Sala de ensayo
Carlos MonsiváisEntre el ensayo y la crónica: los aires de familia de Carlos Monsiváis

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Y lo cierto es lo afirmado algún día por Juan Rulfo: a los escritores les toca afirmar el realismo o la irrealidad; lo mágico es la existencia de lectores.1

Carlos Monsiváis

El ensayista (...) es un campeón del pensamiento aproximativo. No le interesa la verdad sino esa peculiar aproximación a la verdad que se llama lo verosímil. En esto el ensayista es un novelista de los conceptos. Así como interesa al narrador mantener la verosimilitud de su relato, así el primer deber del ensayista es el de darle visos de credibilidad a sus tanteos en el campo del pensamiento. Como la necesidad no es lo suyo —el ensayo se convertiría ipso facto en tratado, monografía o disertación—, el ensayista ha de manejarse en el campo de lo probable.2

Evodio Escalante

1. De la ubicuidad, la obsesión por lo cronicable y los orígenes

El nombre de Carlos Monsiváis es, desde hace mucho tiempo, sinónimo de ubicuidad y humor autocontenido. Su omnipresencia, real o virtual, en cuanta actividad cultural, suceso políticoo presentación de libro lo amerite, atestigua su avidez, no sólo por estar al día, sino por calibrar los hechos para considerar su posible inclusión en una crónica o en una columna desperdigada en el periódico o revista más impredecible. Dar cuenta de la trascendencia de lo cotidiano, para decirlo con un cliché más o menos aceptable, es su obsesión. Por lo tanto, lo cronicable no necesita ser un producto cultural de gran alcurnia, basta con que exista como objeto de interés público, y no importará si se trata de un concierto de Luis Miguel o Gloria Trevi, de una exposición de fotografías de luchadores, o del más reciente libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.

Sobre su carácter de escritor proteico se han publicado muchas páginas. Definido por Sergio Pitol, compañero de generación suyo, Monsiváis es un hombre llamado legión:

A su modo, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre. Si a usted le surge una duda sobre un texto bíblico no tiene más que llamarlo; se la aclarará de inmediato; lo mismo que si necesita un dato sobre alguna película filmada en 1924, 1935 o el año que se le antoje; quiere saber el nombre del regente de la ciudad de México o el del gobernador de Sonora en 1954, o las circunstancias en que Diego Rivera pintó un mural en San Ildefonso en 1931, y que José Clemente Orozco calificó de “nalgatorio”, o la fidelidad de un verso que le esté bailando en la memoria (...) de cualquier gran poeta de nuestra lengua, y la respuesta surgirá de inmediato: no sólo el verso sino la estrofa en la que está engarzado. Es Mr. Memory.3

Otro autor más joven, Adolfo Castañón, lo ve como una ciudad,y también se esfuerza ampliamente por definirlo, en los siguientes términos:

Es un Marco Polo de la miseria y de la opulencia, un agente viajero de la crítica que vive atravesando las fronteras sociales, desde los bajos fondos hasta la izquierda exquisita pasando por las masas y las estrellas, las figuras legendarias y las tragedias, las máscaras y las fiestas. Va en busca del presente perdido en la basura de los periódicos. Es un paseante y un pasajero del tren de la vida que asoma la cabeza para asistir al paisaje cambiante del status.4

Y por supuesto que no faltan perfiles más polémicos y sumarios, aunque no por ello menos conscientes de la importancia del autor en cuestión, como éste de Evodio Escalante: “Monsiváis emerge a la escena literaria como un polígrafo inclasificable no sólo por la enorme variedad de sus temas y sus registros, de sus intereses y propuestas, en los que cabe todo México, sino por el carácter limítrofe y hasta camaleónico de sus textos”.5 La mención de la palabra polígrafo no es gratuita. Al lado de José Emilio Pacheco, Monsiváis ha sido visto como heredero de la tradición de Alfonso Reyes, aunque también se acepta que ambos han ido más lejos que el ensayista regiomontano. Su vastedad de intereses es inagotable y tal vez por ello busque estar presente en cuanta oportunidad le surge de encontrar material de trabajo.

La aparición del tomo V del Diccionario de escritores mexicanos de la Unam ha venido a constatar nuevamente hasta dónde llegan su voracidad y productividad: su ficha es la más extensa, pero seguramente han quedado sin registrar muchos textos que seguirán dispersos todavía, hasta que alguien emprenda la oceánica tarea de ordenarlos y recopilarlos. Simplemente la catalogación temática plantearía ya un problema difícil de resolver, dado que la mera enunciación de los títulos no sería de ninguna manera una clave para afrontar tal tarea. Esto se explicaría, en parte, por la confluencia y la simultaneidad de ideas y observaciones que maneja en cada artículo, prólogo, ensayo, columna o crónica.

Desde su muy temprana autobiografía, Monsiváis mostraba ya los síntomas de la elefantiasis literaria que acabaría por dominarlo. Ojalá sirva de ejemplo la siguiente cita, en la que da testimonio de sus nuevas lecturas en la época en que ingresó a la universidad:

Gracias a Sergio Pitol me exilié de las lecturas a que Vicente Magdaleno —el único maestro que había conocido— me llevó. Borges, Alfonso Reyes, Faulkner, Dos Passos, Scott Fitzgerald, Nicholas Blake, Thomas Mann, Gide, Hemingway, Nathaniel West, E.M. Forster, sustituyeron de golpe a Hesse, Ehrenburg, los bienaventurados escritores españoles y demás ídolos de mi primera adolescencia. En la literatura norteamericana hallé la viva conciencia de un país en pleno movimiento, mucho más allá de su tiempo. Veía en Norteamérica el lugar donde la literatura transforma al país y donde el país se hacía visible, intenso en la novela. La generación perdida me sacudía y los comprometidos (Caldwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Robert Penn Warren) me absorbían. Por la literatura inglesa y a través de mi regocijada lectura de Cuerpos viles y Decadencia y caída, las novelas de Waugh, descubrí la sátira, los límites del chiste y el humor de Jardiel Poncela. De pronto, Waugh me reveló, al burlarse de las pretensiones sociales de la Inglaterra de los veintes, la falibilidad absoluta de un neo porfirismo que entonces iniciaba su marcha triunfal.6

Como se ve, su eclecticismo como lector le permitió arribar, en el momento de tomar la pluma, a un estilo en cuya formación influyó de manera determinante la obra de Salvador Novo. Él mismo se refiere a ello cuando afirma:

Mis primeras incitaciones al plagio se llamaron Alfonso Reyes y Salvador Novo (...). Por Novo entiendo que el español no es nada más el idioma que los académicos han registrado a su nombre, sino algo vivo, útil, que me pertenece. Por Novo aprendí que el sentido del humor no difamaba la esencia nacional ni mortificaba excesivamente a la Rotonda de los Hombres Ilustres; en Novo he estudiado la ironía y la sátira y la sabiduría literaria y si no he aprendido nada, don’t blame him”.7

Si a todo eso le agregamos la influencia de la Biblia en su vida y obra, debida a su formación protestante, se descubrirá un sustrato profundo que, muchas veces, no se toma muy en serio a la hora de plantearse el problema de su escritura. Sobre este aspecto, y casi de manera colateral, Emmanuel Carballo, su editor, además de referirse a él —¡ya desde entonces!—, como un ser “ubicuo ya que está en todas partes y en ninguna”, agregaba que era un “lector que lo mismo transita por los dominios de la economía, la sociología y la política que por los caminos sinuosos de la literatura, las revistas (...), los comics y las hojas subversivas de difusión minoritaria (...), sectario en cuestiones de comida y como buen hijo de familia protestante enemigo del alcohol y los inevitables placeres adyacentes”. José Emilio Pacheco también ha hablado acerca de la forma en que Monsiváis compartía sus lecturas bíblicas a quienes, como Pacheco, habían estado alejados de dicha influencia.8

Hace falta, a estas alturas, un buen estudio que dilucide los inmensos y profundísimos vasos comunicantes que existen entre la literatura bíblica y la obra de Monsiváis, porque las escasas observaciones en ese sentido sólo han tocado de manera tangencial el asunto. Castañón, muy justamente, se expresa al respecto de la siguiente manera:

La predestinación aflora también en otro de los recursos preferidos del cronista: la cita, la parodia o la paráfrasis bíblica, la referencia inevitable al Antiguo Testamento, el periodismo como evangelización dan a la descripción monsivaítica la fijeza de una comprobación. En la consistencia religiosa de este nacionalismo, los tiempos perfectos de las citas bíblicas contrastan con el presente, con el obsesivo indicativo de lo efímero, encerrándolo en un marco de leyenda falaz y de saga instantánea, prefabricada por la voz que, desde la radio, agita las páginas.9

Y es que, efectivamente, el lenguaje bíblico aflora, aquí y allá, como una enredadera textual que no deja escapar al autor Monsiváis sin dar fe de su confianza en la fuerza de la impronta de las Sagradas Escrituras, en el impacto de las palabras que, incluidas como ensalmo beatificante de lo profano, dotarán al nuevo texto de un impacto profético. El propio Monsiváis, al ser interrogado sobre la influencia de la Biblia en su obra, respondió: “¿Aporte a mi escritura? Supongo que muchísimo. (Quisiera creerlo.) La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben”.10

Otro aspecto destacable es la inexistencia de límites, en sus ensayos, entre cultura culta y popular, un asunto del que se ha ocupado varias veces.11 De ahí su avidez por todo lo que se mueva, sea cine, música, novela, poesía, etcétera. José Miguel Oviedo resume muy bien la actitud de Monsiváis con respecto a la cultura popular y a la forma en que ésta aparece en su obra:

Perteneciente a una generación que maduró con Tlatelolco y todo el espíritu de revuelta y negación de la época, Monsiváis es un crítico pertinaz de la cultura “oficial” y de las invenciones que niegan el dinamismo de la vida real mexicana. Más que a los libros e instituciones culturales del establishment, el autor debe su cultura a los mensajes y símbolos del cine comercial, la radio y la televisión, el lenguaje de la calle y las mitologías instantáneas de la juventud (...). Con una prosa sarcástica, llena de color y dinamismo, Monsiváis muestra algo importante: cómo el México profundo ha evolucionado por su cuenta, al margen de las previsiones del Estado y la retórica del gobierno.12

Semejante amplitud de gustos e intereses propicia una dispersión mayor, que algunos ven como una actitud veleidosa y poco concentrada. Sin embargo, y a despecho de tales críticas, con el paso de los años, el estilo Monsiváis se ha impuesto de manera irrefutable como una especie de escritura ritual, identificable según el medio impreso donde aparezcan publicados. Así, en La Jornada y Proceso podemos encontrar al Monsiváis más directamente interesado en tomar el pulso de la vida nacional, aunque sin excluir la revisión de asuntos literarios; en El Universal, y casi en el mismo tenor, se dan cita columnas políticas de aliento más amplio, puesto que calibran los sucesos con mayor perspectiva; en Nexos, aun cuando sus colaboraciones son ya menos frecuentes, se publica(ba)n textos disímbolos sobre materias de más amplio registro; en revistas como Viceversa u otras más nuevas, pueden aparecer revisiones o actualizaciones de temas tratados previamente. En fin, que desde los tiempos de “La Cultura en México”, de la revista Siempre!, Monsiváis no ha querido quedarse rezagado en la autocomplacencia de quien ya domina una actualidad y puede estar en riesgo de perderse en la simultaneidad de sucesos que demandan análisis puntuales por su importancia.

Mención aparte merecen sus eventuales aportaciones a la lucha por la tolerancia sexual y religiosa, trincheras que no ha abandonado a pesar de la falta de atención, sobre todo en el caso de la segunda, y que hacen que, en ocasiones, sus lectores habituales no interpreten adecuadamente.

 

2. Crónica o ensayo: he ahí el dilema

El secretario tuvo desde ese día un objetivo: crear una herejía formidable que nadie lograse distinguir o sospechar. Durante años, copió a la luz de la vela códigos y manuscritos, discurrió y anotó, se preparó hasta la incandescencia. Tuvo suerte, su obsesión heresiarca fue tomada por devoción y recibió la encomienda del nuevo Catecismo para las masas que firmaría el Pontífice y que desplazaría a todos los anteriores. Lo preparó con diligencia, sufrió la espera, leyó complacido el nihil obstat, cuidó las pruebas de imprenta. Y el juicio fue unánime: su Catecismo era el mejor de todos los tiempos.13

Aun cuando parecería demasiado irrelevante la mera definición genérica de los textos de Monsiváis, podría buscarse una relación entre la hibridez del objeto de estudio privilegiado por él y su escritura, la cual podría catalogarse precisamente como escritura híbrida. Esta característica ha ido complicándose con el tiempo y guarda relación con la clara diferencia que Monsiváis manifiesta a la hora de recopilar sus textos: la inmensa mayoría de ellos, que se encuentran dispersos, no han conseguido incorporarse al canon de los libros tal vez porque no logran tensar la relación crónica-ensayo, lo que sí sucede con los que se han publicado en libros (a excepción, tal vez, de los que aparecen en su Nuevo catecismo para indios remisos, los cuales, navegando entre la fábula y el cuento a cuentagotas, plantean otras dificultades formales).

