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Bendito el que viene

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Estaba yo recostado a un auto, junto a una plaza, y había una pareja un poco más allá. Se besaban y yo sentía envidia porque la mujer era muy bella, una de esas mujeres bellas que uno nunca puede besar. El hombre se percató de mi presencia y, dejando de besar a la mujer, vino hasta mí.

—¿Sabe? El reino de los cielos se ha acercado —dijo. Y sacó de un maletín dos revistas que me quiso vender, muy baratas.

—No tengo dinero —contesté.

—OK, se las dejo más baratas.

—No tengo dinero.

—¿Cuánto me puede dar por ellas?

—No tengo dinero.

—Entonces se las regalo, que la palabra de Dios no se cobra. ¡Pero léalas de una vez!

Me dejó las revistas y se fue con la mujer, parándose a cada tanto para besarla y mirarme luego. Me puse a leer las revistas sin saber qué pensar sobre ellas. El estilo era aburrido, se hablaba de demasiadas matanzas y, peor, no se hacía de las matanzas una descripción decente, por lo que uno debía concluir que quien narraba no había estado ahí y tal vez había tenido noticia de los hechos a través de un relato tergiversado y torpe de dos hombres que conversaban sobre el tema en un baño público.

Vi entonces a unas seis o siete mujeres que se acercaban a mí con otras revistas religiosas, de la misma secta o de otra muy parecida, a juzgar por las ilustraciones.

Intenté pensar rápido, idear una salida sorprendente que me librara de esa potencialmente molesta compañía y que pudiese contar luego a los amigos para de algún modo auxiliar mi autoestima. Nada se me ocurrió, así que cuando las mujeres estuvieron junto a mí, miré con desesperación la revista que tenía en las manos y no respondí a sus palabras. “¿Será sordo?”, se preguntaron e hicieron señas para llamar mi atención. Yo seguía igual. Escribieron con tiza en el suelo y me hicieron señas para que leyera. No me moví. Entonces, otra vez con tiza, dibujaron algo como:

No entendí y mi cara debió mostrarlo con claridad, porque las vi irse, contentas y hablando de condenación. Entonces reparé en la curiosa situación en que me encontraba: sectas religiosas y religiones establecidas recorrían todos los caminos de la tierra en pos de adeptos, pues aunque habían fallado en las predicciones del fin de los tiempos y de Apocalipsis de las más diversas índoles, aún tenían promesas de mundos ultraterrenos y de ejemplar castigo a quien desoyese sus prédicas y, por ende, obrase mal. ¿Qué podía yo hacer? Iban y venían a mi alrededor. ¿Por qué estaba yo tan lejos de casa? Condenada idea de ir a recostarse a un auto. Me cubrí la cara con las manos y doblé el cuerpo (así imaginaba yo que me verían menos). Por entre los dedos vi a dos hombres con camisa blanca y corbata, uno moreno y otro rubio. Aguanté la respiración y pasaron de largo.

Mi postura era incómoda, por lo que estaba obligado, de nuevo, a pensar rápido. No obtuve mejor resultado ahora. Me comenzó el dolor de siempre en la zona lumbar. Calle arriba venía un grupo numeroso. Mi nerviosismo, creo, hacía aumentar el dolor. Pensé, como casi todos en situación desesperada, en rezar, pero hacerlo en ese momento no tenía sentido porque, al final de cuentas, ¿no estaba yo huyendo de Dios o, al menos, de sus enviados? Claro, no sabía en realidad de cuál Dios huía, pues aunque sólo hay uno parece que también son varios, como ocurre con la Virgen. Nunca están de acuerdo y las diferencias irreconciliables entre ellos a veces se basan en detalles mínimos. Por tanto, mejor era estarse tranquilo, pensé, porque meditando la cuestión, puede ser que se equivoque uno de Dios y luego lo pongan de ejemplo como hizo Elías con los cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Baal en el monte Carmelo. Esa historia es interesante.

