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Aly PérezAlgunas palabras sobre la poesía de Aly Pérez

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A Aly Pérez lo conocí meses antes de su muerte. Compartimos un rato al calor y sabor de un café, cerca de la Casa de la Cultura de Maracay. Recuerdo que nos acompañaba la poeta aragüeña Carmen Alida Méndez, amiga de Aly. Entre los tres se entabló una charla entre íntima y literaria. No hizo falta agregar gimnasia retórica para comprender el sentir maracayero de este poeta, nacido en Villa de Cura, poseedor de los secretos de nuestra ciudad capital. Amable, comunicativo, interesante en su conversación y conceptos sobre la poesía; cualidades que fui entresacando de sus retazos de vida y cuyo rostro hondo encontrará el lector cuando viaje junto a él por sus senderos poéticos.

El Boulevard, la casa, la Escuela de Música, las presentidas figuras femeninas se van reconstruyendo en una poética semipictórica, sin estridencias, que sugieren un modo de mirar y observar. Lo fugitivo, lo transitorio se entrelaza con cualidades de vida y es el paisaje urbano quien le ofrece la correspondencia entre lo contingente del poema “12:30 pm”, cuando dice: “Camino por el Boulevard / de la Pérez Almarza / bajo el calor de agosto...”, y lo permanente de “Los muros blancos de la Iglesia / con su campanario gris / parece un boceto de Monet...”. El poeta retrotrae al pintor francés en busca del color y la luminosidad para convertir lo visual en pintura verbal, apropiándose de los conceptos emitidos por Le Corbusier para quien el barroquismo de la luz tropical era fuente primordial de inspiración para la arquitectura.

Es en el correr del tiempo pictórico de Aly donde los espacios se llenan de imágenes para lograr la “vivencia oblicua”, proceso de aprehensión poética al cual se le incorpora un eslabón no reconocido por la palabra pero sí por la estética. La sensualidad pictórica se apodera en el poeta de las fulguraciones citadinas. La creación es un estar allí en la calle, en la casa. Ventanas que, existan o no, quedan apresadas en la red de los versos junto con las frutas, los cuerpos femeninos o la nochevieja en una ciudad extraña.

Aly Pérez sabe germinar la semilla del silencio de la palabra a la cual articula con significados que deambula entre luz y sombras. Luz que se comprende al negar la instrumentalidad del lenguaje que la evoca para convertirla en la magia originaria con la función creadora que hace visible lo invisible. El poeta destruye el sentido real de luminosidad para devorarlo con la penumbra, con la noche, para así vislumbrar el renacer: “Que abren chorros de luz / por calles infinitas donde cortinar el viento se lleva meses / y rotos almanaques / envueltos en sabanas de sombras”. Pérez desacondiciona la palabra luz, la temporaliza dentro del espectáculo cotidiano.

Son las disimetrías y las banalidades las que evocan su estética verbal y su estrategia de fundir la imagen visual del pintor con la palabra del poeta. Me lo imagino caminando u observando el trajinar urbano desde una cafetería donde “Las luces de la Alameda / aúllan en el asfalto / entre taxis y transeúntes. / En la calle Sucre dos bicicletas / se pierden en la humedad / y el olvido” (de Pasión según la casa). En el paisaje verosímil, sin escándalo, sin inventarios ni yuxtaposiciones el poeta integra los objetos que acuden al poema y cobran vida. No es cualquier calle sino la Alameda o Sucre o Páez, evita las generalizaciones, lo vago, indeterminado, porque despojar a las cosas de su singularidad implica perder la huella, hacer de ellas una abstracción.

La presencia de lo urbano y pueblerino se hace verbo, fieles compañeros mudos del poeta que responden a su lógica imaginaria. La ciudad es manejada por Aly Pérez como el mundo fuera del contexto geográfico. Las calles Miranda, Páez, Sucre, la Plaza, indican una manera específica de expresar flashes coleccionados durante años, a través de vivencias, ocasionales unas, continuas otras, que quedaron paralizadas en su memoria episódica. Así logra darle un ritmo diferente al de la movilidad citadina actual, un ritmo que parte de sus andanzas urbanas. ¿Cómo obviar esos caminares que, a veces, lo hacían sentirse el curioso que indaga en ventanas entornadas, o en el escondite oportuno de calles sombreadas y semidesiertas? Las aristas de la “brise-soleil” abren compuertas entre las sombras de la penumbra citadina, alrededor de las cuales el poeta sintetiza circunstancias y disonancias; manipula el espacio exterior y lo interioriza en la definición de sus límites subjetivos. Aly Pérez encuentra refugio en su ciudad poética de la cual nada ni nadie podrán despojarlo, porque nace de su corazón. Quien poetiza es el ojo que lee la ciudad, la mirada que ausculta sus intersticios. Es la savia de un poeta que desde el fondo del tiempo tiene el don de ver la belleza donde otros no la ven. Nuestro poeta le tejió un ropaje estético a la impronta citadina, a los desengaños, la hermosura vista como una máscara de Dios.

