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Cesare PavesePavese despierta una mañana, una vez para siempre
Tributo al poeta Cesare Pavese, en el centenario de su natalicio

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Agosto 27 de 1950. Turín aguarda afuera inútilmente encendido, y tú estás en el cuarto de un hotel, tratando de olvidar aquellos años en que no dormiste nunca.

Hay momentos en que la memoria se asemeja a la muerte; en que es un morir más triste todavía, un resto de demasiados despertares. Pasa cuando el amanecer no es ya una liberación, cuando no nos aceleran los latidos los sigilosos pasos de la mañana que llega. Pasa cuando la muerte se vislumbra como un agua fresca al término del largo recorrido, sufrido o feliz pero que igual nos ha dejado cansados.

Por eso estás tratando de olvidar aquellos años. Los años en que decías que no debía dormirse en la ciudad porque estaba siempre encendida y había algo distinto que hacer cada noche. Pero esta noche la ciudad aguarda inútilmente encendida, porque no están los amigos con los que vagabas hasta el alba, planeando despertar muchachas para recibir la aurora sobre las colinas desde donde Turín se divisa como un mar de estrellas. Si acaso algún borracho, como esos que te sentabas a escuchar hasta que la madrugada vomitaba ciclistas y barrenderos adormilados.

Tienes miedo de asomarte a la calle, y ese tubo de somníferos en tu mano no es pasaje a sitio alguno de donde se regrese. Lo escrito alguna vez se cumple como una profecía: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos —esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo”.

Y qué vicio éste el de vivir, Cesare, qué oficio más extenuante. 42 años aplicado a él y ya te sientes cansado. 42 años alejado de aquel 9 de septiembre de 1908: fecha en que viniste al mundo, al cielo sobre el Piamonte italiano. Niño aún, padeciste la muerte de tu padre y, casi de inmediato, tu Primera Gran Guerra. Más tarde te tocó lidiar con otra guerra más. Turín cedía bajo el estrépito de las bombas, y tú escapabas, con tu hermana María, a Serralunga di Crea. Pero hubo una guerra en la que luchaste desde siempre, y al término no pudiste ganar: la guerra contra la soledad interior en medio de los años que te arrastraban lejos de tu primera fecha, lejos de tu primer beso, de la risa de tu primera vez frente al mar: risa de mar que ríe con sus dientes de espuma. La guerra contra los años que te apartaron de lo vivido por primera vez; de todo aquello que más tarde fue una sombra. Así aquel cielo grande que brilló sobre el Piamonte esa mañana de septiembre, y que nunca más volvió a ser.

Tampoco tu juventud fue cosa repetible. Sobreviven de ella algunos poemas, tus notas de diario, tus novelas como fragmentos de eso que una vez fue. Y acaso, alguna vocación, una que otra preferencia: tu trabajo editorial y tu abnegada oposición al fascismo, a la restricción de las libertades. Pagaste cárcel por ello. Corría el año de 1935. Llamó tu atención, en la celda, un hombre demasiado grande para su camastro. Era un marinero que dormía, respirando con dificultad bajo el peso de una mujer tatuada en su pecho. A ti te cortaba la respiración el peso de una mujer tatuada en el alma.

—Pero uno no se mata por el amor de una mujer —dijiste—. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestra inermidad, la nada.

Y fue más de un amor, Cesare, fue más de un fracaso. Caída tras caída hasta esa actriz neoyorkina que te rechazó: Constance Dowling, la mujer que llegó en marzo. La misma que te empujó a este cuarto para ponerle a la muerte los ojos de ella. Con quien vino la poesía y con quien la poesía se fue. La chica que ahora esperas encontrar en el reverso del tiempo.

Agosto 27 de 1950. Turín aguarda afuera inútilmente encendido. Es la hora en que se vacían las tabernas y las parejas buscan un rincón donde abrazarse.

Vienes de recibir el Premio Strega, y pareces cansado. El premio, otorgado por tu novela El bello verano, te ha revelado una soledad de la que ya sabías; una miseria que no es solamente tuya. Como esas colinas que envuelven Santo Stefano. Como esa fuerza oscura que anima los viñedos y empuja desde adentro la simiente que estalla.

Por eso te has encerrado a escuchar “cómo gotean los instantes en lo oscuro, más allá de las cosas, en el ansia del alba, que llegará súbitamente tallando las cosas contra el muerto silencio”. Y qué falta para ello, Cesare, si la noche que golpeaba sus nudillos en tu puerta se ha marchado con sigilo ante la inminencia del alba. Tu noche fue esta mesa con su silla desplegada, la cama pequeñita, el amable perchero, y el negro auricular que lleva a todas partes y no pudo traerte a aquélla que deseas.

Piensas que es un poco tarde, que es hora de irte a la cama, de abandonarte a la total inconsciencia, como esos botes sueltos que la corriente del Po arrastraba. Cierras los ojos y se desdibuja un maizal. Cierras los ojos y el recuerdo de tu propia desnudez, en un rincón del monte, se olvida. Cierras los ojos y desaparecen los viñedos, y alguna habitación repleta de manzanas.

—Mañana será un día tranquilo —te dices—, de luz fría como el sol que nace o muere [...]. La sombra será como la tibieza. Llenará la estancia, por la gran ventana, un cielo más grande.

Por encima de la pesadez de los párpados, ves el tubo de somníferos que escapa de tu mano. Lo escrito alguna vez se cumple como una profecía: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Será como abandonar un vicio, como contemplar en el espejo el resurgir de un rostro muerto, como escuchar unos labios cerrados”.

Queda claro que desfallecías de distancia. Hay momentos en que la memoria se asemeja a la muerte. En que es un morir de a poco cada día. Y tú te sabías muriendo desde tiempo atrás. Desde esa mañana de septiembre en que naciste, en Santo Stefano Belbo, una vez para siempre.