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La Hermandad del Erizo

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In earlier times literal terra incognita was seldom far from the hearth fires of men. To our stone—age ancestor a blue mountain range on the horizon might have marked its border. Beyond lay a country —of evil spirits, perhaps— into which he must often have wished to penetrate but dared not. If, finally, curiosity mastered his dread and with a few hardy companions he crossed the forbidden range, as like as not he found a region not so greatly different from his own.

J. K. Wright, “Terrae Incognitae: The Place of Imagination in Geography”. En: Annals of the Association of American Geographers. 37: 1—15.

—La Hermandad del Erizo se creó hace cinco años, en un club del centro de la ciudad. En un principio éramos solamente cinco: Blanca, mi mujer, Desideria, el hermano Genaro, su novia, Victoria, y yo. Blanca y Desideria son amigas de la infancia. Ellas y yo comenzamos a debatir una noche en que habíamos salido de copas lo que la sociedad de hoy en día considera todavía tabús: la homosexualidad, como comprenderás, ya ha dejado de formar parte del grupo, al menos por lo que respecta al mundo desarrollado. El incesto, por supuesto, aún lo es, y lo seguirá siendo siempre, puesto que yo considero que el principio sobre el que se sustenta choca frontalmente contra la naturaleza humana. Hablamos de la locura, de la pedofilia, del sadomasoquismo... En plena discusión pseudointelectual se nos juntó el hermano Genaro, que había reconocido a Desideria, una mujer con la que coincidía en ocasiones en el gimnasio al que acudía con regularidad; Genaro iba acompañado de su novia, Victoria. Victoria comentó algo que nos interesó enormemente a todos: habiendo ella estudiado Geografía en la universidad, nos habló de una noción que los geógrafos de la generación de los sesenta, en el siglo pasado, utilizaron en alguna ocasión, la noción de Terra Incognita, y por Terra Incognita aquella corriente de investigación denominaba a la única área del Planeta que aún no había sido enteramente cartografiada por ser humano alguno: la mente. Mi esposa, Blanca, intervino entonces para reflexionar en voz alta sobre si aquél era el tabú definitivo, la mente y las cosas que ésta encierra. De ahí, la discusión pasó a mayores: qué esconde el cerebro de los hombres, qué alberga, de qué fantasías se nutre. Qué se calla el hombre, por miedo o por vergüenza. Aquella noche, cada uno de los presentes participó en voz alta una fantasía que juzgaba vergonzosa, inconfesable: la hermana Desideria participó su fantasía de que no era la hija de sus padres, sino que éstos la habían adoptado cuando era un bebé y su verdadero padre era, en realidad, Errol Flyn. Mi esposa confesó algo que me dolió mucho escuchar, una especie de amor secreto, el hermano Genaro nos contó sus anhelos de llegar a ser un día un mito de la talla del Che Guevara y, Victoria, sus fantasías lésbicas. Así comenzó la Hermandad del Erizo.

—¿Y usted, hermano Cesáreo? —indagó el novicio Roland—. ¿Qué contó usted?

—Yo fui, tal vez, el menos original del quinteto: yo participé a la concurrencia mi afición a imaginar que era un afamado pintor de renombre mundial, yo, que nunca he pintado un cuadro en mi vida. Aquello ocurrió hace casi cinco años. De aquel primitivo quinteto, sólo sobrevivimos el hermano Genaro y yo mismo.

—¿Qué le ocurrió a su esposa?

—Oh, Blanca es mi esposa todavía, pero, por razones que explicaré más adelante, no puede formar parte de la Hermandad.

***

Deberías haber sido tú, amor mío, quien condujese la reunión de esta noche, y no yo. Deberían haber sido tus manos las que ofreciesen los palitos chinos a la concurrencia, debería haber sido tu voz la que invocase las fantasías que pueblan la Terra Incognita de esta noche, deberían haber sido tus manos las que estrechasen las del novicio, tu boca la que le invitó a unirse a la Hermandad, deberías haber sido tú la que formase parte de esta Hermandad y debería haber sido yo el expulsado, el que sobraba, el maldito. Yo, el mediocre, el que a duras penas sí puede imaginarse una fantasía grosera y mal amañada cada mes para salir del paso, porque la de la rica vida interior eres tú, Blanca, eres tú, amor mío. Aunque nadie lo sospeche, y mejor que nadie lo sospeche.