Aly va y viene en un viaje de enigmáticas presencias ocultas tras las casas, arrebato de una soledad severa que siempre vive a la espera del erotismo que él mismo crea. Personajes femeninos cuyo mutismo lo obliga a imaginar sus fisonomías. Lo expresa en “Arde una flor”: “Abriré las ventanas de tu casa... / en el centro de tus muslos / arde una flor / le prenderé incienso / mirra y yerbabuena...”. En un compendio de reminiscencia alegórica transforma los símbolos de un juego religioso en sublime epifanía amorosa. Para Rilke, “La voluptuosidad de la carne es un elemento de la vida de los sentidos igual que una mirada clara o el saber de una fruta que sentimos en nuestra lengua”. En Aly es Eros sojuzgado a su razón de poeta, a la musicalidad de la palabra, más allá de los efectos naturales de su existencia.

A la espera de un futuro soñado el poeta no elude la desesperanza desasistida que lo envuelve. Teme que su poesía no pueda emprender vuelos temerarios, que se quede entre briznas su amor por la ciudad: “¿Qué será de mi muerte / si sangra el viento / sobre briznas de gamelote / ...El tiempo me someterá al hacha / quedará el aroma de mi leña seca / en hoyos de bálsamo / y cánticos de...”. Poesía profunda, es la raíz del creador, el temple desde donde lo conmueven y duelen las cosas. Es la dimensión donde se encuentra a sí mismo. Con quien conversa mientras camina. No es otro, es uno indivisible que humaniza la ciudad, con el don preclaro de la evocación, el deseo y el vértigo de la ausencia para luego habitar en ella como materia espiritual y verbal de su lírica.

Quizás Pérez vea en la poesía un correlato con la precariedad de su salud y, contrario a lo patético y lastimero, se niegue a alimentarla desde la herida de un futuro incierto. Engrandece sus poemas desde el ejercicio de la plena libertad, sin las limitaciones de despertar cada día con la pesadilla de una enfermedad que, si bien lo alejó joven del mundo real, hoy nos lleva a buscar en su obra al observador privilegiado para quien “En este lugar abierto al absoluto / sigues siendo este verso solitario / árbol de lecturas / cantando de rama en rama / adentrándose en este valle / haciéndome beber frescos abecedarios / en la entreabierta carpintería de las palabras”.

La posible muerte presentida y cercana, le podía arrebatar el hilo desde donde se anudan los recuerdos al corazón, tiene que escribirlos para revivir ratos no olvidados, caminos andados, para seguir buscando los símbolos que lo identifican con la ciudad y con los fragmentos perennes que arropan la cotidianidad: “El color cobrizo de los árboles / el vino tinto del almendrón...”. A veces interroga: “¿Dónde comienza / y termina la casa? / ¿En los muebles de madera / en la mesa con crisantemos / y gavetas con ceniceros?”. Siempre a la espera de una respuesta que no llega, de un amor que se le escapa: “No permitas que ella / esta noche / deje la casa / y vaya en busca / de los brazos ingratos de su esposo”.

El continuo fluir del lenguaje sin interrupciones sugiere un tiempo que no caduca, o tal vez la atemporalidad poética de las mujeres con paraguas o de los bocetos de Monet, figuras creadas con la noción del arte que, una vez plasmado, sólo cambia para los ojos de quien lo observa, mas no en la realidad literaria. Aquí radica la originalidad de Aly Pérez, en el poder de evocación, de captar, expresar y perdurar lo que siente aunque ya no lo vuelva a ver.

La sensualidad visual perturba la soledad urbana de su deambular. La ciudad es su centro y allí se oculta para adivinarla con la percepción de lo que para Baudelaire era “lo fantástico real de la vida”. El poeta elige domicilio más allá de lo fugitivo, disfruta lo incógnito para buscar entre las calles lo cotidiano, sabe que en su memoria poética está lo eterno. No puede dejar escapar lo maravilloso entre los titubeos del lenguaje, ya sea “El aroma brumoso / de tus piernas / en las cajas / de los vendedores de manzanas” o cuando “las luces de la Alameda / aúllan en el asfalto / entre taxis / y transeúntes”. Aly Pérez se hace cómplice de Maracay, muta el tiempo del calendario para evitar que se pierda el halo lírico que le da vuelo a su imaginación. Es el poeta que elude la objetividad para captar la atmósfera sugerente del “Hombre delgado / de barbas semiespesas...”. Un deseo de perdurar imágenes que cambian a cada instante, allí donde la forma y material citadino se reinventan mutuamente. Es la tentación del afuera que se integra a su poética en forma de santuario urbano.

El poeta aragüeño encuentra en su ciudad literaria su fuente de júbilo lírico. Tal vez conozcamos algún día, si los hay, textos inéditos. Allí deben estar escondidas la ausencia, melancolía y nostalgia, toques sutiles que surgen de la tela compleja de su memoria citadina, desde donde brota el deseo de lo no encontrado para seguirlo buscando como cuando en “Arde una flor” dice: “Te buscaré en las plantas silvestres... / en la mesa de algún bar / o en las calles / donde se detienen los taxis / que me llevaron a ti”.

Ya es hora de dejar al caminante, ya termina mi viaje por su poesía, tal vez volvamos a encontrarnos, queda la esperanza. Con él he aprendido que alguien vela porque la ciudad no perezca en su incesante movilidad, que sus versos la hacen libre de puntos que intercepten sus calles y del empedrado de las comas, como en “Nochevieja” cuando “Frente a la mesa de lectura / rodeado de callejuelas maullido de gatos / recorro la calle / de los joyeros de Varsovia”. Más allá de lo expuesto debo decir que disfrutar poesía es leerla, sentir la musicalidad de su lenguaje como función absoluta de placer. Recordemos las palabras de Mallarmé: “No es con ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras”.