacencia de las nubes para reconocer lluvias ostentosas, tamiapacha verde, aguacero permutable en su ira fluvial.

El chaski emergió de la angosta cueva, miró al cielo, al sopor de las nubes que yacían suspendidas en la materia fina del cielo cóncavo y tomó un puñado de tierra para aspirar profundo el calor de su humedad. Aprendió a observar a la naturaleza con humilde mansedumbre y ahora se preguntaba si debía continuar por el vértigo del camino no recorrido o esperar a que la naturaleza sosegara con el pasar de la tormenta. Había llovido toda la noche pero no lo suficiente como para embriagar la tierra. Sí, sería mejor aprovechar el temporal seco de la mañana y evitar así que el resto de la tormenta lo cogiera en pleno despeñadero.

El chaski había recorrido camino a un buen trote durante ya dos días enteros desde Huaraz. Corría desde que el sol se arrimaba a las montañas en horas de la madrugada hasta su despedida entre manotazos candentes por el cielo. Era inusual que un chaski corriera un tramo tan largo sin descanso y sin reemplazo, pero en tiempos de guerra, las reglas se hacen y deshacen con poco miramiento hacia la naturaleza del hombre. Era en tiempos de guerra cuando el espíritu de la muerte latía con una fuerza extraña, acechando en todos los rincones y envenenando la complacencia usualmente optimista del mensajero. Él que había tanteado ni una cuarta parte de su vida, había sido testigo de derrotas, mentira e injusto castigo; y era en momentos como éste que el chaski desdeñaba la existencia misma del hombre, su virtud destructora, lamentándose no ser otra cosa: roca, tal vez libélula.

Observó el camino imperial extenderse hacia la distensión del horizonte, labrado con destreza de ingenieros en las caderas y senos de las montañas, y decidió que era hora de hacer preparativos para el viaje ya que le esperaba un largo día aún. Era imprescindible estar listo mental y corporalmente para cualquier eventualidad, ya que los tambos —pequeñas casuchas que el imperio habría hecho colocar cada cuarto de legua en el camino para el resguardo de chaskis y guerreros— se hallaban la mayoría ahora abandonados.

La rutina de las mañanas era la misma de siempre. Levantarse temprano para agradecer al dios Inti por su misericordia, luz y calor (en ayunas como le había enseñado su padre), y después ofrecer una oración en voz baja (como le había enseñado su madre) a aquel otro dios más antiguo, Wiracocha, predecesor del dios incaico y autor de la creación. Con la frente levantada hacia el cielo y los brazos semiabiertos, pronunció las siguientes palabras:

—Cuyashka wiracocha maipim canki (entonces pensaba mucho en su comunidad, en su familia, su hermanita) hanac pachapicho cay pachapicho ucu pachapicho caylla pachapicho canki (se deleitaba en imaginársela azotando la tierra colorada con sus dos manitas, amasando el barro para darle hermosa forma de tazos, jarrones, figuras humanas y animales varios) cay pachacamac runa rurak (pensaba en el reconocimiento de la comunidad hacia el talento de su pani y la humilde sonrisa con la que ella los recibía) maipimi canqui alliriway (pensaba en su madre, en sus hermosos ojos avellana y la mirada desaprobadora que le dio antes de partir).

—Kallpana mana micunamikan —le había dicho.

Correr no es alimento. El chaski tenía la sospecha que el reclamo de su madre estaba fundado no tanto en el carácter de su trabajo como en el servicio que estaba prestando al ejército de Atahualpa, quien lo esperaba en Cajamarca con noticias del sur y la supuesta rendición de su hermano Huáscar. Desde que había empezado la guerra entre los dos hermanos, ambos aspirantes al trono imperial, muchas familias se hallaban divididas entre quién era merecedor de regir sobre el gran Tahuantinsuyo. Por un lado, Huáscar era el hermano mayor y heredero propio del trono, aunque de carácter a veces cruel e impulsivo; por otro lado, Atahualpa había sido por largo tiempo comandante militar de las fuerzas armadas del imperio y tenía la sabiduría y fortaleza, decían algunos, que necesitaban en ese momento para mantener al imperio unido. Después de largos meses de muertes prematuras y división irreparable entre pueblos vecinos, la contienda parecía que estaba por definirse: con Huáscar hecho prisionero en Cuzco y Atahualpa listo para concretar su derrota en persona y tomar el poder en la capital del imperio.

