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La canasta de las orejas

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Todas las noches, antes de ir a acostarse, el matrimonio Álvarez Prieto depositaba amorosamente sus orejas en una canasta destinada a tal efecto.

El señor Álvarez Prieto era extremadamente sordo. Tan sordo era, que para hablarle había que vociferar hasta quedar congestionado por el esfuerzo. Como contrapartida, su esposa, la señora Álvarez Prieto, gozaba de un oído extraordinario. Podía escuchar hasta el aleteo de una mosca en el departamento del vecino.

Quizás haya sido la feliz combinación de los infelices genes de ambos, pero lo cierto es que engendraron un hijo perfectamente normal.

La pequeña dificultad del señor Álvarez Prieto hizo que, con el tiempo, se volviese un hombre ensimismado y reflexivo. Era extremadamente analítico y se comunicaba poco con quienes lo rodeaban. La señora Álvarez Prieto admiraba el aire taciturno de su marido, y se sentía enamorada de su fértil mundo interior.

Por su parte, el señor Álvarez Prieto estaba prendado de la locuacidad de su esposa, a quien veía conversar con su hijo, sus vecinas y con todo aquel que necesitase una palabra. Creía firmemente que ella tenía del don de saber llegar a la gente.

Un día el hijo, quizá por aburrimiento, decidió cambiarles las orejas. Fue así que al día siguiente comenzaron los malentendidos, se quejaba el marido:

—¿Por qué me gritas de ese modo? Ya sé que estoy algo sordo, pero si continúas gritándome así me dejarás sordo por completo.

—¿Qué dices? Estás ahí moviendo la boca y no articulas palabra. Sé que tengo un oído privilegiado pero aún no aprendo a leer los labios.

—¡Que te dejes de gritar, mujer! Me lastimas los oídos.

—Ahora entiendo, quieres hacerme sentir lo que tú sientes cada vez que te hablo normalmente. ¿Es eso, no?

Al cabo de discutir un rato sin lograr entenderse, se dieron cuenta del truco del pequeño. En realidad ellos no sabían que podían intercambiarse las orejas, por lo que pronto lograron sacar provecho de esta circunstancia:

—¿Ya te vas a dormir, querida? ¿Podrías prestarme tus orejas así puedo escuchar el televisor bajito sin molestar a nadie?

—¡Cómo no, cariño!

O bien:

—Amor, el tráfico de hoy ha sido impresionante y tantas frenadas y bocinazos, sin contar con la vecina que le ha dado a la ópera todo el día, han hecho que seme parta la cabeza. ¿Podrías prestarme tus orejas unas horas hasta que se me pase la jaqueca?

—Está bien, mi cielo. Descansa.

Un buen día optaron por lo que consideraron la solución más lógica: en adelante intercalarían los pares, por lo que cada uno escucharía bien de un oído y estaría sordo del otro. Así podrían mantener largas e intensas conversaciones —algo que siempre habían soñado y nunca habían podido hacer.

Pero ocurrió que el señor Álvarez Prieto descubrió que su esposa hablaba demasiado. Su cháchara constante lo mareaba, para colmo de males, no hacía más que hablar tonterías sin importancia. La encontró superficial y bastante frívola.

Por su parte, la señora Álvarez Prieto se encontró con que su marido era, al mejor estilo Oscar Wilde, una Esfinge sin secreto. Detrás de su halo de misterio se escondía un señor aburguesado y aburrido, cuyo mundo interior no era ni remotamente tan rico como ella había conjeturado.

Al poco tiempo se separaron, y el hijo aprendió dos importantes lecciones:

  1. Las cosas torcidas no caen por torcidas, muchas veces lo hacen cuando se quiere enderezarlas.
  2. El jugar con las orejas de los padres destruye hogares.