Evodio Escalante alude al problema del género de los escritos de Monsiváis cuando dice, un tanto tendenciosamente:

La pregunta acerca del estatuto genérico de sus textos, que no sé si ha sido formulada, mucho menos ha sido resuelta, y no creo que sesudos abordajes académicos puedan aportar claridad al respecto. ¿Cómo podríamos clasificar los textos que escribe Carlos Monsiváis? ¿Son crónicas en estricto sentido? Y si no son crónicas, ¿son ensayos? ¿Son una mezcla de ambas cosas? ¿Se trata en realidad de textos híbridos que comparten características de ambos géneros sin decidirse por ninguno? ¿O es Carlos Monsiváis el inventor de un nuevo género discursivo para el cual todavía no alcanzamos el nombre?14

La perplejidad de que da cuenta este crítico a la hora de intentar resolver la confusión de géneros y la variedad de registros de la escritura de Monsiváis es la actitud más frecuente que se ha asumido frente a los textos en cuestión. Sobre todo si se considera que nos hemos acostumbrado a vivir con ellos. Sí, porque no hay semana que no comience con la pregunta sobre la columna dominical de El Universal, sobre los políticos, empresarios o jerarcas eclesiásticos exhibidos en “Por mi madre, bohemios”, o sobre qué libro presentará. Esta presencia constante de los textos de Monsiváis ha reducido el interés por definir su género, dado que su actualidad y feroz fugacidad los hacen elusivos. Lo que nadie duda es la manera en que, al combinar los géneros mencionados, Monsiváis da en el blanco de la sátira.

Por cierto, una de las semidefiniciones de ensayo que aventura Escalante en otro lugar, le vienen como anillo al dedo a las crónicas-ensayos de Monsiváis:

El ensayo, me gustaría decirlo, es el concepto más un punto de vista, y este punto de vista es el que rompe con los esquemas. Tanto el discurso del amor como el discurso de la plebe, tanto el discurso dogmático de la academia como el de la multitud sin rostro y sin nombre, los dos cerrados por el espíritu del sistema o por la fuerza de la costumbre, serán contestados o refractados por la enunciación del ensayista, por el discurso abierto y libremente asumido de un yo que desafía lo mismo la autoridad de la ley que la ley de la autoridad.15

En esta afirmación de la peculiaridad del ensayo se deja ver el cruce de caminos que se da entre los discursos culto y popular, al grado de que el ensayista se sitúa casi a medio camino entre ambos, y alguien tan atento a ambos como Monsiváis, reproduce fielmente la dialéctica que se da entre ellos, siendo como un puente que permite recorrerlos y moverse en ellos sin ningún rubor. Es por ello que la prosa monsivaítica cumple muy bien con otra observación apasionada de Escalante: la de ver al ensayo no como un género, sino como un acontecimiento.16 Y vaya que si esta escritura lo es, por su carga herética, disonante, contestataria y aleatoria, en suma, impredecible e imprescindible.

Acaso el talante moral, señalado muchas veces mordazmente por algunos comentaristas, dota a su escritura de un tono que le permite superar el peligro de la frivolidad exterior que anuncia el uso reiterado de la ironía y su confesada lucha contra el lugar común. Además, su izquierdismo nunca negado es quizá lo que consigue que esta combinación de moralismo e ironía tenga el efecto demoledor que frecuentemente se le atribuye. Estar del lado de las causas mayoritarias le proporciona a estos escritos la legitimidad que no da ningún status genérico literario. Por ello, quienes le han otorgado a Monsiváis el epíteto de humorista lo hacen con el fin de descalificar el contenido edificante de sus textos. Elena Poniatowska, su gran amiga, ha apuntado en esa dirección en algunas entrevistas, y Enrique Serna lo ha colocado en el armario de los autores que han hecho de la bandera progresista una forma de vida. Lo curioso es que los dos tienen razón, porque sin descalificarlo literariamente, menos la primera que el segundo, aceptan la validez de su escritura, aunque Serna señale los sesgos moralizantes de Monsiváis de manera negativa.17

Escalante, de nuevo, es quien traza la relación tono moral-ironía, trayendo a cuento el problema genérico de manera muy sugerente:

Carlos Monsiváis se impone como el más consumado de los ironistas. Rescato el sentido originario del término: el ironista es un disimulador profesional. Su trabajo consiste en disfrazarse y aparecer como otra cosa de lo que es. Esto se traduce en la evidente dificultad genérica de que se habló antes: Monsiváis es un ensayista que se trasviste de cronista polimórfico, y al revés, un cronista polimórfico que se disfraza de ensayista (...). Lo anterior es válido no sólo en términos del problema del género, sino incluso en cuanto a la tesitura de la voz. Esta voz no sólo describe, agrupa, discierne, conceptualiza, también establece inevitables juicios de valor. ¿Pero cuáles son éstos? ¿Hay de verdad juicios de valor? Y en caso de haberlos, ¿cuáles son éstos?18

La crónica y el ensayo, como géneros intercambiables en los que Monsiváis se mueve tan ágilmente, son los vehículos para descargar innegables juicios de valor que inevitablemente le granjean a su autor la animadversión expresada, las más de las veces, mediante el silencio que otorga la razón. Octavio Paz, en las ocasiones en que aceptó el clinch con Monsiváis, se defendió de éste diciendo que “no tenía ideas, sino ocurrencias”, lo que obtuvo como respuesta que Paz “era el maestro de las generalizaciones”. Algunos discípulos no negados de Monsiváis, como José Joaquín Blanco, practican la crónica-ensayo con una pasión digna de los fajadores más consistentes, y allí, justamente, en el ejercicio de la crítica moral, es en donde se convierten en blanco de los ataques más polémicos.

Véanse, si no, las amargas quejas de alguien como Christopher Domínguez Michael, quien no le perdona a Monsiváis sus veleidosas inclinaciones por ejercer un liderazgo de opinión que nadie le ha pedido. En una crítica de este tipo, lo que no se le perdona es que, como escritor que debería solazarse en sus hallazgos literarios en la soledad de su estudio, abandone el gabinete para abanderar causas que hoy se consideran trasnochadas. Al cuestionar su “conversión gradual (...) en un ‘líder de opinión’ que convoca multitudes y que —quizá a su pesar— ha empezado a tomarse en serio como una suerte de patricio cultural que destila sus materiales según la óptica de ese estatuto y no desde la perspectiva del artefacto literario”,19 Domínguez da a entender que Monsiváis se quedó en el viaje del escritor comprometido, al contrario del escritor posmoderno que sólo debe quedar bien consigo mismo, y dormir tranquilo por ello. El único criterio posible para evaluar a un autor así, debe ser el literario, y el peor reproche que se le podría hacer sería el de no definir con claridad a qué género pertenecen los textos que salen de su computadora.

