Artículos y reportajes
Los “acentos” de Colombia

Toldos dominicales en el mercado de Antioquia. Foto: sancarlosantioquia.com

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Cada país tiene su bandera que lanza su mano al viento y saluda a quien la mira. Tiene su Cultura, que invisible, se inocula en toda obra y pensamiento que circula. Tiene sus sabores en las bebidas y comidas que caracterizan cada región. Su mapa es diferente y su lenguaje canta cuando la gente lo habla.

Como en Mi bella dama, con Rex Harrison y la glamorosa Audrey Hepburn, el observador goza con el canto del idioma cuando cada persona habla a su lado en el hotel, el bus, la plaza de mercado o el centro comercial. Su garganta afina sus cuerdas y por ellas van saliendo los acentos que aprendió en la escuela de la Cultura de labios de sus abuelos, padres y tías. No es lo mismo oír cómo habla de su ciudad, de sus gustos y comidas el capitalino, el de Valledupar, el araucano, el paisa, el opita o el chocoano. Cada uno interpreta el habla vernácula con una melodía y una entonación que hasta el oído más lerdo distinguen de inmediato.

Así como cada región tiene sus platos que lo distinguen, la lengua castellana también canta sus arias o sus rabias en caucano, en rolo, en guapireño, en boyacense o en pingo. Porque Colombia y su idioma oficial, como ella, tiene matices, particularidades y se viste, come, siente y canta diferente.

“Échese la rodadita” a las fiestas de San Pedro a finales de junio, a Espinal o Neiva, y goce bailando sanjuanero y rajaleña. Pero disfrute oyendo el habla alegre del Tolima grande, cómo el río Magdalena canta en el sube y baja cuando rueda por entre piedras al frente de sus playas. Nadie en Colombia tiene el timbre y el oído del opita que aprendió con el sonido del tiple y la guitarra de Garzón, Collazos, Emeterio y don Felipe.

Vaya usted al Carnaval con guacherna en la “arenosa” Barranquilla o paséese por el Corralito de Piedra de los cartageneros. Goce y beba mientras oye el dejo del hombre de cabello gris o de la mujer costeña. Deje que la melodía de su voz recorte los finales de palabra, empiece la retahíla de modismos y recite el repertorio del nombre de dulces y comida en Taganga o El Rodadero. Coma arró con coco, beba casabe. Su habla es una cumbia que sale de los labios gruesos y se baila en las caderas con pollera de boleros rojos.

El rolo carriolo, el bogotano de cepa, de La Candelaria o Las Cruces o su vecino de Soacha que bebe chicha y come huesos de marrano, tienen una jerga con sabor a mazato, a garulla, a peto y aguadepanela. Es el típico lenguaje descendiente de los “indios panches que poblaron los lugares bajos”, que dominaban el centro y se sentían señores, lejos de provincia junto al Tequendama. “¡Chite, perro, no muerda a mi chino!”. “Tomémonos una pola mientras jugamos tejo en la cancha Villamil o echamos un chico en el billar”. “Véndame, marchanta, un metro de morcilla”. Nadie como ellos tiene en la punta de la lengua el “apunte” listo para hacer sarcasmo al último chisme o a la tontería del gamonal o el vivo.

¿Qué diremos del boyacense de Tunja o de Somondoco, de Ráquira, de Tópaga, de Iza o de Garagoa con ruana y sombrero? El paisaje verde, el tono de ingenuidad y bonanza en su cara rosada por el roce del frío que les pone rojos su par de cachetes, hacen retrato del hombre sufrido del campo y su arado. Su habla es cansina y rancia como poseedores de un legado de la tierra que nos otorgó la libertad. Las palabras anacrónicas y las más viejas de las letras castellanas conservan su frescura en la cuna de la madre del Castillo. ¡Asina es, sumerced!

Si no ha ido a Arauca o a Villavicencio y no ha oído la trova en la voz aguda de Reina, no sabe lo que es el Llano. El acento del llanero es arisco y sentencioso como sus coplas y su cielo. Zapatea si está dormido y se eleva por el aire en el Parque de los Centauros. Suena como un arpa corriendo y es alegre como caballo montado sobre las ondas del Humadea.

Antioquia es tierra privilegiada. Flores, hermosas casas de campo, arboledas y yarumos, montaña y nubes la adornan. Varones emprendedores, negociantes echáos pa’lante, allí la exageración, el refrán y el tango tienen su reino. Arrieros, carrieles, mazamorra, frisoles y arepa son las palabras más usadas en el diccionario paisa. Carrasquilla, Mejía Vallejo, Porfirio y León de Greiff sacan a relucir las letras de la tierra de la eterna primavera. Voces fuertes, marcado cuño cantado, tradición y costumbrismo son las señas de esta raza señera. Tiene colonias y sucursales en Caldas, Quindío, Risaralda y el Valle por donde pasaron las mulas cargadas y el empuje de sangre hirviente.

¿Que no ha ido a Tumaco, a Buenaventura, a Quibdó o a Guapi? ¿Que no ha visto ni oído lo que es un alabao o el coqueto currulao? Este acento colombiano tiene raíces negras y suena a bongó, a cununo de balso y a marimba de chonta. Viáfara, Vergara, Carabalí, Venté tienen música africana en sus letras y bailan como zulúes y congoleses en las fiestas, al son de viejos palenques. ¿Sabe lo que es un triple o ha comido arroz atollao? Cuando un bonaverense habla suenan tambores y se oye el eco de Artel y Obeso entre canoas, pianguas y un platanal al sol. Se oye el soul de la africanía y llora en sus notas el negro en cadenas en el fondo de un barco traidor.

Colombia es una pintura de voces, es un mosaico de acentos, un árbol con nidos y pájaros que cantan con diferente pico y son. Al Departamento que vaya, al pueblo que escoja usted, al festival del tiple o de la panela o al mercado de Riosucio, Choachí o de Honda, allí está una parte de la orquesta, el timbal, la dulzaina, la guitarra y la hoja de naranjo. En Coconuco, Caloto, Samaniego, Pasto, Cereté, Guachetá, San Gil, Cucunubá, Bituima, Pacho, La Mesa, Topaipí, Guacarí o Mompox. Hable, converse y disfrute cuando el otro abra la boca y empiece la sinfonía de una patria que hace música al hablar.