Por eso, pensó el chaski, su madre le reprochaba. Por involucrarse en la contienda al llevar un mensaje para Atahualpa que cual posta había recorrido de mano en mano cientos de kilómetros de meseta y cordillera. Pero al chaski poco le importaba quién llegaría a ejercer el poder sobre quién. Él comprendía instintivamente que en tiempos de guerra no se escoge enemigo como tampoco un mensajero debe cuestionarse las posibles ramificaciones del mensaje que lleva. Ser mensajero era una gran responsabilidad y un cargo que él hasta ahora había cumplido con mucho honor. Era importante que su madre comprendiera esto. Al fin y al cabo, no era él quien llevaba lanza y prisionero, muerte e ignominia a los pueblos.

Luego de desayunar un poco de maytutanta (con semillas de ajonjolí, como solía preparárselo su madre) y té con panela, deshizo la cama de hierba seca y desenterró el quipu que había escondido en un rincón de la cueva por si la muerte reclamaba su alma durante el sueño. Revisó el sistema de nudos y colores que vestía su quipu (un telar de nudos y cuentas que aparentaba poco pero cuyo complejo mensaje sería traducido eventualmente por el quipucamayo de Cajamarca) y ya listo para empezar lo que sería el último día de su vida, se metió un par de hojas de coca o pijcha en la boca para reprimir el hambre y conservar las energías como lo habían hecho muchos antes que él y lo continuarían haciendo sus descendientes 500 años después.

El trote era lento pero constante, las plantas de los pies moldeándose a los bloques de piedra lisa y manteniendo la vista firme en el camino para evitar un posible hueco o raíz expuesta que podrían causar una caída y hasta un desgarramiento muscular. Recordó lo que el quipucamayo o historiador de su pueblo había relatado sobre el reinado de Pachacuti, aquellos tiempos de antaño en los que los caminos reales habrían de expandirse por todo el reino y recibieron la mejor manutención —los mismos que ahora yacían olvidados a merced de las matas creciendo entre sus llagas. El chaski era demasiado joven para recordar la edad de oro de su mamallakta en la que reinaban la paz y armonía: tiempo en el que cientos de mensajeros recorrían llano y cordillera, playa y altiplano; los tambos repletos de provisiones para acogerlos a cada tramo. Pensar en tiempos no vividos le producía por lo general cierta nostalgia pero esta vez sintió algo más profundo, como una tristeza dislocada.

Rozó la pijcha con la lengua en su mejilla derecha y saboreó la amargura que ésta destilaba, frunciendo el cejo preocupado por la predisposición negativa con que había despertado este día. Mejor sería pensar en otra cosa, pensar en su pani e imaginársela sentada sonriente ante el fuego dándole forma al barro con sus hábiles manitas morenas. Ella había transpirado vida al amuleto que el chaski llevaba ahora colgado junto a su quipu, el mismo que azotaba gentilmente su muslo a cada tranco que daba y que lo había hecho tantas veces sonreír en el pasado. Pero entonces dio un pequeño traspié que lo llevó inevitablemente a la realidad encontrada de saberse solo y fatigado. Dos días de camino habían tomado crecida cuenta de su cuerpo y aunque en excelente forma, no era difícil reconocer que su cuerpo se estaba debilitando a cada tranco que daba.

Con la respiración entrecortada y un ardor en la garganta que sabía le duraría muchas mañanas, recordó también algo que el quipucamayo mencionó la última vez que se vieron y que aún no lograba comprender. Algo sobre los tiempos del Hawa y Uku Pacha:

—Ahora es tiempo de oscuridad —había dicho el tejedor de mil colores, centenares de ideas— tan oscuro como el interior de la tierra. Los abuelos ya han anunciado que tras 500 generaciones de hermandad entre los pueblos, Hawa Pacha debe darle paso a la noche y el hombre hacerse conocedor del abismo de su corazón.

El quipucamayo siempre decía cosas extrañas. En realidad, el chaski ni siquiera sabía interpretar los nudos y colores de su quipu, ¿cómo pretender entender el tejido de la vida cuando a veces sus matices y fibras son por lo demás invisibles? El chaski comprendía poco los misterios de la creación pero sabía reconocer el sufrimiento de su pueblo y la demencia en la que esta guerra entre hermanos hundía a su gente. Trató de recordar lo que el quipucamayo había dicho sobre los designios de la vida y de la muerte, cómo ambas habitan juntas en el tiempo y el espacio, complementándose la una a la otra. Sobre la impermanencia del presente y el fluir circular del tiempo. Pero el chaski no lograba entender por completo el significado de estas palabras y más bien temía tanta violencia provocada. Temía que la misma Pachamama eventualmente se hinchiera de ira y frustración, derramándolas en un sonoro y devastador rugido contra su pueblo. El chaski intentó reprimir el ocaso en que su mente se hallaba y recordar la felicidad que generalmente lo invadía al recorrer descalzo montes y laderas y se sentía (ya sea cubierto de lodo o abrazado por un sol inclemente) tan parte de la naturaleza y de sí mismo —una felicidad casi infantil que ahora parecía evadirle inevitablemente.

