Letras
Lobo solitario

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Como a todo pretendiente de poeta me hubiese gustado andar por las orillas del Sena viendo los Batton Mouches navegar aguas arriba y abajo, donde los destellos de la luz de la torre reflejan brillantes constelaciones de estrellas que danzan con música de acordeón parisino. Caminar al lado de los viejos edificios hasta llegar a los Campos Elíseos y sentir en el rostro la brisa que fluye como otro río por la anchura de la avenida. Pero me ha tocado bordear en mis paseos nocturnos al Guaire, transpirar el aroma de sus aguas oscuras donde lo único que flota es la mierda que aún no se ha diluido y cada vez con más frecuencia cadáveres humanos enteros o descuartizados que se confunden con el de los perros callejeros, abombados y a punto de estallar. Esta noche hay una luna llena inmensa que emergió rojiza y de rostro manchado por el lado este de la ciudad y su luz viene corriendo, a contra corriente, como una mancha de sangre por las aguas, como una fuente incesante que hace agonizar al día y lo deja con un pulso lento, en estado de coma. Miro su perfecta redondez elevarse poco a poco hacia la cima del cielo y a su paso borra la luz de las estrellas circundantes. Su pálido reflejo ilumina mi rostro y en los dos puntos de luz de mis ojos una fuerza hipnótica y gravitatoria me invita a diluir el espacio y a la tierra, a elevarme por encima del mundo en un movimiento de atracción física pura, de momentum cuántico, donde yo, ínfima partícula, inevitablemente colapsa y se diluye en la masa del enorme y magnético cuerpo.

Pero soy inevitablemente terrenal y la imposibilidad de realizar el vuelo directo me llena de ira y desata unas fuerzas que transforman el espiral cromosómico de mis células y como reacción en cadena todos los órganos de mi cuerpo mutan su humana forma para hacerse más primitivos. Emerge entonces una espesa pelambre sobre la piel, se agudizan las puntas de las orejas y los colmillos crecen hasta salirse de los bordes de los ennegrecidos labios de donde mana una baba viscosa y cristalina. Un dolor infinito invade los nervios y los músculos hasta que no puedo contenerlo y al querer lanzar un grito de auxilio sólo se escucha un aullido que retumba por las avenidas, hace volar las aves nocturnas, las bestias se esconden en sus cuevas y se cierran las ventanas de las casas y apartamentos.

Llevando a cuestas mi nueva condición cruzo el puente sobre la autopista. Al verme desde cierta distancia los transeúntes cambian de acera para no toparse conmigo frente a frente. Pudo sentir sus miradas detrás de mi espalda y escucho claramente el rumor de sus voces que hablan de mi aspecto amenazante. Continúo mi marcha de manera indiferente por las aceras llenas de basura y mendigos que temen mi presencia, mientras la luna me sigue en lo alto como vigilando cada uno de mis actos. Llego hasta el boulevard donde la gente camina de un lado a otro, solitarios como yo, en parejas que se toman de la mano o van uno al lado del otro sin hablarse o grupos que se divierten con la más mínima tontería. Me sumerjo en el anonimato, en la marejada incesante de los cuerpos. Me siento en una de las terrazas de los bares. Abro el libro de Isidore Ducasse e intento una de esas falsas lecturas en la que tengo que volver y volver nuevamente a la primera línea de cada párrafo. Se acerca el mesonero y mira de arriba abajo. Le pido una cerveza y me pide el pago por adelantado con una mirada de absoluta desconfianza. Saco del bolsillo uno de los pocos billetes que me quedan para esa semana y se lo entrego. Vuelve a los pocos minutos con el vaso de cerveza de sifón rebosante de espuma de la cual tomo un primer trago tan largo como la sed que atormentaba mi garganta. No había terminado de sorberlo cuando pude percatarme del olor.