Los cruces de caminos, ya aludidos, entre economía, sociología, política y literatura, para no sobrecargar la enumeración, han hecho que Monsiváis maneje una escritura polivalente ante la cual las definiciones de género quedan inservibles, más aun si consideramos que, sin llegar a ser panfletarios, muchos de sus textos sirven a causas bien determinadas. Cuando se lanza en campaña abierta contra ciertos políticos, funcionarios —eclesiásticos o gubernamentales, da igual— o actores de la vida nacional cualesquiera sea su ocupación, el entramado discursivo opera de tal modo que disuelve las distinciones genéricas. Acaso detrás de esta obsesión por situarse ante el tiempo que le toca vivir, sin olvidar ningún estrato de la realidad visible y oculta, se encuentre el eco de la lectura de los libros de las Crónicas, que desde el nombre marcan ya un cruce de caminos entre la literatura religiosa y la observación minuciosa de los acontecimientos.

En varios momentos, Linda Egan se ha esforzado por deslindar con mayor cuidado los cruces genéricos entre la crónica y el ensayo monsivaítas. En un estudio particularmente agudo, en el que compara un texto de Monsiváis con uno de Héctor Aguilar Camín, y luego de una sólida exploración teórica, califica al autor de la colonia Portales como “cronista paradigmático” (ella insiste en usar los términos crónica y cronista en español).20 Algunas de sus observaciones finales son sumamente aleccionadoras:

Una marcada cualidad de este discurso es su textura visual, icónica (...).

Los lectores “ven una película” de la cultura “sucediendo” (...).

El formato seriocómico de este discurso textualmente modela la clase de pensamiento autocrítico, ambivalente, que está siendo fomentado; rompe con las distinciones anticipadas entre el discurso ensayístico intelectualizado y la conversación informal, entre las exigencias empíricas de objetividad y la tolerancia humanista para la subjetividad, entre el Insider de elite que pertenece a una cultura escrita y el Outsider poco educado que mejor captura los significados de una cultura oral (...).

...su lenguaje poético destaca y realza lo local y temporal hacia la universalidad del arte (...).

En términos periodísticos, si el ensayo es como un análisis sobre la página editorial, la crónica es más parecido a la “historia de color”, de interés humano, que acompaña las fotografías en una sección que atrapará a un lector más amplio y ecléctico (...).

Donde el ensayo prescribe por expresar un mensaje cerrado en un lenguaje directo, la crónica describe al mostrar un proceso abierto de pensamiento con un discurso indirecto (...).21

Esta escritura camaleónica, de un modo plenamente consciente, busca constituirse en testimonio y confesión de fe en la sátira, una fe heredada del magisterio de Salvador Novo, con una buena pizca del mejor Alfonso Reyes, aquél que era capaz de combinar la sal y pimienta de la vida cotidiana con los sesudos análisis de los temas más variados y aparentemente poco relacionados.

 

3. Los aires de familia latinoamericanos desde el prisma mexicano de Monsiváis

¿Qué se sabe hoy de lo que ocurre culturalmente en América Latina en atmósferas dominadas por la economía y la política? ¿Son compaginables la globalización y el nuevo aislacionismo? ¿Qué une y qué divide a países hermanados por las deficiencias de la economía y las gravísimas insuficiencias de la política? La cultura iberoamericana existe, pero los modos tradicionales de percibirla han entrado en crisis. Miré los muros de las patrias mías.22

Para entrar, por fin, en materia, se impone una pregunta largamente anunciada, implícita en lo dicho hasta aquí: ¿cómo ha podido llegar Monsiváis a interesarse por abordar orgánicamente el tema de la cultura y la sociedad latinoamericanas viniendo desde una multitud de intereses previos, colaterales o paralelos? La complicada pero gozosa inmersión en la multiplicidad de asuntos que atraen su atención —la poesía, el cuento, la vida política, los gazapos de los políticos profesionales—, casi todo circunscrito al ámbito mexicano, lo ha venido a hacer un aterrizaje forzoso en la realidad variopinta de América Latina. Resulta obvio, a estas alturas, recordar que no es nuevo ni reciente su interés por lo latinoamericano, pues siempre ha estado latente o muy explícito en sus eventuales acercamientos a algunos autores del subcontinente (como Lezama Lima, Onetti, Puig o Gelman, dentro de sus muy particulares gustos literarios, para no hablar de sus aficiones plásticas y cinematográficas). Y tampoco es posible creer que dicho interés se haya visto acicateado sólo por la ambición de ganar un premio prestigiado del otro lado del Atlántico.

“Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina”, de Carlos MonsiváisLo cierto es que Monsiváis se debía a sí mismo un libro de este tipo: orgánico, sesudo, en momentos enciclopédico, fiel a su estilo orgiástico en el manejo de información privilegiada; en síntesis, toda una summa, un inventario y una recapitulación de lecturas y experiencias latinoamericanas. Aires de familia es un registro de obsesiones vividas desde México y ahora extrapoladas a América Latina, puestas por fin en un orden legible, en primer lugar para el propio autor. En el espectro de sus últimos trabajos publicados (Las herencias ocultas del pensamiento liberal del siglo XIX23 y Salvador Novo: lo marginal en el centro24), con los que viene a conformar una especie de trilogía sui géneris, Aires de familia ocupa un lugar peculiar al lado de ellos porque representa la consagración de un autor esencial, casi desconocido en España. Además, porque constituye un contrapunto afectivo a los otros libros mencionados, en el sentido de que Las herencias ocultas... explora una zona ideológica que ha marcado conflictivamente la reflexión política y cultural de Monsiváis, y Salvador Novo... remite directamente a sus orígenes como escritor, amén de que era una obra largamente anunciada (desde las solapas de su ya lejana autobiografía).