Cada vez que penetro en la sala de reuniones y veo tus pinturas, llego a la conclusión de que soy un impostor y de que le he arrebatado el puesto a alguien que se hallaba muchísimo mejor preparado que yo para desempeñarlo. Los erizos, recuerdas, los pintaste tú durante el verano en que decidimos crear oficialmente la Hermandad y fijar su sede en la casita del bosque que yo heredé de mis abuelos, y que nunca hemos utilizado como familia.

Pero, de alguna manera, tú estás en la casa, a través de esos erizos que adornan las paredes de esa sala en la que nos contamos tantas tonterías y tantas locuras. Tanto dolor y tanto absurdo.

***

La cama aún no ha tomado el calor de ambos cuerpos, y el hermano Cesáreo pregunta a Blanca:

—¿Todavía sueñas con él?

—A veces. Duérmete.

—¿Es el mismo hombre? ¿El pintor?

—Sí.

—¿Sabes algo nuevo?

—Hace un mes inauguró una exposición en Munich, la noticia se publicó en un periódico de aquí, un breve comentario sobre su pintura.

—¿No has sentido nunca curiosidad por visitar una de sus exposiciones?

—No, Cesáreo, y creo que debemos dormir ya. Es tardísimo.

—Dulce Blanca enamorada de un sueño —murmura el hermano Cesáreo mientras acaricia una de sus largas piernas desnudas.

—No, no estoy enamorada de un sueño. Te amo a ti. Lo otro... —ah, lo otro, piensa Blanca, pero se calla a tiempo, se ovilla en brazos del hermano Cesáreo y ambos, sin saberlo, recuerdan idéntica noche, la noche en que el rostro de un pintor churrepeteó para siempre el lienzo virginal de un matrimonio que fue siempre, de puertas afuera, modélico. Un Pollock maldito que mancha constantemente con su largo y grueso pincel, con sus eyaculaciones estéticas, con el innegable magnetismo de una mirada eléctrica de ojos azules y una mandíbula cuadrada que nunca parece sonreír, la santidad de nuestro matrimonio. Y lo hace sin saberlo siquiera.

***

El club estaba hasta los topes, pero habían conseguido una mesa libre casi de milagro, cerca de la improvisada pista de baile. Se tocaba salsa o samba, ni Blanca ni el hermano Cesáreo recordaban aquello bien, pero sí el calor pegajoso que exudaba la humanidad que danzaba a un metro de su grupo, el integrado por la hermana Desideria, el hermano Cesáreo, Blanca, el hermano Genaro y Victoria. Victoria había sido la primera en confesar sus pequeñas fantasías, seguida del hermano Genaro y de la hermana Desideria quien, tras finalizar su relato, animó a Blanca a contar algo de su cosecha. Blanca recuerda haberse colocado un brazo sobre sus pechos cubiertos por un top de lentejuelas negras, sin mangas, el otro brazo sobre su regazo, embutido en una falda de lino blanca, y se ruborizó al tratar de escabullirse con una excusa tonta:

—A mí no me metáis en esto. Yo no he comenzado ni quiero tener nada que ver en este juego. Además, yo no sueño despierta.

—Claro que lo haces —le retó la hermana Desideria.

Blanca recuerda que miró a cada uno de ellos durante unos segundos, que bebió un trago de su cóctel y murmuró:

—Hay algo..., hay algo reciente —Blanca mira de reojo al hermano Cesáreo y continúa así—. Cesáreo y yo visitamos Londres a principios de este año y, para mí, como pintora aficionada, hubo una visita obligada a la National Gallery y a la National Portrait Gallery. Allí vi... Vi la foto de un hombre que me llamó extraordinariamente la atención. Es un pintor, pero no me preguntéis por su nombre porque lo he olvidado. Lo que no he olvidado es... la pasión incendiaria de aquellos ojos, que también miraban al espectador con un deje de melancolía y timidez. Permanecí cinco minutos frente a aquel retrato, mientras Cesáreo se impacientaba paseando a mi alrededor. Creo que... que me enamoré de aquel hombre de la foto en cuanto le vi. Creo que... lo que vi fue mi propia imagen reflejada en un espejo encarnado —Blanca recuerda cómo daba vueltas a su cóctel—. Pero eso no fue lo peor. Lo más sorprendente fue que... al salir de aquel museo, del brazo de mi esposo, me había convertido por obra y gracia de un retrato fotográfico en la mujer de otro, de un famoso pintor en cuyo rostro había visto reflejada mi propia imagen durante cinco interminables minutos. Sé que va a sonar de lo más tonto, pero fue como dice la canción de Jara, “la vida es eterna en cinco minutos”, nunca lo he entendido tan bien como aquel día. Y la imagen de aquel hombre ha continuado prendida de mi memoria durante estos meses, soy incapaz de desprenderme de ella, pero no es la imagen lo que me preocupa, lo inquietante es que, como acabo de confesar hace un minuto, he venido construyendo durante estos meses una vida imaginaria en torno a esa foto, una vida en la que hay otra Blanca que ama a otro hombre, un hombre del que no sabe nada excepto su nombre.