El rey Ajab llamó al Profeta peste de Israel o cosa peor que no se consignó en la escritura por obra de los censores de la época o posteriores. Elías, sabedor de que el rey adoraba al dios Baal, que tenía sacerdotes en el número que ya dije y que bien caros debían serle y costarle, lanzó un reto o especie de prueba entre sacerdotes y entre dioses, haciendo énfasis en lo desigual de la pugna, siendo él uno solo y ellos tantos. La competencia consistía en invocar al dios correspondiente para que hiciere descender fuego sobre un altar de sacrificio (un novillo a despedazar y leña para cada competidor componían tal altar). Los sacerdotes de Baal se extenuaron, entraron en trance, laceraron sus cuerpos según su costumbre, pero no lograron el portento. Fe no era lo que les faltaba, eso creo, ni mansedumbre porque la Biblia, a pesar de su evidente postura a favor del profeta de Israel, no dice que hayan respondido nada a las burlas que les hacía Elías, quien les recomendaba hacer mayor ruido para ser oídos por un Baal presuntamente dormido u ocupado en otros asuntos. Elías, procediendo sobre seguro, incluso hizo mojar repetidamente leña y novillo en trozos antes de demandar y obtener de Yahvé un fuego que lo consumió todo. Los sacerdotes fueron degollados por su incapacidad o la de Baal. Mala comunicación, tal vez.

El grupo numeroso se detuvo frente a mí. Dos hombres, con gran seguridad, se despidieron de los demás. Caminaron un poco a derecha e izquierda, como para examinarme bien, miraron al cielo y, de repente, provocando mi sobresalto, se lanzaron al suelo y se retorcieron como en convulsión. ¿Epilepsia? No estaba seguro, pero era muy extraño que los aquejase a los dos a la vez. Me di cuenta de que era una exhibición de corte pentecostal, muy eficaz para atraer nuevos adeptos a la fe o para ahuyentarlos definitivamente, porque esta gente no era de medias tintas.

Uno de los tipos me miraba con un ojo reseco y luego se golpeaba contra la calzada, creo que teniendo cuidado de no causarse mucho daño. Me miraba y se golpeaba. Si era hipnotismo, no funcionaba porque el dolor lumbar me mantenía más o menos alerta.

El tipo del ojo seco continuaba con su rutina. Me empezó a temblar una pierna y del empezar vino el proseguir y el aumentar. Temí caer en cualquier momento porque el estremecimiento se concentró en la rodilla (es que la mirada del tipo tenía un no se qué de escena de película de terror de aquellas en las que uno sabe lo que va a pasar en el sótano cuando baje el tonto que ni idea tiene de que lo espera un maníaco, demonio, profesor, mendigo, tipo miserable, etcétera con un hacha, sierra o lo que sea que corte y cause gran hemorragia y mucho dolor, es decir, cuando uno sabe lo que va a ocurrir y sin embargo da un brinco cuando sucede). De igual manera estaba claro para mí que el tipo ejecutaba su actuación para impresionarme, sin que estuviese para mí muy claro el porqué y, sin embargo, mi calma ya sólo era un recuerdo, el temblor de la rodilla se hacía insoportable y hasta visible en exceso, por lo que tuve que agarrarla con una mano para intentar apaciguar el movimiento que ya se extendía a la cadera mientras, con la otra mano, intentaba ocupar el sitio de las dos juntas en la cara de manera tan poco satisfactoria que sólo logré llamar decisivamente la atención del joven moreno y el joven rubio que no habían pasado tan de largo. Entendiendo que yo podría comprender su mensaje y que, tal vez, tendría cierta predisposición para hacerlo, llegaron abriendo un libro.