Por otro lado, la posibilidad de trascender hacia América Latina hasta publicar en España no deja de ser una ironía del destino, porque después de El Centauro en el paisaje,25 Monsiváis es el segundo mexicano en figurar en la colección que recoge a los ganadores del Premio Anagrama de Ensayo. Sergio González Rodríguez, autor de aquel libro y miembro del grupo —liderado por Monsiváis— que desde “La Cultura en México” le rendía culto a la crónica “como carta común de identidad”,26 anticipó la aparición tan deseada de un libro de Monsiváis, al menos por el editor Jorge Herralde, en la colección mencionada. La reticencia del escritor mexicano por ganar las Españas, según el testimonio de Herralde, resultaba inexplicable, como inexplicable es el hecho de que, a estas alturas, venga a ser presentado al lector español,27 pero, como escribe Enrique Héctor González: “Sería más reconfortante pensar que se trata de un apunte hiperbólico antes que de un alarde de franqueza, pues no haber accedido a un texto de Monsiváis, que aparece a todas horas y en todos lados, es tan verosímil como espigar en el espejo una imagen que no tenga que ver con nosotros”.28

En un sentido, el autor de Aires de familia es otro Monsiváis, decidido por fin a salir de las fronteras, reales y simbólicas, de México y abordar a Latinoamérica como un todo, siguiendo una estructura, que acaso homenajee inconscientemente a Mariátegui, de siete secciones o ensayos independientes. González define atinadamente el libro como

una lección impecable de ensayo, en el sentido más montaigniano del término: un texto dispuesto a pesar causas y consecuencias, a reflexionar con el lector a propósito de su realidad más inmediata, a argüir a partir de la descripción despiadada antes que del juicio de valor, a ironizar sólo cuando los términos del retruécano consienten una yuxtaposición elocuente en vez de un alarde de adjetivos (no en balde llamados modificadores desde un punto de vista gramatical) que inclinen la balanza en favor de sus argumentos antes por su peso específico que por la fuerza de un desequilibrio natural.29

Ya sin ninguna duda aparente sobre la exterioridad genérica del libro, hay que advertir, no obstante, que su armazón profunda es el de la crónica, puesto que semejante alud de datos y circunstancias referidas es inconcebible sin una razón de ser cronológica, cronotópica. De modo que hay que rendirse ante la organicidad del acomodo de los materiales que salta a la vista como primera evidencia de su construcción armonizadora.

 

3.1. La intención orgánica del libro

La estructura del libro, a la manera de un quiasmo, coloca, al primer ensayo y al último (sobre las versiones de lo popular y lo entretenido y lo aburrido), al segundo y al sexto (sobre el cine y la vida urbana moderna), al tercero y al quinto (sobre los héroes cívicos y las migraciones de todo tipo), en una relación de continuidad y discontinuidad, acentuada no sólo por los contactos temáticos evidentes, sino además por la necesidad de recurrir, cíclicamente, a la reiteración de constantes y acercamientos iluminadores con otras luces. En el centro, refulge con luz propia el que parece ser el ensayo nodal de la obra: “Ínclitas razas ubérrimas. Los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericana”, cuya enérgica exhaustividad intenta concentrar los mayores logros interpretativos de la obra.

Desbrozar o desmontar las manifestaciones comunes de las culturas y las sociedades latinoamericanas es una tarea que, con todo y su vastedad, o tal vez a causa de ella, encuentra en Monsiváis su mejor cronista. Justo él tenía que recoger la estafeta de otros adelantados que no habían podido cargar suficientemente con el paquete, aun cuando sus aportaciones son invaluables. Esfuerzos como los de Jean Franco,30 Ángel Rama31 o Denis Lynn Daly Heyck,32 por sólo mencionar algunos, se ven ampliamente complementados y superados por alguien que no buscó competir con ellos, por tener otras intenciones: no la presentación didáctica de la cultura latinoamericana al público estudiantil estadounidense, ni la introducción de lo latinoamericano a una franja de lectores de clase media, sino, como dice en la advertencia preliminar, dar fe de cómo “la cultura deja de ser lo que separa a las élites de las masas y se vuelve, en teoría, el derecho de todos”.33 Ello al lado del reconocimiento continuo de los lastres que se siguen arrastrando entre nosotros en materia de infraestructura, puesto que el acceso a los productos culturales todavía sigue siendo privilegio de una “minoría, muy activa” ciertamente, pero minoría al fin.

 

3.2. Las versiones de lo popular y el dominio de la televisión

En el primer ensayo, Monsiváis se extiende en la temática más circunscrita a lo que podía esperarse de él: las versiones de lo popular. Este tema remite, desde el principio, al de las identidades, en cuya formación tienen que ver directamente los escritores, quienes sabían, desde el siglo XIX, que escribían prácticamente sólo para las élites, porque el Pueblo y la gleba jamás tendrían acceso a sus libros. De ahí que gente como Payno haya escrito con un tono popular, plenamente consciente de que sólo así llegaría a retratar los modos más auténticos, pero finalmente sucumbió a “las fatalidades de clase y nación”, y sus intentos de realismo no pudieron ir más allá, por lo que en el tránsito progresivo del campo a las realidades urbanas, la “selva de concreto” se va a imponer poco a poco. Lo popular, en los relatos que lentamente van a situarse en ambientes urbanos, “es la entidad carente de conciencia de sí, o la conciencia usurpada y hecha a un lado”.34 Así, el determinismo de la pobreza alcanza a novelas como Adán Buenosayres y La región más transparente.

La región... va a ser todavía un paso intermedio hacia la concepción de la ciudad como un espacio corroído por el ímpetu destructivo. En ella se entrecruzan los mundos cultos y los populares, en una existencia contigua donde no hay que buscar muchas diferencias entre ambos. La novela se ve, entonces, como un sucedáneo de otras disciplinas serias, porque a través de ella pasa todo lo que la gente no alcanza a captar todavía mediante aquéllas. La influencia del cine en la literatura latinoamericana se dejará ver, también, como el entrecruzamiento de lo culto con lo popular: en autores como Cabrera Infante y Puig, “lo popular se transfigura y resulta lo clásico marginal”.35 El advenimiento de la tecnología acelerará el proceso mediante el cual se van a reconciliar formas literarias y gustos populares. El desenfado con que se manejarán temas antes tabú, como la sexualidad, será una característica notable de lo popular. Los lectores potenciales se enfrentan, dice Monsiváis, en estos tiempos, a géneros nuevos o novedosos afincados en lo popular: el thriller, la experiencia femenina, el regreso de la novela histórica, la reelaboración del kitsch, la literatura homosexual y la novela carnavalesca, entre otros. En todos ellos la frontera entre lo culto y lo popular es prácticamente una ficción.

