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La parodia, ese desquite festivo

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Aquella respuesta del viejo Zuleta me pareció memorable, lapidaria. Salíamos del auditorio, en la universidad, cuando un estudiante que iba a mi lado lo abordó. Quería obtener una conclusión precisa de la conferencia recién terminada:

—Maestro Estanislao, ¿cuál es entonces el mayor desafío de la pedagogía?

El viejo lo pensó un instante y se despachó:

—Hacer que la clase y el recreo ocurran simultáneamente.

Ahora, leyendo Proyecto piel, de Julio César Londoño, esta idea feliz ha regresado a mi memoria. Y precisamente porque me siento frente a un libro exquisito que consigue aunar, a lo largo de sus doscientas veinticuatro páginas, el saber y la diversión. Esta novela, escrita en clave de parodia, se inscribe por ello mismo en una larga y alborozada tradición. Inaugurado por Cervantes, el recorrido histórico de esta literatura nos pasea por obras como Jacques el fatalista, escrita por Diderot en el siglo XVIII, y se extiende hasta nuestros días en joyas del divertimento, como Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas.

Hay, no obstante, un aspecto recurrente en esta novelística que suele dividir las opiniones, que le crea incondicionales adeptos y detractores furibundos. Se trata del tipo de acción que incorpora. No se relatan en dichas obras sucesos extraordinarios, como los que cuenta un García Márquez o un Faulkner, por ejemplo, ni se construyen personajes de psicologías extremas, como los de un Stendhal o un Dostoievski. Para decirlo de una forma puntual, éstas son novelas de trama tenue; o, a manera de consigna: la historia no es en ellas lo más importante. Así puede constatarse en el gran hito de esta vertiente narrativa, Vida y opiniones del caballero Tristan Shandy, obra maestra publicada por Lawrence Sterne en 1767.

Tampoco vayás a creer que estamos ante novelas aburridoras. Dado que no es la trama el fundamento de su composición —si acaso se nota, cumple una función de mero pretexto—, estas obras incorporan otros recursos para cautivar a los lectores. Aparecen en ellas opiniones, comentarios, reflexiones ingeniosas; pero, sobre todo, sus autores apelan al humor: a la irreverencia, a la sátira, a la parodia.

En el caso de Proyecto piel, se nos cuenta sobre un matrimonio, Manuel y Lina, que tiene un hijo autista: Francisco. Para derribar el muro de su incomunicación, el padre idea un proyecto de estimulación radical, un Museo de los Sentidos. Involucra en esta empresa a su amigo Óscar y consigue un socio financiero: el oscuro G. El desarrollo de esta iniciativa nos permite asistir a discusiones apasionantes —sobre ciencia, tecnología, arte, humanidades— y a revelaciones sorprendentes sobre el modo en que funciona nuestro aparato perceptivo. Todo esto adobado con los enredos eróticos que se arman en torno a Lina, “una mujer así, bella, pervertida y conversable”.

Una pregunta me ronda al cabo de esta lectura, y está relacionada con el humor. Bien es sabido que detrás de toda burla hay algo que se quiere derruir; o, dicho de otro modo, toda parodia entraña un desquite festivo. Dos ejemplos: Cervantes se propuso asestarle un golpe satírico a las novelas de caballería; Diderot, arremeter jocosamente contra la idea de Dios. ¿Cuál es el blanco contra el cual dispara Julio César Londoño? Tal vez la clave esté en el discurso final de Lina: “A mí tampoco me simpatizan mucho los intelectuales, me parecen gente reseca. Jarta”. Y es cierto que cada página de Proyecto piel ridiculiza aquella actitud de gravedad y circunspección con que usualmente se acompaña al conocimiento. Sí, los parlamentos de sus personajes son exquisitas cátedras que corren simultáneas al recreo, a la carcajada.