Letras
Amaranto

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Cabelleras negras. Arqueología de la censura. Los mechones largos, trenzados, sedosos, brillosos y cuyas raíces se pierden en las entrañas del pubis. El sonido coriáceo restregado entre los dedos. Jugos lenificándole. El olor del pubis, prácticamente desprendido, independiente y que le fagocita. Las perlas de cada vello pueden ser tan sencillas. ¿Se me comprende? ¿O no se me comprende? Las mujeres cuyos hombros abiertos imitan la actitud de piernas. Las cabelleras dulces bajo las ropas, apretadas y triangulares, calientes por la velocidad de andar. Las manos de las mujeres gatillando las voces de sus propios cuerpos. Y que todo lo dicho, visto, oído, paladeado, presentido, fuesen tragedias. Se le ubica. Se le define. Se le puede ubicar. Una habitación. Mobiliario. Lo hablado. De la silla a la cama, entre los prístinos orificios de la penumbra, débil, contémplase la raíz de cada mechón. El acto búdico de mirar el sexo que, desde la nada, toma un nombre. Las piernas como los hombros, Adèle. Una mujer. Que la penumbra desflora. La mancha blanca, giniforme, alrededor de un punto negro diluido por una ranura en dos. Las sogas nígricas enlazadas con rudeza sobre los huesos de las muñecas. Se ha de encender una vela, quizá, no, para encriptar el goce en el cuerpo, haciéndolo más duradero. El ver provoca memoria. La capacidad musical de la piel para encenderse y sonar. Los tobillos rotos, puede ser. La boca y su ranura, corporal, todas, ranuras, con las que poder prohibir. Consciente. Inconsciente. Consciente. Inconsciente. La situación, Adèle, y su peso, no es sencilla de soportar. Duérmete. Naturalmente. Despiértate. Duérmete. Los cabellos largos, escapándose del pubis hacia los muslos. No. No, Adèle. No digas no. Los tobillos y sus muñones, puede ser. La penumbra, y su lugar geométrico, donde el sexo, no, la pubilidad, se llena de cabellos, botones, abrasión de cuerdas y espuma de sensaciones. Con las sogas se puede ayudar para llegarse a otra cosa, sí. El cabello péndulo de una cabeza, Adèle, pegado a las sienes por el sudor y los esparadrapos. Una cabeza, Adèle, a la cual ya le han dicho tú y tuya y no ha funcionado. La pubilidad sí. Los esparadrapos. Para callar. Callar la liturgia, sacerdotisa. Lo que ha convocado en esta habitación. Cama. Silla. Mobiliario. Lo hablado. La mímica del placer cabalgando sobre un potro silencioso, sí, sí. Saborizándote. Alguien o algo vendrá a liberarte, sí. Sí, Adèle. Sí digas sí. Las lenguas yacerán en un vaso con algunos líquidos. La textura sobre lo hablado, la textualidad sobre la superficie del cuerpo, y de repente haciéndose hondura, valle, corte, hundimiento, como si le arrastrasen metales hacia el fondo de un recipiente humano, Adèle. La capacidad vocal del pubis, amaranto, para llenar boca con urgencia, penumbra con electricidad, soga con huesos, tobillos con muñones, sí, ver con provocación, memoria con provocación, cabellera con cabellos, calor y triángulo, Adèle con poder prohibir. Una habitación. Censurada. De donde no te levantarás, Adèle. La voz gatillada haciéndose mujer. Los esparadrapos no arrancarán las orejas de la cabeza. Eso lo haré yo. El mobiliario estático. Conchas de cuerpos descascaradas por el silencio. Las primeras moscas. Inútilmente. Desde la raíz de la voz nacerán otras orejas, otros tobillos y pies, otros dos ojos que no se podrán extirpar, disecar y guardar, junto a lenguas, en vasos con algunos líquidos. Los frutos de las mujeres ventrales, Adèle, ¿se me comprende? ¿O no se me comprende? El pubis núbil hecho todo voz natural y quedándose voz. Cabelleras negras. Arqueología de la censura. Entonces por último todo sencillo y simple. Los restos de una pubilidad bien conservada. En la cama, desde una silla donde se te observa languidecer. Hablarás, no, a merced de unos ojos, propios. La penumbra, Adèle, ya no podrá abotonar tu cuerpo. Ni las sogas caerse. Te besa el pubis, drenándote, el aparato suctor de la soledad. Los remanentes de una frágil liturgia, enroscándose. Tu cuerpo. Sostenido a la cama. Una cama. Haciéndose bocas. Ya, Adèle. Ya digas ya. Y punto. Allí. Entonces se levanta uno, olvidándose de la silla. Se huye por una puerta. Se atraviesa un corredor. La penumbra toma nota del espacio que se ha dejado vacío. Como prolongaciones de los cabellos, vellos, botones, tejidos, Adèle, la penumbra lo sigue a uno, militarmente. Pisando el rastro propio que se ha dejado. Allí. Sobre una cama. Eso. Después se continúa. Se dobla a una izquierda. Se atraviesa otro corredor. Se llega a una puerta. Se para uno de frente a la puerta. Se voltea hacia el corredor de donde se ha venido. De pie, la penumbra negra, blanda, cúbica, acusadora. Juez y parte. Después se gira el cuerpo y se retorna de frente a la madera de una puerta. Se le posa la mano sobre un picaporte. Se acciona. Gruñe. Cruje. Se escucha, a las espaldas, la cubicalidad de una penumbra toda quejarse, gruñir. Remedar tu voz, Adèle. El sonido flabeliforme de la muerte. Rematándose. Entonces se abre la puerta. Se avanza. Se traspasa entre un suelo y un dintel. Se cierra la puerta. Se inspira profundo. La capacidad oral de la noche y sus restos sexuados. La carne vaciada de corcheas. Se escapa uno de la memoria. Alguien o algo vendrá a liberarse, sí. Sí, Adèle. Entonces se da el primer paso sobre una baldosa, delante de una puerta, y ya puede irse uno, púbico, cabellero, a multiplicarse y poblar la tierra.