El séptimo capítulo (“Lo entretenido y lo aburrido. La televisión y las tablas de la ley”) coincide con el primero en el reconocimiento del dominio de algo tan propio de lo popular, como es la televisión. Ésta tiene un papel determinante en los procesos de identidad nacional que ya nadie le discute. Primero, arrasa con la privacidad, fundando nuevas formas de convivencia íntima, subordinadas a ella, a su presencia avasallante. Luego, “decide por cuenta de naciones y sociedades el significado de lo aburrido y lo entretenido”,36 dejándole a la radio el papel de comparsa ínfimo. Y finalmente instala su dictadura abusando de un poder de convencimiento inédito hasta su aparición, lo que le permite entretener a todos los descerebrados y jodidos que se dejen, puesto que saben que no cuentan con alternativas. La moral tradicional reacciona cuando se siente agredida y lo mejor que logra es apenas mejorar su rating, cuando consigue introducirse, ridículo de por medio, para impugnar a Cristina Saralegui. A ella, como a otros programas, los acusa de desnacionalizar y americanizar negativamente a las familias impecables, pero “en la confrontación la derecha pierde (...) y los dogmas quedan a cargo de los comerciales”.37

 

3.3. El cine de marca hollywoodense y los profetas de la vida urbana

De manera similar, y como ya se advirtió antes, el cine, South of the border, down Mexico’s way, ha sido la gran intromisión anglosajona, estadounidense, en el mundo latinoamericano: modas, ídolos (divas y divos), clichés, historias, todo se lo ha comido Hollywood. Los lugares comunes del mundillo cinematográfico han sustituido a las mitologías ancestrales entre nosotros: el ascenso de las estrellas del celuloide llena planas enteras de la imaginación de las juventudes del subcontinente, y son arrastradas por una idolatría sin freno. Las imitaciones y transfiguraciones se darán al por mayor y a destajo: nuestros charros son una transformación burda del cowboy que sí tuvo que librar peleas verdaderas, no las de las subtramas de nuestro cine. Las cinematografías nacionales, con todo, logran incidir en la formación melodramática, sentimental y humorística de varias generaciones, y la censura (fascistoide y mocha a más no poder) cumple su papel de salvaguarda de las conciencias más débiles, sometiendo incluso a los gobiernos. El cine de vanguardia es reducido al mínimo y la ruptura con Hollywood se atisba como muy lejana, apenas hasta los años sesenta. Lo que no se puede negar, a pesar de todo, es que “el cine entrega a varias generaciones de latinoamericanos gran parte de las claves en el accidentado tránsito a la modernidad”.38 Es como la única puerta trasera de ingreso al primer mundo que se deja ver desde su lado más amable.

Para seguir con la asimilación de la modernidad y de la tecnología, casi sinónimos ambos, profetas de la parusía de un nuevo mundo son algunos escritores y poetas, principalmente, cuyas loas al advenimiento de los nuevos tiempos mesiánicos no dejan de incluir a las misas negras ni a las prostitutas, quién lo diría, símbolos de nuevas formas de vida, que vienen aparejadas con una nueva sensibilidad, que rompe con “la entraña de la vida burguesa”.39 Asimismo, comenzaron a manifestarse en algunos poetas, como Barba Jacob, los síntomas del “amor al que no le permiten atreverse”, mediante el conocimiento cada vez mayor de la vida y obra de Wilde. Con la difusión del futurismo apareció la nota disonante de las vanguardias, de los ismos que poco a poco se fueron importando, aunque también hubo versiones criollas. La celebración de las máquinas y otros extremos también se instalaron en América Latina.

Las mujeres, por su parte, comenzaban a asomarse por encima del rebozo, pero no obtendrán el derecho al voto sino hasta los años cincuenta, al menos en México. Antes, en la década de los veintes, con Alfonsina Storni, por delante, la poesía femenina comienza a abandonar sus corsés rígidos y la cursilería en que estaba confinada. Y, finalmente, surge la declaración de fe poética, en labios de Julián del Casal: “Tengo el impuro amor de las ciudades”, desafiante transgresión de la ley y de la fidelidad a la languidez de las vírgenes purísimas. Al evocar el final del siglo XIX, José Guadalupe Posada es catalogado como “un profeta visual de consideración”.40 Posada retrata a todo el mundo, con curiosidad de entomólogo y tiene una especial proclividad por lo morboso, por lo marginal de la sociedad. Se esforzó sólidamente por demostrar su plena aceptación de la fealdad social instituida por la atracción de lo repulsivo. El periodo que va de 1880-1920 es visto como un “fin de la historia”, preludio de lo que había de venir.

 

3.4. La educación cívica y las migraciones de todos tipos

La Historia y los héroes son el tema del tercer capítulo: sus avatares y sus derivaciones. Los héroes como “espejos de virtudes”. El amor a la Patria como consecuencia trágica de los abusos de los criollos advenedizos en el poder. El surgimiento de las nacionalidades y la casi inmediata inmolación de millares de personas en su nombre. El heroísmo es machista y sacralizador. Sin él no pueden existir con honra (y con mitología) las naciones. Los héroes de los nuevos países conforman un panteón venerabilísimo y son “el arma poderosa de una etapa de la secularización, cubren el segundo paisaje espiritual, son la gran escenografía de las naciones, y no se le niegan a entidad alguna, por reducida que sea”.41 La enseñanza cívica es el núcleo de la educación de las nuevas multitudes, su razón de ser, lo más sublime, aunque, al mismo tiempo, tenga que haber una dolorosísima rebatinga entre algunos héroes seculares y la Santa Madre Iglesia, a cuyo jefe máximo ya no están dispuestos a hacerle mucho caso. El pensamiento católico atrincherado en los catecismos combativos recibe su duplicación reactiva en los catecismos cívicos o patrióticos, que los igualan en la magnitud de la impostura, pero con el signo aparentemente contrario.

Se transfiguran después los héroes, y, de la mano de las Repúblicas triunfantes, surgirán los Maestros de la Juventud, quienes se echaron a cuestas la labor de pastorear a las masas ignorantes para conducirlas hacia el sendero del conocimiento luminoso. Los nombres son variados e inundan el continente: Montalvo, Sarmiento, Rodó, Vasconcelos. Sus sucesores, con armas en la mano, tratarán de imponer por la fuerza lo que aquéllos estaban dispuestos a esperar por efectos de la redención educativa. Desde la Revolución Mexicana hasta el levantamiento zapatista puede trazarse un arco de heroísmo caudillesco que da forma militar e institucional a las reivindicaciones de las masas. Por medio de las luchas armadas se busca una “modernidad popular”42 (una y otra vez el adjetivo), alternativa a la que ofrece el capitalismo, tan galopante como ajeno a las realidades de pueblos enteros del continente.

Y qué tragedia tan delirante, la que se enuncia a continuación: la transformación y la enorme frecuencia con que los revolucionarios o simplemente los caudillos se transforman en dictadores, peste latinoamericana por excelencia. Con Perón con delante como paradigma de ogro filantrópico, Monsiváis se regodea en referir a la fascinación de su historia, de su primera esposa, la mujer de dudosa moral a quien el pueblo argentino ha elevado a los altares. Y cuánta mala leche monsivaíta colocar al lado de este drama multitudinario la figura de los héroes deportivos, depósito de la fe ciega de millones y millones de personas que saben que su ascenso social y económico nació clausurado.