Aún lo percibía lejano, pero la brisa y la intensidad me decían que se venía aproximando. Aroma inconfundible. La primera vez que lo sentí no sabía exactamente lo que era, por mi falta de experiencia, pero un estremecimiento del cuerpo, un deseo incontrolable de acercarme, un cosquilleo en la piel y sobre todo en el sexo me empujaron directamente hacia donde la naturaleza llama. Sí, era nuevamente el olor de hembra en celo. Imperceptible para el ser humano quien perdió esa capacidad entre perfumes y aromas que disfrazan su esencia pura. La vi pasar a algunos metros, ataviada de negras vestimentas sobre su piel morena. Sorbí rápidamente el último trago de la cerveza, tomé el libro y la seguí. No pasaron muchos metros de distancia para que sus instintos la hicieran voltear el rostro. Me miró directamente a los ojos, dibujó una sonrisa aun menos ligera que la de la Mona Lisa y continuó con un paso más lento. Cuando sintió mi presencia ya bien cerca de su espalda se detuvo en seco, dio media vuelta y preguntó: “¿Qué me miras?”. Le respondí con el mismo gesto de sonrisa indiferente: “Ese hermoso e inmenso trasero que tienes”. La respuesta no le hizo ninguna gracia y más bien respondió con una frialdad total: “La verdad es que no me gustan los patanes como tú, de dónde saliste, nunca te había visto en este territorio”. Su respuesta delató que acostumbraba iniciar su ceremonia de apareamiento por aquel boulevard. “Pero me gusta tu sinceridad”. Estas últimas palabras abrieron la puerta para continuar el juego.

Caminamos conversando hasta el parque donde las luces de la ciudad se diluían en las sombras y sólo el reflejo de la luna volvía a ser el tinte de nuestros rostros. Allí sus ojos brillaban con la incandescencia del deseo. Nos mirábamos y girábamos uno frente a otro para dar inicio a la ceremonia como dibujando en el suelo los símbolos del Ying y el Yang con nuestras huellas. No habíamos realizado el primer acercamiento cuando pude sentir en la oscuridad la presencia de otro macho rondando tras los árboles. Ella parecía conocerlo y creo haberla escuchado reír. El otro fue asomando poco a poco su cara. Luego la dentadura abierta, la baba corriendo por las encías y los colmillos, las garras extendidas y los gruñidos para la amenaza. Y sobrevino lo inevitable, ir el uno contra el otro, las mordidas y rasguños que desgarraban la piel, separarse, dar vueltas frente a frente y volver con la misma fuerza, sentir el dolor propio y el del otro en los aullidos. Pescar el descuido hasta morderle el cuello y aferrarse con fuerzas hasta que la mandíbula duela pero jamás ceder y continuar para escuchar cómo la respiración del otro baja lentamente desde un reflujo fuerte de rabia hasta un silbido corto y apenas perceptible que llama a la muerte. Lo suelto antes de llegar su final y lo escucho jadear y recuperar fuerzas suficientes para levantarse, mirarme y perderse nuevamente entre las sombras.

Ella se acerca y me dice al oído: “Has cometido un error. Hoy le ganaste, pero te buscará. Como todo malandro cobarde te esperará, sólo o en pandilla, a que te descuides, y luego el puñal o la bala por la espalda”. “Aún no he matado a nadie”, le dije. “Pero tendrás que hacerlo, digo, si quieres seguir vivo por mucho tiempo. Es tu naturaleza. Aun así hoy me ganaste y no sé si volveré a verte”, y apretó contra mí su cuerpo cálido y fuerte. Manchó su rostro con la sangre de mis heridas y ofreció frente a mí su sexo desnudo y sediento, una humedad que buscaba la profundidad en movimientos sucesivos y lubricados, una caricia extrema y posesiva que navegaba entre el dolor y el placer. Un estremecimiento compulsivo de los cuerpos, un estallido de fluidos que buscan avanzar en la oscuridad palpitante para que la vida continúe su incesante ciclo. El aullido infinito de los dos antes del amanecer apuntando hacia una luna que ya descendía detrás de los edificios y luego otros aullidos se dejaron escuchar en varios puntos de la ciudad expandiéndose desde nuestro centro, como una telaraña sonora, hasta los barrios más lejanos. Nunca pensé que fuésemos tantos en esta ciudad, cada vez más inhóspita y salvaje.