Letras
Dos relatos

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Viuda

La oscuridad de la finca se prolonga por el bosque y le ensombrece el sueño. Las delgadas cortinas no pueden contener la penumbra que se asoma, tampoco las densas voces de la noche que arañan la ventana. Tiene frío. En el lado izquierdo de la cama, la mujer dobla su cuerpo sobre la huella ausente. Unos débiles rayos salen de la lámpara que no quiere apagar. Hace meses, desde que él se fue, duerme con la luz encendida.

Cierra los ojos y se cobija bajo el lumínico tacto.

Dos horas o tres. Un ruido cae en su oído y la despierta. Intenta descifrarlo pero su memoria adormecida apenas reconoce el seco golpear del corazón en su cabeza. Afuera no se escucha nada, sólo el ronco murmullo del aire. La mujer permanece inmóvil unos segundos, luego se atreve: apaga la luz. Su almohada la recibe tibia, le acaricia el cabello. Ella cierra los ojos. No duerme. A los pocos minutos, unos ruidos en el piso de abajo la sorprenden y le arquean la espalda. Mira la tenue raya de luz que se filtra por la puerta cerrada. Escucha el rechinido de la escalera. Se desprende de las sábanas que abrazan su pecho acelerado. Camina. Busca en la cómoda: ahí está, cargada, fría. La duela vieja le anuncia la proximidad de los pasos. El arma sostiene sus dedos nerviosos. La puerta se abre: una bala y dos alaridos estallan.

El cuerpo del marido cae.

 

Espera

Nadie llama. La sangre ya está seca sobre sus muslos. El reloj avanza. Es tarde. Lena no quiere moverse. El cuerpo le duele, pero hay algo más profundo que la tortura. No debe dormir. Cada quince minutos, encaja las uñas sobre sus brazos amoratados para ahuyentar el sueño. Tampoco pensar: teme que la voz, su propia voz se le suelte dentro y no la deje escuchar el timbre. Pero nadie llama. Una hora, dos. Mira el techo como si buscara en el mapa de la humedad y el polvo las palabras que quiere oír. Está cansada. Los párpados hinchados quieren caer y cerrarle para siempre los ojos que lleva como dos heridas más debajo de las cejas. Lena los sostiene con los dedos unos segundos y una lágrima le moja el oído. Tres horas. Nadie llama. La sangre, como el pulso del reloj, camina lenta dentro de sus venas heladas. Siente frío. El asco del último beso le escurre como un hilo de hielo por la boca. El cuerpo se entume, se hace silla sobre la silla dormida. Lena ya no siente. Las manos, mariposas violentas que se estrellan sobre su rostro, son su única señal de vida. Cuatro horas y unos minutos: el timbre del teléfono quiebra el aire y cae como nido de alfileres sobre su carne. Los dedos torpes aprisionan la bocina. Apenas acerca la boca. Sin voz, escucha a la hermana: ha muerto. Lena mira el suelo manchado, el cuchillo y, en un bostezo, se lleva todo el aire denso de la habitación. Poco a poco se levanta. Sus huesos crujen más que el piso de madera bajo sus pasos. Cuando llega a la cama, deja caer sus catorce años y el colchón tiembla, como tembló horas antes, cuando su cuñado le cayó encima con los puños y su sexo erguidos. Él ha muerto. Lena por fin duerme.