Al ver esto, los hombres que convulsionaban se pusieron de pie, sobando alguna parte del cuerpo y explicando, por señas, al rubio y al moreno que deberían irse. Éstos no hicieron caso alguno y entonces el del ojo seco se adelantó y abriendo mucho los dedos, golpeó con la palma izquierda el pecho del joven moreno, por lo que lo califiqué, de inmediato y mentalmente, de racista. El joven rubio hizo gestos al moreno que me permitieron entender que él habría de protegerlo y de seguido comenzó a manotear frente a la cara del otro de los hombres convulsivos y a increparle con extrañas palabras. Este último miró nervioso al del ojo seco como requiriendo apoyo o alguna idea sobre qué hacer. Ojo seco dudó unos instantes, pocos si no se es demasiado exigente a la hora de actuar con premura y se acercó, extendiendo ambas manos con las palmas hacia arriba. El rubio lo observó unos instantes y se quedó quieto. El segundo de los hombres convulsivos, quién sabe si respondiendo a una señal de su compañero, políticas de la organización o a pura y maravillosa iluminación, se abalanzó sobre el moreno, agarrando, con una mano, parte del cuello y de la oreja mientras, con la otra, halaba dos o tres veces y por largos segundos un espeso mechón de cabello.

Tal era el estado de las cosas cuando sentí una mano sobre mi hombro y una voz que decía ven conmigo. Miré y vi a un hombre, a su cabeza calva y a su rostro sonriente. Ahora digo que sentí confianza. No estoy seguro, sólo respondí “Voy” y nos apartamos de aquel sitio.

—Es un problema esto, hoy por hoy —dije por decir.

—Sí —contestó él mientras caminaba mirando al frente, por encima de las cabezas de las personas.

—Una vez leí —continué— que en un pueblo había un muchacho que desde muy pequeño hacía rimas con todo y sobre todo. Que llegaba alguien al pueblo: él hacía una rima. Que se iba alguien del pueblo: hacía otra rima, distinta. Era motivo de orgullo para casi todos. Ah, era un pueblo frente al mar, se comía mucho pescado frito. Un día el muchacho estaba comiendo pescado frito en la playa, no sé a qué hora y vino el mar y se lo tragó. Desde aquel día a todo el que llega de visita le dicen que el mar se comió a un premio Nobel. Me da rabia, no joda, cómo si no existieran más premios.

—OK —dijo.

—La historia no era exactamente así. En realidad oí un trozo por radio y le pegué un poco de aquí y de allá. Siempre he querido escribir historias. A veces lo he intentado, pero creo que me puede la pereza. Es decir, claro que he escrito relatos. Y una vez me dijeron que debo inventar más. Yo era literal, quería contar las cosas tal como pasaban. Durante un tiempo seguí haciéndolo. Después todos dejaron de aconsejarme y cambié. Ahora, como ya dije, agarro un poco de aquí y un poco de allá y escribo, pero aún no me parece del todo satisfactorio.

—¡Ah, te gusta escribir!

—Sí. Bueno, me gustaría escribir, pero escribir bien. Una cosa que le guste a la gente. Lo que ocurre es que la gente a veces es muy idiota y yo no pienso dedicar mi tiempo a complacer a los idiotas.

—No seas tan duro con la gente.

—Bueno, tampoco es que odie a la gente. ¿Por qué llevas prisa?

—No es prisa, es consideración por la gente. La gente que me espera. Pero cuéntame de tus ganas de escribir.

—Ah, eso fue desde niño. Pero he perdido demasiado tiempo. Pasó así: yo de niño empecé a leer con unos libros que me compró mamá. Puras adaptaciones: Tom Sawyer, Moby Dick, La llamada de la selva, cosas así, claro, adaptadas y suavizadas, como para niño. Empecé de una vez a escribir. Hacía cosas muy largas, uff, llenaba cuadernos. Bueno, no los llenaba, porque no tenía plata para comprar cuadernos nuevos. Lo que hacía era escribir con la letra más pequeña en la escuela, para que al final del curso me quedase espacio en el cuaderno. Lo que me quedó fue una letra demasiado pequeña, que luego en secundaria hizo que me llamaran marico. Me tuve que dar golpes con unos tipos así de altos. Yo soy malo para pelear. No he vuelto a hacerlo. Pero no fueron días tan malos.