—Dijiste al comenzar que no te acordabas de su nombre —replica el hermano Cesáreo mirando las palmas de sus manos.

—Sí, recuerdo su nombre, pero preferiría no tener que compartirlo con vosotros.

La concurrencia se revuelve en sus asientos, incómoda. El hermano Genaro se ve forzado a intervenir:

—¿Y tú, Cesáreo?

—Comparada con la de Blanca, mi fantasía debe de parecer patética: yo sólo he imaginado en los últimos tiempos que me convertía en un pintor de la talla de Picasso, bienales de Venecia, premios por doquier, reconocimiento mundial... ya sabéis, lo típico. Mis pinturas las denomino expresionistas, a la manera de Daumier, pero, ya digo, comparada con otras fantasías, la mía es risible.

El hermano Cesáreo se levantó entonces del asiento y se encaminó a los lavabos. Blanca había suspirado y apurado el resto del cóctel, mientras reiteraba:

—Esto no ha sido una buena idea.

—Yo creo que sí lo fue, Blanca— apunta el hermano Genaro.

***

Fue su manera de contarlo lo que más me dolió. La elección de sus palabras, “cuando salí de aquel museo era la esposa de otro”. Pero, ¿de quién? ¿De un rostro? ¿De un nombre? ¿Era otra vida lo que se había imaginado Blanca en cinco minutos porque su vida real no era bastante? ¿Yo no era bastante?

“Mi mujer”, pensó una vez el hermano Cesáreo, al observarla mientras ésta dormía, “¿cuándo es ella realmente mi mujer? ¿Es más mi mujer en estos instantes en que velo su sueño, cuando acaricio sus rasgos faciales sin que ella se entere? ¿O es más mi mujer cuando hacemos el amor? ¿O lo es especialmente cuando salimos a la calle y departimos con amigos o vecinos sobre asuntos sin interés? ¿Cuándo es, realmente, mi mujer, ella, Blanca? ¿Cuando viaja conmigo en el asiento delantero del coche? ¿Cuando discutimos sobre asuntos económicos? ¿Cuando hacemos frente común ante algún desaguisado de nuestros hijos? ¿Cuándo es que yo la siento realmente como mi mujer? ¿Es al mismo tiempo que ella me siente como su marido? ¿Y cuándo es el otro su marido? ¿Cada minuto que ella se ensimisma? ¿O también lo es cuando conversamos sobre naderías? ¿Continúa ella imaginando una vida en común con Lamarck mientras conversamos sobre naderías en la cafetería?”.

Aquella noche no hicimos el amor, porque llegamos a casa demasiado tarde. Habíamos dejado a los niños con mis padres y nos metimos en la cama a eso de las cinco de la madrugada. Fue al despertarnos, a eso de las once del día siguiente, cuando la tomé en mis brazos y, sin mediar palabra, le quité el camisón. Mi pene rozó su vulva con delicadeza, mientras la besaba largamente en la boca. Caí entonces en la cuenta de lo poco que nos habíamos besado en la boca en los últimos años. La obligué a abrazarme, a recorrer con sus manos mi espalda y mis nalgas. La obligué a besarme de nuevo y separé los labios de su vulva con los dedos de una mano para insertar mi miembro en su interior. Ella tenía los ojos cerrados. Se los abrí dulcemente mientras me movía con lentitud, preocupado de no aplastarla con mi peso. Salí de su cuerpo sin haber eyaculado y acaricié su clítoris, mientras la besaba en la boca de nuevo. Ella se dejó hacer durante largo tiempo, hasta que susurró que la penetrase de nuevo. Y la tomé hasta el tuétano, suplicándome que me mirase, que me mirase a mí, suplicándole que no cerrase los ojos.

Entonces supe que era esta manera directa y profunda de hacer el amor, sin aspavientos ni acrobacias, la que garantizaría un futuro común con Blanca, aunque su romanticismo y su day-dreaming pertenecieran a otro.

En lo más profundo de mi cerebro, la voz del hermano Genaro repetía suavemente: “en realidad, la mente no puede nada sin el cuerpo, ¿verdad?”.