Y así, como no queriendo, Monsiváis nos planta frente a frente a la Revolución Cubana, el paradigma de paradigmas, con su propuesta del Hombre Nuevo. “Las alucinaciones del fetichismo”43 tardan un poco en mostrar toda la crudeza de la realidad. Pero mientras dura el sueño, toda América Latina se estremece por lo que allá sucede. Castro y el Che se vuelven el centro del mundo hasta que la muerte del segundo empieza a preludiar el réquiem de la ilusión. Todavía Allende es un episodio más de la esperanza: los dictadores tienen en su mano la balanza y no la soltarán por un buen tiempo. Los escritores, en cambio, siguen siendo el alma de los pueblos y Neruda, sobre todo Neruda, encarna la celebración desaforada, la carnavalización poética de las luchas humanas. Las mujeres, mientras tanto, agazapadas durante años, por fin levantan vuelo: no sólo la pléyade de escritoras que surge y se confirma plenamente, sino desde el anonimato le van ganando espacios a la derecha que se resiste a reconocerlas como lo que son. El post-heroísmo y la generación del High Tech cierran este capítulo, entendidos como consecuencia del derrumbe socialista soviético. El neoliberalismo se impone a pasos agigantados porque ya no tiene enemigo enfrente. Su programa incluye de manera central la “reconversión mental”,44 la renuncia a las causas que desaparecieron por inconsecuentes. Ahora todo tiene que rendirse incondicionalmente ante el altar del libre mercado, y aunque dicha doctrina fracase una y otra vez, el fundamentalismo de los gobiernos hace oídos sordos ante la evidencia.

Ante un panorama así, todo es migración, cambio obligado: la cultura (los gustos dominantes); los productos tecnológicos del entretenimiento (el cine, la televisión); el deseo de cambio mismo (la cual censura porque ahora todo se vale); la nación del ánimo (el rock y su relación dialéctica con el pasado cultural, sus infinitas interacciones); el feminismo y la conducta femenina; el aspecto y la conducta (la muerte de los lenguajes de género); la religión predominante (donde todo el mapa religioso, prácticamente, es devorado por el pentecostalismo: aquí le falla el vigor a Monsiváis, acaso por su protestantismo histórico todavía militante en las profundidades). Hemos pasado del rancho al Internet, y casi sin escalas. La tecnología de punta se vuelve la obsesión máxima, mientras miles de poblaciones viven aún en la exclusión.

 

3.5. Los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericana

Este capítulo es el centro de toda la reflexión, en donde Monsiváis, heredero y continuador desencantado de los mejores pensadores y analistas latinoamericanistas establecidos ya como clásicos, acomete la trabajosa revisión de los trabajos y los mitos de la cultura iberoamericana. Preside el capítulo la valiente respuesta afirmativa (basada en un inventario de lacras sociales, políticas y educativas) a la pregunta de rigor: ¿hay tal cosa como la unidad de Iberoamérica?, y le sigue el contrapunto de la duda sobre lo que nos separa y nos acerca a los latinoamericanos. La unidad hispanoamericana nace con la separación de la corona de España: gran lección de origen más elocuente no puede haber. Sucesivamente nos van acercando frustraciones comunes (como la del estéril culto al dios Progreso, a la diosa Educación), pero va a ser en la poesía (modernista para mayores señas) donde América Latina se va a afirmar positivamente como un todo, como un polo que irradiará luces verdaderas, no fatuas. Con el modernismo nace, casi literalmente, América Latina. Y con una prosa que también va a ir encontrando senderos comunes, aunque, como en el caso de Sarmiento, se fabriquen oposiciones tan falsas como anquilosantes.

El americanismo de los escritores, a pesar de todo, es una marca de agua que traen nuestras literaturas y muchos escritores van a apostar su resto por combatir al fantasma del Norte en nombre de la quimera bolivariana. Las Esencias Nacionales se resistirán a aceptar su estatuto de ficción o fantasía. América Latina querrá nacer de las cenizas de la vieja Europa que ya no puede ser modelo de vida. Más tarde, y en el mismo tenor, la revolución será el eje unificador, y el marxismo criollo, encarnado sobre todo por Mariátegui, intentará dar el salto mortal de la plena adaptación en un medio que no lo vio nacer. La izquierda casi le ganará la partida a la derecha tradicionalista.

Surgirán entonces nuevas élites culturales en México, en Cuba, en Argentina, que cumplirán el sueño de la contemporaneidad simultánea con las metrópolis culturales del mundo. El panamericanismo verá mejores días y será desenmascarado por su vertiente pro-imperialista. La Revolución Cubana, otra vez, ejemplificará nuevamente otra serie de años de consenso. Y en los sesenta, por fin, el boom, la recontraafirmación de lo que ya sabíamos (o debíamos saber): que nuestras letras ya no le piden prestado nada a nadie. Y no es casualidad que sean los años del auge de la izquierda intelectual, a la que el caso Padilla le asesta un duro golpe, del que aún no logra reponerse. La Casa de las Américas intenta imponer su visión unívoca de lo latinoamericano, y para lograrlo borra medio canon de las letras anteriores. El sueño está terminando y la unidad de la moda viene a sustituir, casi como una caricatura, las ilusiones anteriores. Se ha instalado la banalidad como dogma. Quedará lo verdaderamente valioso, pocos nombres, porque ahora el centro está en todas partes. Se resiste al neoliberalismo con las únicas armas posibles, las culturales, y aunque las economías sigan dando tumbos, la vieja utopía de la América Latina lucha por seguir de pie.

Lo dijo Monsiváis en una entrevista:

¿La globalización cómo transformará las tradiciones, el folclor y el concepto de patria?

Tengo una vaga idea. Sé que va a ser una transformación muy importante, parte de las tradiciones más arraigadas se volverán costumbrismo, otra parte se considerará no negociable, y otra será sujeto de escrutinio sociológico y antropológico, habría que discernir: la globalización no afectará al espíritu religioso, la globalización sí afectará al sentido comunitario, la globalización evitará la sorpresa de quien se asombra de rasgos que no son específicos sino comunes a todos.45

 