Correr no es alimento, le había dicho su madre. ¿Alimento para el cuerpo o alimento para el espíritu?, pensó acongojado.

Por fin, al entrar la tarde, logró reconocer el recodo de la montaña detrás de la cual vería el valle donde estaba anidada la magnífica ciudad de Cajamarca, con sus callejuelas angostas e impresionantes edificaciones de adobe. Trató de imaginarse a la Cajamarca que amaba y el tiempo que tendría para descansar, recorrer sus calles y tal vez hasta adquirir para su madre un delicado prendedor de plata de artesanía chimú o un cinturón de colores vivos para la celebración del Inti Raymi. Sin embargo, entre el follaje que cubría la ladera, logró divisar una torre de humo negruzco que parecía confundirse con el cielo ya nublado y grisáceo de por sí. El mensajero perdió el ritmo de su carrera, desacelerando el paso inconsciente para acelerarlo después en ávida ansiedad por rodear el monte y ver el destino que su corazón había presentido todo aquel día. Lo que vieron sus ojos le fue imposible asimilar y se convirtió casi de inmediato en alucinación o soñar despierto.

Allá abajo en la cuna del valle, entre los caminos empedrados de la ciudad de Cajamarca y el humo que se alzaba de varias casas incendiadas amenazante, el chaski vio a los temidos soldados de Atahualpa correr despavoridos para encontrarse directamente con la muerte. Los vio caer uno después de otro como fulminados por una mano invisible y solamente después logró percibir estallidos que parecían provenir de la nada, los cuerpos atravesados por una herida mortal que no dejaba rastro de flecha o lanza. Entonces también logró distinguir entre los gritos de la gente y las mujeres, el bramido como el de un animal herido y fijó la mirada en lo que sería su primer hombre blanco de armadura montado a caballo. Hubo tres cosas que logró marcar inmediatamente: su tez blanca enfermiza y la enorme cantidad de vello que le cubría la cara, la coraza de piedra lisa que llevaba puesto asemejándolo a un armadillo (para su protección, sin duda, pero contra qué) y la bestia de carga dos veces más alta que una llama y que sin embargo le permitía montarla. Pero lo que más le impresionó fue su indómita soberbia blandiendo espada y muerte con cierto tipo de autoridad que pensó poseían tan sólo los Hijos del Sol. Temblando desde lo alto del monte, el chaski presintió castigo divino aunque trató de no dejarse vencer por su manifiesta superstición ante lo desconocido. Lo que sí vio y comprendió sin esfuerzo fueron las consecuencias del tropiezo fatídico de uno de los séquitos que corrían con el trono de Atahualpa al hombro y el salto atlético que éste tuvo que dar a tierra para evitar la caída. Adivinó con temor su rostro de ira y sed vengativa, y la frustración de ver a aquellos que pretendían defenderlo morir uno a uno bajo el ramalazo implacable de este nuevo enemigo. Pero el mensajero nunca llegó a enterarse del craso error militar que Atahualpa cometería más tarde al dar la orden —fundado en vanas suposiciones de que el hombre blanco era aliado de su hermano— de mandar matar a la única persona que tal vez podría haber retardado la conquista española, Huáscar. Y de esa manera el chaski atestiguó, sin saberlo, el apresamiento del último emperador inca y la caída de un imperio. Los conquistadores eran conquistados. Vio sus armas de fuego, su espada y su biblia, pero no pudo adivinar el peso histórico que cada uno de estos elementos tendría sobre su gente y una civilización entera.

De manera precipitada, el mensajero volvió en sí lo suficiente como para reconocer que lo mejor sería regresar cuanto antes al pueblo más cercano para dar la noticia de lo ocurrido. Su cansancio se había redoblado por lo que había presenciado, pero el mensajero estaba convencido que debía partir por el camino ya recorrido sin perder más tiempo. Los músculos y todo su ser demandaban a gritos descanso inmediato después de casi tres días de intenso ejercicio, pero su mente no hacía más que imaginar a su propia comunidad en llamas o a Huáscar sin tiempo de reclamar su soberanía sobre el ejército más poderoso del continente y tener que enfrentarse a peor enemigo.