—Ajá, ¿cómo te llamas? ¿Qué tal te quedaron las historias que escribías en esos cuadernos?

—Jesús, así me llamo. Yo pensaba que me quedaban finas y tal. Pero era muy tímido y no se las mostraba a nadie. Un día intenté con un profesor. Era un tipo flaco de bigote que nos decía que no viéramos telenovelas. Que leyéramos. Yo veía telenovelas y leía. Bueno, el asunto es que le di mi cuaderno. Me dijo que estaba bonito, a los días, claro. Eso me puso contento. Pero después eso me sonó a nada. No creo que lo haya planteado yo así entonces, pero me sonó a nada.

—Y entonces, fuiste de nuevo a hablar con él.

—Sí. Primero me volvió a decir que estaba bonito y que siguiera adelante. Luego le pregunté que qué era lo que le había parecido bueno. “Es Robinson Crusoe”, contestó. “¿Cómo?”. “Claro, Robinson, pero en Paraguaná”. Yo pensaba que nadie se iba a dar cuenta, no te vayas a reír.

—¡Cómo se te ocurre! Pues te digo, es bueno que escribas. Siempre hay que alabar las cosas bellas de la vida, hablar de lo que vale la pena, dar gracias por todo lo que se tiene, tanto material como espiritual.

Este tipo también me iba a salir con cosas de Dios, eso quedaba claro. Ahora bien, el tipo sabía escuchar, así que decidí seguir junto a él un rato más. Al parecer ya casi llegábamos al sitio donde le esperaban. Se trataba del estacionamiento de la sede regional de un gremio profesional. Estaba separado de la calle por paredes altas y delgadas, como a punto de caer, coronadas por fragmentos de botellas rotas, para espantar a ladrones e indigentes de sus ingresos nocturnos. Dentro había, en grupos pequeños, unas cincuenta personas. Junto a la entrada estaba un quiosco de venta de refrescos. Al final, una tarima sobre la cual algunas personas, hombres y mujeres no menores de cuarenta años, sudaban sentados al sol, vestidos con elegantes ropas.

—¿Cómo te llamas? —quise saber.

—Me puedes llamar Ramón —apuntó y me dejó, para subir a la tarima, desde donde le hacían inútiles señas para que subiera. ¿No había venido a ello? Me molestan los gestos inútiles.

Fui hasta el quiosco de bebidas y pregunté por una cerveza.

—No hay —informó el muchacho que atendía.

—¿Esto a qué hora empieza?

—Creo que en un rato. Hoy ha venido poca gente, pero no creo que esperen mucho.

—¿Es que viene más gente, por lo común?

—Acá no sé, creo que es la primera vez. Pero en otras partes da gusto ir.

—Ajá.

“EL REINO DE LOS CIELOS SE HA ACERCADO Y TODO ESO”, sonaron parlantes a mi espalda. Ramón estaba de pie y desde lo alto arengaba con un micrófono en la mano.

—Generación de víboras, se ha dicho —decía—. Y se ha dicho más. Mucho más, pero no se ha escrito todo. ¿Cuándo íbamos a leer todo eso, si no leemos ni lo que tenemos al frente? Generación... basta... ni hay que hablar más. Un poco, sólo un poco de fe se nos ha pedido. Tal vez ustedes no hayan visto un grano de mostaza ni conozcan una higuera. Tal vez no. ¿Y qué con eso? Con eso no se gana el cielo. Caridad, eso sí. Pero fe también y un poco de paz, de calma, de sobriedad. No es tanto pedir. No es tanto. Digan: no es tanto, digan.

La gente dijo eso y más, pues Ramón les hacía repetir muchas cosas. Así fue por un rato hasta que él aseguró que también había que hacer obras. Muchos sonrieron. Todos se acercaron a él, formando un grupo compacto. Yo quedé entre los últimos.