Notas

  1. C. Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina. Barcelona, Anagrama, 2000 (Colección Argumentos, 246), p. 49.
  2. E. Escalante, “La metáfora como aproximación a la verdad. Ensayo acerca del ensayo”, en Las metáforas de la crítica. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 302.
  3. S. Pitol, “Con Monsiváis, el joven”, en El arte de la fuga. México, Era, 1996, pp. 50-51.
  4. A. Castañón, “Carlos Monsiváis: un hombre llamado ciudad”, en Arbitrario de literatura mexicana. Paseos I. México, Vuelta, 1993, p. 368.
  5. E. Escalante, “La disimulación y lo posnacional en Carlos Monsiváis”, en Las metáforas de la crítica, p. 74.
  6. Carlos Monsiváis. México, Empresas Editoriales, S.A., 1966, pp. 48-49.
  7. Ibid, pp. 49-50.
  8. J. E. Pacheco, “Carlos Monsiváis, 35 años después”, en La Jornada, 17 de enero de 1993, p. 38: “En la feliz ignorancia del porvenir combinamos sin saberlo alta cultura y cultura popular: programas triples en viejos cines ya también desaparecidos, lectura de la Biblia en la versión de Reina y Valera que yo ignoraba como buen niño católico, del mismo modo que me había mantenido a distancia de los poetas rojos como Neruda y Vallejo”.
  9. A. Castañón, op. cit., pp. 374-375.
  10. R. Peguero, “La Biblia, madre de todos los libros”, en La Jornada, 14 de abril de 1995, p. 24.
  11. Cf. C. Monsiváis, “Notas sobre el Estado, la cultura nacional y las culturas populares”, en Cuadernos Políticos, núm. 30, 1984; Idem, “De las finuras del arte rascuache”, en Graffiti, núm. 2, Xalapa, julio-agosto de 1989.
  12. J. M. Oviedo, Breve historia del ensayo hispanoamericano. Madrid, Alianza Editorial, 1991 (Libro de bolsillo, 1509), p. 145.
  13. C. Monsiváis, “La herejía que se hacía pasar por santa doctrina”, en Nuevo catecismo para indios remisos. México, Siglo XXI, 1982, pp. 25-26.
  14. E. Escalante, op. cit.
  15. E. Escalante, “La metáfora como aproximación a la verdad. Ensayo acerca del ensayo”, p. 292.
  16. Ibid, p. 297. Dice el párrafo completo: “A mí me gustaría ver en el ensayo no un género sino un acontecimiento. Un acontecimiento que escapa, por su íntima vocación, que es la herejía, a todo intento de asignarle un lugar dentro del esquema de los géneros. Transgresor de la ley, y no de modo ocasional, sino en virtud de esa búsqueda de un conocimiento no sujeto a los dictados de la razón imperante, la errancia del ensayo no admite los alfileres del anticuario ni del clasificador. Digo errancia como puedo decir ironía. Una ironía que desmantela todas las asignaciones. Y que abandona al lector en la franja de la intemperie”.
  17. Cf. E. Serna, “Historia de una novela”, en Las caricaturas me hacen llorar. México, Joaquín Mortiz, 1996, p. 209, donde implícitamente califica a Monsiváis de “paladín literario de la sociedad civil”. El caso de Serna es interesante, puesto que, como parte de una generación que ya no se traga tan fácilmente los magisterios morales de los literatos, los ha denunciado en su novela El miedo a los animales, donde se retrata con nombres sarcásticos a algunos de los protagonistas de la literatura mexicana de fin de siglo. Al buen entendedor...
  18. E. Escalante, op. cit., p. 75. Cursivas mías.
  19. Ch. Domínguez Michael, “Carlos Monsiváis, el patricio laico”, en Servidumbre y grandeza de la vida literaria. México, Joaquín Mortiz, 1998, p. 23.
  20. L. Egan, “Play on Words: Chronicling the Essay”, en Ignacio Corona y Beth Jörgensen, comps., The Contemporary Mexican Chronicle: Perspectives on the Liminal Genre. Albany, Universidad de Nueva York, 2002, pp. 95-122.
  21. Ídem.
  22. C. Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina, p. 154.
  23. México, Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América, 2000.
  24. México, Era, 2000.
  25. S. González Rodríguez, El Centauro en el paisaje. Barcelona, Anagrama, 1992 (Colección Argumentos, 129). La alusión al ensayo, como “centauro de los géneros”, es clarísima. Este libro fue finalista, junto con José Martínez, la epopeya de Ruedo ibérico, de Albert Forment, del XX Premio Anagrama de Ensayo. El ganador fue José Antonio Marina, con Elogio y refutación del ingenio.
  26. Ch. Domínguez Michael, “El ensayo del centauro”, en Servidumbre y grandeza de la vida literaria, p. 252. Resulta interesante consignar el posterior acercamiento de Domínguez y González Rodríguez, luego de la ruptura del segundo con la revista Nexos, espacio donde se refugió buena parte del equipo de “La Cultura en México”. Actualmente, ambos colaboran en la misma columna de El Ángel, suplemento del periódico Reforma.
  27. La Jornada, 26 de noviembre de 2000: “Monsiváis en España gozaba de una situación paradójica: por una parte era conocido y muy admirado por los intelectuales bien informados, pero por otra parte, al ser inédito en nuestro país, era un completo desconocido para la mayoría de la gente. Al obtener el Premio Anagrama, que ganó por aclamación, los lectores y la crítica ante la publicación fue unánime: uno de los raros descubrimientos que se dan sólo de tarde en tarde. Tras la sorpresa y el aplauso de la crítica vino una pregunta escandalizada: ¿cómo es posible que un autor como Monsiváis no se hubiera publicado antes en España? Qué fallo por parte de los editores españoles, qué miopía”.
  28. E. H. González, “Entre el poder y el pudor”, en La Jornada Semanal, supl. de La Jornada, núm. 291, 1 de octubre de 2000, p. 13.
  29. Ídem.
  30. J. Franco, La cultura moderna en América Latina. Trad. de Sergio Pitol. México, Grijalbo, 1985. La primera edición en español fue publicada por Joaquín Mortiz.
  31. Á. Rama, La crítica de la cultura en América Latina. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985.
  32. D. L. Daly Heyck y M. V. González Widel, comps., Tradición y cambio. Lecturas sobre la cultura latinoamericana contemporánea. Nueva York, Random House, 1988. La segunda edición, corregida y aumentada, fue publicada por McGraw Hill, en 1996. Se trata de un libro de texto para estudiantes estadounidenses de nivel bachillerato.
  33. C. Monsiváis, Aires de familia, pp. 11-12.
  34. Ibid, p. 23.
  35. Ibid, p. 33.
  36. Ibid, p. 214.
  37. Ibid, p. 245.
  38. Ibid, p. 78.
  39. Ibid, p. 189.
  40. Ibid, p. 208.
  41. Ibid, p. 83.
  42. Ibid, p. 94.
  43. Ibid, p. 101.
  44. Ibid, p. 109.
  45. L. Hernández del Valle, “Carlos Monsiváis: en México sólo matan a los periodistas que denuncian el narcotráfico. Aparte, no hay problemas”, en Lateral. Revista de Cultura, núm. 70, septiembre de 2000.