Poco después de reanudar la carrera, el chaski se dio cuenta que todo este tiempo había estado lloviznando y una sombra de pesar y premonición le cubrió la vista. Sabía demasiado bien que a merced de la fuerza de la naturaleza tenía todas las de perder y hasta el amuleto le pesó dolorosamente entre el quipu de colores enredados. Muy pronto la lluvia se convirtió en tormenta, los truenos recordándole al estallido de las armas de aquel dios blanco (pero no, era un hombre, sin duda un hombre) de cara pilosa con sus bestias majestuosas y su máscara de plata; el lodo bajo los pies adhiriéndose a sus pies cual sangre derramada. El dolor de pecho que sería leve en comparación al estrago emocional, pronto se hizo insoportable aprisionándole el corazón. Shungo —mencionó por lo bajo—, shungo, para darse un empuje inútil que fue a parar al suelo con el resto de su cuerpo. Guarecerse de la lluvia le fue imposible así como vencer el temor de morir solo o la fuerte impresión de que en cualquier momento sería acarreado por seres de otro mundo. El delirio finalmente lo llevó a la inconsciencia y lo dejó esparcido a un lado del camino entre la hierba.

***

Al siguiente día, el gorgoteo de una caterva de pajarillos y el hedor a tierra húmeda y hierba mojada sobándole la mejilla, le invadieron los sentidos en un despertar somnoliento que fue como el viaje de una existencia a otra más antigua. Tenía una sed terrible y un malestar general del cuerpo que eventualmente se convertiría en fiebre mortal, pero que al momento apenas lo mecía en un sopor de la conciencia adormecida. Saboreó la sal de los labios resquebrajados como para darse la seguridad de todavía hallarse vivo, y con ojos pesados apenas logró distinguir suelo, hierba, declive, las montañas en el horizonte y los intensos rayos del sol. Pensó lograr recordar algo sobre casas incendiadas y seres fantásticos y la destrucción del camino inca por un diluvio de sangre y arena; pero toda imagen se deshizo cuando, al abrir los ojos por completo, fue cegado por una explosión de luz y color. Parpadeó una, tres veces. Pensó que había muerto y sin embargo se sabía moribundo por el fuerte olor a tierra fresca al su rededor.

Pakarina fue incorporándose poco a poco, primero en un brazo, luego el otro, y ya de rodillas removió el cabello largo que se le había adherido al sudor de la cara enarenada. Frente a sí yacía, entre la vegetación rebosante de vitalidad y un verde pantanal intenso, un insólito espectáculo de la creación. Un océano de nubes había bajado del firmamento hasta posarse entre las montañas a la altura del camino y extendíase de lleno sobre la meseta para confundirse con el horizonte. Daba la impresión de que se podía caminar sobre ellas. Además el sol se hallaba rebosante en un bostezo titánico de colores de roca fundida, costal de naranjas y el espeso amarillo de olor a cebada preñada, para echarse de lleno sobre el delicado lienzo de agua delgada. Por su lado, las nubes correspondían a este saludo con un reflejo acuático de óleos difundidos en el espacio azul incalculable y la prístina vegetación de montañas vestidas con faja colorada. La belleza del amanecer absorbió a Pakarina por completo en un soplo impresionante de aliento y palpitación divina. El ushai de la vida eterna en leve curvatura del tiempo y el espacio, la Pachamama.

Hay momentos en los que el milagro de la vida nos toma desprevenidos, en un abrazo de infinitud y perfección de la naturaleza que por ser inconsciente a veces olvidamos pero que por ser parte de nosotros reconocemos fácilmente. Cuando Pakarina se vio presa de este espectáculo, fue como si algo se rompiese dentro de sí mismo; como si el cristal detrás del cual había hasta entonces atestiguado la existencia misma, se hiciera añicos. Tan cerca de la muerte, se había encontrado cara a cara con la vida eterna.

Y por fin comprendió lo que el quipucamayo le había dicho sobre el advenimiento de la noche, sobre la terminación de una era y el comienzo de otra. Y comprendió que Wiracocha no castiga al hombre, el hombre se castiga a sí mismo. Y comprendió que en un momento dado la creación abarca tierra, fuego, sangre, agua, muerte, vida y viento; y que aquel momento era el de ayer, el de ahora y el de siempre.

Pakarina desamarró el quipu enlodado de su cintura y separó el amuleto, observándolo un momento con infinita ternura para colocárselo alrededor del cuello. Todavía de rodillas elevó las manos al cielo y rezó —esta vez en voz alta— por la vida de su padre, de su madre, de su pani y de su gente. Se incorporó no sin mucho esfuerzo, y se entregó por completo, allí a medio camino, al ciclo eterno de la creación y la destrucción. Echó a correr pero no por el camino de piedra de un imperio que daba paso a otro, sino monte arriba con todas las fuerzas que le quedaban. Corrió como nunca lo había hecho antes, el quipu de nombres y cuentas olvidado en el suelo, para mezclarse con los árboles, plantas y animales que clamaban su alma y lo esperaban en un ancho abrazo bajo el cielo.