Un hombre gritó: “No tengo empleo”. Ramón le pidió que subiera. El hombre era pequeño con el cabello negro y crespo. Aseguró haber sufrido mucho en la vida. Ramón le pidió que se uniera a ellos, que les acompañara en su ministerio y el hombre se mostró muy contento de hacerlo.

—Yo no puedo ni llegar a mi casa —explicó otro— porque unos malandros me esperan. Me la tienen jurada. Yo sé que me van a matar. Y no tengo la culpa, porque uno de vez en cuando debe hacer lo que debe hacer. Uno es prójimo, ¿no?

También este hombre pasó a formar parte de la comitiva de Ramón. Una mujer recibió una carta, manuscrita, de recomendación para un crédito en un banco. “Con eso debería bastar”, opinó la mujer. Un joven que no lograba entrar a la Universidad se convenció de que su futuro estaba en el comercio e incluso recibió, al oído y con una sonrisa cómplice, algunos datos para inversiones fáciles y de gran rendimiento.

De pronto se oyeron grandes gemidos. Un grupo de unas veinte personas vestidas de luto que lloraban y traían un féretro. “Mi padre, mi padre”, gritaba una muchacha que me pareció bonita. “¡Ay, ay, ay, será nunca más verlo, más oírlo, más saber de él o conversar!”, se quejaban otros. La gente se apartó, no demasiado, no tanto como para no enterarse. El féretro pronto estuvo a los pies de Ramón, quien sonreía.

—Se murió —le informó una señora mayor—, era el hijo mío y el papá de aquella.

—¿Cuándo fue? —preguntó Ramón.

—Pues ayer. Se hizo lo que se pudo, digo, para buscar la plata que costaba la operación, pero igual se murió. Los médicos no sé qué tanto habrán hecho, pero nosotros sí hicimos todo lo que se pudo.

—Mire, señora, yo sé que deben tener muchas deudas, ¿no es cierto?

—Sí, claro, y desde hace mucho tiempo.

Ramón sacó una chequera y un bolígrafo. “Es que se dice que usted hace milagros”, señaló la muchacha bonita, “y yo lo quería mucho”. Entonces Ramón miró dos o tres veces al cielo y con ambas manos señaló la urna. Luego dobló sus rodillas y, con lentitud, fue pasando repetidamente las yemas de los dedos sobre la tapa. Esto duró mucho rato: dos o tres de los dolientes se fueron del lugar, visiblemente molestos. Ramón se puso de pie y me miró. De repente, la urna se abrió.

—Parece que me hubieran dado una paliza —dijo un hombre de bigotes y pelos ya canos levantándose con dificultad. Entonces supe que era posible, de verdad posible, que yo fuese un escritor y de los buenos. Incluso podría ganar mucha plata; yo también tenía derecho a los milagros, después de todo. Intenté avanzar hacia donde estaba Ramón, pero codos y maldiciones me lo impidieron: todos querían llegar a su lado. La cosa pronto generó en violencia y yo me aparté. Las personas con ropas elegantes golpearon a los asistentes con bastones y bates extrañamente oportunos.

—¿Dónde estará Ramón? —pregunté al del quiosco de bebidas.

—Ya se fue.

—¿Para dónde? ¿Cuándo?

—Se habrá ido a otro sitio. En esta ciudad la gente es muy grosera; en otros sitios sí da gusto ver cómo dan las gracias y hacen filas.

—¿Cómo hago para verlo de nuevo?

—No sé. Venga mañana a ver.

Volví al día siguiente, pero Ramón no vino. Ni los días que le siguieron a ese. Ni hasta hoy le he vuelto a ver, allí o en otro sitio. Pero no abandono su búsqueda, no, porque las ganas de contar son muy grandes y las historias, incluso ellas, ya están empezando a llegar a mi cabeza. Y a nadie le va a gustar leerlas mal escritas. ¿Verdad?